miércoles, 6 de septiembre de 2017

LA LOCURA DE LOS AÑOS SETENTA SIGUE VIVA ENTRE NOSOTROS

Nuestro historiador desmenuza los fundamentos de un libro que trata de explicar los delirios setentistas para que no los volvamos a repetir.


Por Luis Alberto Romero - Historiador. Especial para  Los Andes

“En los años setenta la Argentina se volvió loca”. Así comienza Gustavo Noriega su “Diccionario crítico de los años setenta”, y a esa misma conclusión llegará seguramente el lector que transite por los cien vocablos que componen esta versión, seguramente inicial, de un libro singular y notable.

Su tema es la violencia de los años setenta, así como la memoria de esos años, que sigue siendo activa en nuestro presente, actualizando viejos conflictos en nuevos contextos. Así ocurre en estos días con el caso de Santiago Maldonado, ante cuyas insólitas derivaciones nos preguntamos si aquella locura no sigue aún instalada entre nosotros.

Dentro de una bibliografía muy amplia y diversa  sobre aquellos años memorables, lo de Noriega es singular, por su forma y por sus ideas.

La forma de diccionario -que quizá parezca menor- tiene un precedente prestigioso: una enciclopedia fue la forma que en el siglo XVIII eligieron Diderot y D’Alembert para reunir todo el conocimiento válido de su tiempo, y para influir eficazmente en la cultura y en la política.

Este libro es, en primer lugar, útil; remplaza con ventaja textos similares de Wikipedia, reescritos en clave facciosa en los años recientes. En cada uno de sus cien vocablos nuestro autor sintetiza, con equilibrio, lo que se sabe de cada proceso, suceso o actor de los años setenta.

Indica cuáles son las fuentes y la bibliografía principales, apuntando sus méritos, sesgos y limitaciones. Entre ellas, incluye la abundante filmografía producida desde 1983, para consumo de gente “que antes no quería saber y (con la democracia) no podía dejar de mirar”.

Pero sobre todo, Noriega nos ofrece una interpretación, a contracorriente, aguda y valiente. La frase inicial sintetiza su perspectiva, no solo por el estado de locura, sino sobre todo por su sujeto: la Argentina. Ni un demonio, ni dos; la locura envolvió a todos, los que actuaron, los que toleraron, los que miraron con indiferencia. Más allá de las responsabilidades penales o éticas, nadie queda fuera de la pregunta por las causas de la locura colectiva.

El “Diccionario” se instala a distancia neutral respecto de los dos actores principales -las organizaciones guerrilleras y las fuerzas armadas- y de quienes hoy los reivindican. No hay héroes, salvo dos: el periodista Robert Cox, un hombre justo, y la funcionaria estadounidense Patricia Derian, una mujer con convicciones. Tampoco hay demonios puros, aunque ciertamente se habla de gente muy mala.

Su mirada transita por distintas zonas grises, sobre todo en el caso de los sobrevivientes, los que salieron con vida de su desaparición forzada. En este difícil tema abundan los silencios obstinados y las condenas sordas y contundentes. Siguiendo el camino abierto por el escritor italiano Primo Levi, Noriega asume que la heroicidad tiene un límite y que “honrar la vida” incluye la propia supervivencia. No vacila en señalar la duplicidad de quienes, desde un lugar seguro, exigieron a sus subordinados que masticaran la fatal tableta de cianuro.

La zona gris de los campos de reclusión es apenas una parte de la zona gris de una sociedad compuesta por “gente común”, que no participó ni de la épica revolucionaria ni de la cruzada contrarrevolucionaria. Que vivió la violencia con naturalidad. Que continuó con su vida, sin esforzarse mucho por saber qué es lo que estaba pasando. Que, concluido el drama, construyó el recuerdo de una sociedad civil heroica donde todos -ellos incluidos- habían resistido a la dictadura. Que, a veces, compensa su anterior indiferencia con una impostada intransigencia.

Esa perspectiva se completa con un análisis sutil de la cambiante visión social de las “víctimas de la dictadura”. En 1983, cuando el poder civil comenzaba a afirmarse sobre un terreno todavía inseguro, tanto la CONADEP como los fiscales y jueces hablaron de las “víctimas de la dictadura”. Se omitió entonces explicitar su militancia política, para evitar -sugiere Noriega- que el juicio a los represores resultara afectado por la generalizada condena social de entonces a los militantes de organizaciones armadas.

Este es el punto de partida de una historia apasionante, que contiene muchas claves para entender nuestro presente: la progresiva emergencia, dentro de las “víctimas inocentes”, de los “héroes de una gesta gloriosa”, reivindicados por sus camaradas y sus continuadores, así como por sus madres y abuelas. Por esa vía fue construyéndose una nueva historia oficial, que reprocha a los militares no solo sus métodos aberrantes sino también el haber interrumpido el camino de la liberación, nacional y social. A esa construcción han contribuido el cine -al que Noriega dedica jugosos análisis-, una buena parte de las organizaciones de derechos humanos y, ciertamente, el kirchnerismo. 

Sobre este punto, Noriega agrega una observación que conduce directamente a un debate actual. En 1983 los militantes armados debían ser presentados como “víctimas inocentes” para que el paraguas de los derechos humanos pudiera cubrirlos, como si no bastara su simple condición de personas. En 2017, la misma corriente de pensamiento se niega a admitir que a los represores les correspondan también el amparo de esos derechos. Así lo mostró el rechazo masivo al fallo de la Corte Suprema en un caso de 2 x 1, y su implícita negación de los derechos de la persona a los responsables de crímenes horrendos.

Lo que reveló este caso es la tensión, existente desde los orígenes, entre dos principios constitutivos de lo que hoy suele llamarse “el compromiso del Nunca Más”. Por un lado, la necesidad de establecer el Estado de Derecho, y una de sus bases: la igualdad ante la ley. Por otro, una versión singular de los Derechos Humanos que, apartándose del núcleo conceptual de la protección de cualquier minoría, subordina su vigencia al bien superior del juicio y castigo a los responsables del terrorismo de Estado. Cuando hay que elegir entre ambas opciones -como ocurrió con el fallo de la Corte- la opinión de la mayoría se inclina por un castigo que, al no estar limitado por los derechos humanos básicos, se convierte en venganza.

En este punto, tan cercano, tan sensible, se prueba que Gustavo Noriega es un liberal, como lo declara en varias ocasiones. En un país de una larga tradición anti liberal, en la que liberalismo es una mala palabra, se trata de una declaración singularmente valiente. Creo que esta postura, consecuente y sin claudicaciones,  es lo cautivante de un libro donde los méritos abundan.


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