por José Luis Milia • 25/11/2015 •
“Creo que para lograr
la Patria Socialista vamos a tener que matar a no menos de un millón de
personas”. Carta de Mario Roberto
Santucho a su hermano Asdrúbal,
capitán del ERP. (Les recuerdo que esta organización terrorista fue la que
siendo Perón presidente constitucional en 1973 copó la Guarnición militar de
Azul, mató a su jefe y esposa, secuestró a otro Jefe que luego asesinó y quitó
la vida a oficiales, suboficiales y soldados que se defendieron y recuperaron en un día
domingo los cuarteles)
Ahora votaron. 26 ó 27 millones. Agarraron un papel, lo pusieron en una urna,
antes o después del asado o los ravioles, y siguieron con su vida común sólo
aquejados de la ansiedad que una elección produce, más o menos la misma que a
los fanáticos del tenis les produjo, el mismo día, la definición del master
entre Federer y Djokovic.
Pocos han sido los que alguna vez han reflexionado sobre el
párrafo transcripto en el epígrafe y que pudo llegar a ser una realidad a la
que -si no fuera por la acción de las Instituciones Armadas de la República
Argentina- todos aquellos que hoy tienen más de cincuenta y cinco años nos
hubiéramos debido enfrentar.
Eso, la posible muerte masiva fue nuestro problema, pero
esta posibilidad tenía también un remate en el que hoy pocos quieren pensar,
sobre todo por las deudas que el caso entraña; si hubieran triunfado las “orgas” subversivas hoy no solo
tendríamos el millón de tumbas a la que tan afecto parecía ser “Roby”
Santucho sino que, al igual que en la Cuba paradigmática de la Patria
Socialista nadie votaría, nadie elegiría según su albedrío y quien osase
hacerlo tendría como horizonte, según la gravedad de su disenso, un paredón o
un campo de trabajos forzados.
Aunque se diga otra cosa, si hoy votamos es porque un grupo
de hombres -integrantes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, federales y
provinciales- se pusieron la patria al hombro y enfrentaron la agresión.
Callada y silenciosamente cumplieron con su deber (Queda discutir la forma).
Ese que la Patria exigía y nosotros, el resto de los argentinos, desde nuestra
comodidad demandábamos. Terminada la guerra, con sus convicciones incólumes,
volvieron a sus cuarteles, sus naves, sus bases, sus escuadrones, sus
comisarías, con el alma en cicatriz y arrastrando mochilas cargadas de dolores
que nunca conoceremos porque como hombres que son los han guardado en lo más
profundo de su corazón.
Hoy, más de 2000 hombres que al derrotar a la subversión nos
permitieron los votos futuros, se mueren, cautivos, en los penales federales a
manos de jueces que han olvidado la justicia para convertirse en sicarios,
jueces que le dan -o le venden, como usted prefiera- prisión domiciliaria a un
narcotraficante de sesenta y cinco años pero le revocan la misma a un Almirante
de noventa en un gesto de venganza infame que nosotros con nuestro silencio
pusilánime convalidamos.
Los argentinos hemos construido una sociedad que cree que la
cobardía y la ingratitud son virtudes cardinales sin darnos cuenta que más
temprano que tarde pagaremos por ello.
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