lunes, 9 de febrero de 2015

EL INTRINCADO TRAYECTO PENDIENTE

La lista de asignaturas no aprobadas por la sociedad es casi interminable. Para superarlas habrá que, primero identificarlas, para luego priorizarlas y finalmente, después de una dedicada, perseverante y metódica labor, obtener ciertos resultados relativamente aceptables.


En esa grilla, existe una tarea especialmente relevante y al mismo tiempo preocupante, que no tiene que ver con la economía, como habitualmente la hacen aparecer, sino con la justicia, la equidad y la convivencia ciudadana. Se trata de la soñada recuperación de la deteriorada cultura del trabajo.

Durante muchos años, de un modo lento pero sostenido, varias generaciones de ciudadanos fueron estimulados e incentivados a abandonar esa actividad vital, por decisiones políticas equivocadas, de neto corte populista y demagógico, propias de quienes usan el poder solo para perpetuarse en él y no para lograr verdaderas transformaciones positivas.

Se han desarrollado perversas estrategias para establecer una retorcida nómina de privilegios que mediante normas vigentes, eximen de esfuerzo a vastos sectores. Esto no sucedió por casualidad, ni por un mero error de percepción insignificante, sino como parte de un elaborado y premeditado plan tendiente a lograr que un conjunto de personas puedan ser sometidas al poderoso de turno, bajo las herramientas más clásicas del clientelismo.


Es bueno entender que esto no se ha conseguido a espaldas de la gente sino, muy por el contrario, con el explícito apoyo que implica la legitimación de esas resoluciones a través del voto de miles de electores que respaldaron no solo esas determinaciones puntuales, sino a cada una de las ideas que las alimentan.

Muchos se percataron de lo perjudicial que sería este esquema no solo en el corto plazo, sino una vez que transcurrieran los años y se naturalizaran como parte del paisaje. Otros, recién tomaron dimensión de lo que sucedía una vez que se hizo casi imposible revertir esa dinámica impuesta.


Hoy, buena parte de las personas lo visualiza con absoluta claridad. Un par de generaciones, al menos, no solo no tiene interés en trabajar y ganarse su sustento gracias a su esfuerzo personal, sino que además está convencida de que le corresponde ese derecho de exigir al resto de la ciudadanía que lo subsidie, que lo financie y le permita el acceso a todos los servicios disponibles.

Ellos entienden que pertenecen a un grupo social que no ha sido bendecido, y que su “mala suerte” debe ser compensada porque no han tenido acceso a la educación y a otras oportunidades. Este pérfido argumento, construido con dedicación por una clase política ruin, que casi no distingue partidos, parece haberse instalado como una verdad indiscutible.

Sin embargo, cada vez son más los individuos que ya no admiten esta regla de juego como incuestionable. Las crisis, las emergencias, las angustias ya no pueden explicar tantos años de continua inercia. Menos aún ilustrar el desproporcionado crecimiento de esta ola de subsidios, ayudas, programas y cuanto recurso retórico intente disfrazar lo que solo ha servido como un instrumento más de sometimiento político y de indignidad cívica.

Casi todos los seres humanos adultos están capacitados para ganarse su manutención. Pero además de poder hacerlo, mucho más importante es que tienen el deber moral de intentarlo por ellos mismos, por su dignidad, y porque es lo que corresponde en una comunidad civilizada.


El desgastado argumento de que se trata de desposeídos, inválidos, analfabetos e indigentes, que no tienen alternativa, no solo no es veraz, sino que diversas demostraciones empíricas lo refutan con contundencia.

Lo que no resulta razonable, a estas alturas, es seguir recorriendo el camino de la transferencia irrestricta de recursos desde quienes se sacrifican a diario hacia los que, mayoritariamente, pudiendo sostenerse por sí mismos, prefieren seguir recibiendo una infame asistencia, antes que esmerarse.

Claro que existen excepciones. Pero no menos cierto es que la sociedad civil puede dar testimonio de su eficiencia para mitigar con más talento que el Estado, inclusive evitando adicionalmente la presencia siempre tentadora de  la corrupción que rodea a la administración de los dineros públicos.


Parece difícil emprender este sendero, pero es imperioso hacerlo cuanto antes. El daño ha sido enorme, y no solo desde lo económico sino, fundamentalmente, desde lo ético. Mucha gente sigue creyendo que tiene derecho a no trabajar y a recibir protección, contrariando las más esenciales leyes naturales. Siguen pensando que es una responsabilidad social de los que “pueden” trabajar amparar a los demás, como si fueran culpables de sus habilidades, de su voluntad de hacer, de crear y sacrificarse.

El camino que hay que desandar es tortuoso, sinuoso y complejo. No será sencillo conseguir que las reglas de juego vuelvan a ser las más elementales, esas que dicen que cada uno debe ganarse lo suyo para que sea factible entonces abandonar el actual saqueo institucional que implica quitarles una parte del fruto de su esfuerzo a los que trabajan a diario, para dárselos a otros, como si fuera su responsabilidad sustentar al resto.


Más tarde o más temprano, por convicción o solo porque es inviable continuar con esta dinámica que propone el presente y su pretendida tendencia, habrá que iniciar el regreso hacia la equidad, la ética y el sentido común. Nadie dice que será fácil. Es bueno que se empiece a pensar en cómo hacer esto lo antes posible. Se trata del intrincado trayecto pendiente.

Alberto Medina Méndez

NOTA: Las imágenes y destacados no corresponden a la nota original.

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