martes, 16 de febrero de 2016

¿ES MEJOR NO HABLAR DEL NÚMERO DE DESAPARECIDOS?



Debate por Luis Alberto Romero[1]

“Niño, que eso no se dice”. La canción de Serrat recuerda el artículo que María Elena Walsh publicó en 1981 sobre “el país Jardín de Infantes” y al célebre “de eso no se habla”. Los une el mismo espíritu libertario e inconformista que nos inspiró durante los años de la dictadura y también -no a todos, claro- durante los años del aplastante discurso kirchnerista. Creíamos que decir lo indebido era un acto de libertad y también una contribución a la construcción de una opinión libre y crítica.

Sorpresivamente, ha reaparecido algo parecido al paternal “de eso no se habla”. Unas declaraciones de Darío Lopérfido sobre el terrorismo de Estado y sus víctimas suscitaron la inmediata reacción del kirchnerismo, que acompañado por un conjunto internacional de “gente correcta” pero poco informada, como el propio Serrat, impugna la discusión del tema y hasta acusa a Macri de defender la dictadura. Lo sorprendente es que, al ya familiar “¡ni te atrevas!” de los Conti y los Kunkel, se agrega la admonición de quienes, tratando de cuidar al gobierno, objetan que se abra el debate sobre temas conflictivos y poco urgentes.

Todo se centra en las 30.000 víctimas. Es sabido que esa cifra se lanzó durante la lucha contra la dictadura militar, como una metáfora de lo horrendo, para despertar conciencias dentro y fuera del país. Cumplió su función, como una clave del relato de los derechos humanos que fundó la transición democrática.

En 1984 la CONADEP estableció una versión más ajustada y a la vez más terrible de lo ocurrido. Los Juicios a las Juntas convirtieron su informe en verdad judicial y se declaró que los derechos humanos, colocados más allá de la confrontación política, eran el fundamento ético del Estado de Derecho.

Desde entonces, el relato de lo ocurrido durante la dictadura transcurrió por caminos distintos. Algunos entendimos que lo que era adecuado durante la lucha contra la dictadura resultaba insuficiente y esquemático en democracia, y que para asegurar que el drama no se repetiría se necesitaba una comprensión más amplia y más sólida. El número exacto de víctimas era un punto importante pero menor en el conjunto de cuestiones conflictivas, viejas y nuevas, que debían revisarse. Muchos las debatimos intensamente cuando el kirchnerismo impuso su sesgada versión de los derechos humanos. No sorprende entonces la reacción de ese sector; sus reflejos funcionaron automáticamente para sostener el baluarte, un poco más firme que otros del alicaído relato kirchnerista.

Con la democracia, las organizaciones de derechos humanos se dividieron entre las que mantuvieron los fines originales -la impugnación ética y la vigilancia civil- y quienes, como Hebe de Bonafini, optaron por politizar la causa; ganaron éstas, y se quedaron con la franquicia de los DH. El sector originario creció con la suma de grupos provenientes de otras militancias, que identificaron los derechos humanos con la reivindicación del “setentismo”.

Desde entonces, la historia de la lucha por los derechos humanos se convirtió en un dogma y en un mito: una narración poética y autosatisfactoria, a la medida de las fantasías de jóvenes inexpertos y de mayores ansiosos por recuperar la ilusión juvenil, que se acomodó perfectamente en el relato unanimista montado por el kirchnerismo.

En nombre de los derechos humanos, los franquiciados reivindicaron a los héroes de la lucha armada, se convirtieron en jueces universales de conductas ajenas y hasta se animaron a exculpar al general Milani. A la vez, la franquicia DH los autorizó a sumarse al sistema de prebendas estatales y a asociarse a la corrupción, como con los “Sueños compartidos” de Sergio Schoklender[2].

La franquicia nuclea también a un plantel de profesionales, que encontró en la causa de los derechos humanos la posibilidad de una carrera rentada por el Estado. Hoy constituyen un lobby, que defiende sus principios y también la subsistencia de una cantidad de instituciones y programas financiados por el Estado, que claman por una auditoría.

Todo esto pende de un mito fundador. El mito es un relato compacto; cada parte es esencial para sostenerlo, y una pequeña brecha puede derrumbar todo el edificio. Su peor enemigo es la investigación crítica. Esto explica la importancia asignada a una cuestión ya esclarecida en lo grueso. La cifra de 30.000 víctimas no tiene ningún soporte empírico; al cabo de treinta años, la Secretaría de Derechos Humanos no ha podido registrar más de ocho mil casos. Es una cifra horrenda y cierta que, lejos del alegado negacionismo, le da consistencia a la tragedia. Pero los defensores del mito saben que detrás de este cuestionamiento vienen otros más importantes: quiénes están en la lista, quiénes deberían estar y quiénes no. Transformar el mito en historia es riesgoso.

La cuestión del número es un parte aguas entre una mirada del pasado rigurosa y comprensiva y otra mítica e intolerante. No es solo una discusión de especialistas. El mito sostiene la franquicia, alimenta el dogmatismo y bloquea la posibilidad de reconstruir una cultura política plural.

La causa de los derechos humanos, desprestigiada por quienes la han faccionalizado, merece mejores defensores. Por eso es necesario mantener abierta la discusión. El gobierno tiene derecho a elegir sus prioridades en los combates. Pero los ciudadanos independientes son libres de opinar y aceptar el “de eso no se habla” significaría aceptar la perduración del mito y de sus usufructuarios.




[1] Luis Alberto Romero es historiador.
[2]
El autor omitió decir que la corrupción de Schocklender no se hubiera llevado a cabo sin el conocimiento y anuencia de Hebe Pastor Vda. de Bonafini.

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