julio 18,
2012
La tragedia
Argentina siempre ha sido que el todo sea menos que la suma de las partes; que
tanta gente civilizada sea gobernada por tanto político bárbaro. Si el nivel de
hastío sigue subiendo, y el gobierno insiste en su populismo autoritario -ambas
cosas muy probables-, es posible que las fuerzas de la civilización se unan y
que ejerciendo sus derechos le pongan atajo a la barbarie.
La relación
entre Chile y Argentina ha sido, siempre, complicada. Durante décadas los
chilenos mirábamos a nuestros vecinos con una mezcla de admiración y envidia. Y
no era tan sólo por la superioridad futbolística argentina. También tenía que
ver con el desplante de los porteños, su arrogancia -verdadera o percibida-,
sus artistas de calidad superior, sus carnes tan tiernas como sabrosas, esos
chocolates suaves que se derretían en nuestras bocas, y la música maravillosa
de Gardel, Soda Stereo, y Fito Páez.
Cuando yo
era niño, viajar a la Argentina era todo un acontecimiento. Los afortunados se
preparaban durante meses, y hacían listas de las cosas que comprarían, de los
lugares a los que había que ir, y de las comidas que tenían que probar. Los más
osados regresaban llenos de historias inverosímiles, las que casi siempre
involucraban discotecas maravillosas -como el afamado Mau Mau-, o modelos
espectaculares e inalcanzables. Pero eso no era todo: como ha dicho el
novelista Mauricio Electorat, cuando llegaba el verano y las playas se llenaban
de transandinos, muchos de nosotros temblábamos al pensar que “el argentino de rigor” podía robarnos a
nuestras noviecitas.
En los
últimos 15 a 20 años las cosas han cambiado profundamente. El complejo de
inferioridad de antaño ha dado paso a una actitud de superioridad, y a un
desdén que sin ser estridente, es palpable. Para la mayoría de los chilenos,
Argentina ya no genera ni admiración ni envidia. Yo diría que el sentimiento
mayoritario hacia la transandina república es de pena. Esa lástima o compasión
que uno siente por los tíos viejos que alguna vez fueron exitosos y
encantadores, pero que con el paso de los años se han transformado en seres
roñosos y un poco patéticos.
Prácticamente
todos los días del año la prensa chilena da cuenta de un nuevo ranking que
demuestra que Chile está por encima de la Argentina. Titulares a ocho columnas informan
que nuestro país es menos corrupto (Transparency International), tiene mejor
educación básica (prueba PISA de la OECD), da más facilidad a los emprendedores
(Doing Business del Banco Mundial), y cuenta con mejores universidades (Times
de Londres).
Hoy en día,
y con las importantes excepciones del fútbol y el cine, los chilenos miran a
Argentina hacia abajo.
UNA MIRADA HISTÓRICA
En 1845
Domingo Faustino Sarmiento publicó su libro más importante: Civilización y
Barbarie: Vida de Juan Facundo Quiroga. A la sazón, Sarmiento -quien llegaría a
ser el séptimo presidente argentino- se encontraba exilado en nuestro país,
donde fungía como profesor de la Universidad de Chile y director de la Escuela
Normal.
En esta
obra, Sarmiento argumenta que el gran dilema de la Argentina era decidir entre
un futuro de civilización o uno de barbarie. La primera era asociada con la
ciudad -especialmente con Buenos Aires-, la cultura occidental, y las ideas
republicanas. La barbarie, en contraste, era la principal característica del
interior del país, y estaba encapsulada en la forma de ser de los gauchos y los
indios. Mientras los “civilizados”
tendían a asociarse entre ellos y a convivir en forma pacífica, los “bárbaros” vivían aislados y rechazaban
las agrupaciones civiles; eran huraños, violentos, y poco respetuosos de las
leyes y de los demás. En términos modernos, lo que distinguía a la civilización
de la barbarie era el acervo de capital social y el nivel de confianza
interpersonal.
En un libro
posterior -Viajes de 1849- Sarmiento profundizó estas ideas, y postuló que el
sistema político y social de los Estados Unidos era la mayor expresión de lo
civilizado. Al igual que a Alexis de Tocqueville -el autor de Democracia en
América-, lo que más impresionó a Sarmiento sobre los EEUU fue el que las
distintas comunidades se gobernaran en forma independiente, descentralizada y
democrática, y que en ellas hubiera múltiples asociaciones ciudadanas que
creaban un sentido de responsabilidad, propósito, y futuro. Y, claro, también
le impresionó que todo eso llevara a la prosperidad y al progreso.
Más de 150
años después de la publicación de Facundo el dilema entre civilización y
barbarie sigue carcomiendo a la Argentina. Ahora no es, como lo percibía
Sarmiento, un conflicto entre la culta población urbana y los toscos del campo.
Ahora el conflicto es entre una clase política mediocre y rapaz, y el ciudadano
medio que aspira a vivir en un país ordenado y predecible, donde pueda
desplegar sus talentos, dar rienda suelta a su creatividad, y criar a su
familia en un ambiente de mínima seguridad.
UN EQUILIBRIO INESTABLE
Hace unos
días le escribí a un amigo argentino que vive en Europa, y le hablé de la
vigencia del dilema de Sarmiento. Me contestó de inmediato, diciéndome que
temía que la barbarie llevaba todas las de ganar. Luego parafraseó a Porfirio
Díaz y dijo, “Pobre Argentina, tan lejos
de Dios, y tan cerca del Diablo”. Yo no supe a quién se refería con eso de
Satanás, pero por prudencia decidí no preguntarle.
Pero la
verdad es que yo no estoy tan seguro de que la barbarie lleve ventaja. Más bien
me parece que hay un empate; una suerte de equilibrio frágil que podría
resolverse en una dirección u otra.
Es verdad
que la situación política es caótica y que el autoritarismo del gobierno de
Doña Cristina Fernández es aterrador. También es cierto que los gobiernos K han
seguido una política económica desastrosa, y que el país camina hacia adelante
sólo gracias a los altísimos precios de los commodities. Argentina es el único
país de la región donde hay mercado negro para el dólar, donde se falsean las
estadísticas, y donde se usa un sistema burdo de prohibiciones mañosas para
controlar las importaciones.
La barbarie
también se presenta en la inseguridad y la violencia. La vida es completamente
impredecible. Nadie sabe si los vuelos van a salir el día presupuestado, o si habrá
cortes de ruta, o si los sueldos y aguinaldos serán pagados en el momento
convenido, o si volverán a aparecer las monedas regionales, en la provincia de
Buenos Aires ya se habla del regreso de los tristemente célebres Patacones.
No hay
respeto por la legalidad, el estado de derecho es ignorado, y los derechos de
propiedad son violados en forma repetida. Peor aún, la clase política está
convencida de que existe una conspiración cósmica en contra de la Argentina.
Este auge
de la barbarie política se explica, en parte, por el calendario electoral. De
acuerdo con la legislación actual, ninguno de los tres políticos más
importantes del país -la Presidenta Fernández, el gobernador de la provincia de
Buenos Aires, Daniel Scioli, y Mauricio Macri, el jefe del gobierno de la
ciudad de Buenos Aires- pueden reelegirse. Vale decir que para seguir en
política y teniendo poder tienen que buscar otro puesto o tienen que cambiar
las reglas para lograr la reelección. Este es un panorama que, por definición,
crea una enorme inestabilidad.
Entre tanta barbarie brilla la
civilización
Todo lo
anterior es cierto. Pero también es verdad que detrás de esa barbarie política
hay una nación de seres extraordinariamente civilizados, cultos, amables,
creativos, llenos de bondad y sentido del humor.
En una
visita reciente a Buenos Aires volví a maravillarme por la calidez de la gente.
Me perdí durante horas en librerías atiborradas de compradores y repletas de
novedades que uno ni sueña con encontrar en Chile. Comí en restaurantes de
calidad, con un nivel de servicio extraordinario. Me alojé en dos hoteles que
están, sin duda, entre de los cinco mejores del continente. El profesionalismo
de los que ahí trabajan contrasta con la improvisación chilena en todo lo que
tenga que ver con turismo y la industria de la hospitalidad.
En tan sólo
dos días vi tres exposiciones maravillosas. La que más me impresionó fue una,
en el Museo de Bellas Artes, sobre arte cinético argentino de los años 1960. En
una muestra muy bien curada y pulcramente presentada, pude volver a constatar
la originalidad de Julio Le Parc y la delicadeza de la obra de Eduardo Mac
Entyre.
Pero lo que
más me impresionó fue el nivel de hastío de la gente con los políticos.
Taxistas, dependientes de tiendas, mozos de restaurantes -los más cultos del
planeta, sin lugar a dudas-, estudiantes, y pensionados coincidieron en decir
que estaban hartos con la corrupción, el desorden, y el abuso. Lo escuché en
distintos barrios, y de muchísimas personas que se autodefinían como progresistas
e, incluso, como peronistas. Cada vez más gente reconoce que el modelo K está
agotado. Algo, dicen, tiene que pasar.
La tragedia
Argentina siempre ha sido que el todo sea menos que la suma de las partes; que
tanta gente civilizada sea gobernada por tanto político bárbaro. Si el nivel de
hastío sigue subiendo, y el gobierno insiste en su populismo autoritario -ambas
cosas muy probables-, es posible que las fuerzas de la civilización se unan y
que ejerciendo sus derechos le pongan atajo a la barbarie.
Sebastian Edwards
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