Por Gabriela Pousa
/ 2 agosto, 2012
Un análisis exhaustivo del escenario en que nos toca vivir,
arroja un evidencia: la desmesura. Más
que un problema ideológico o un desajuste económico, lo que está convirtiendo
al gobierno en enemigo de los argentinos son los excesos. Y el paseo “cultural” de los
presos fue uno de ellos.
Está visto que hoy, hay que interpretar cada frase a la
inversa de su sentido, acostumbrarse a lo excesivo, a que la violencia hable el
lenguaje de la paz, y el fanatismo el de la razón. La manipulación de
eufemismos y el abuso de la oratoria, desfiguraron el sentido de las palabras y
las cosas.
Como nunca antes, estamos observando como se invierten y
magnifican los hechos. La Presidente
desvirtúa la historia, da vuelta los argumentos, y altera los roles. Evita aparece en los billetes, Roca es vilipendiado, y Néstor un mártir contemporáneo. Todo es
demasiado maniqueo. El sentido común pierde la batalla contra el absurdo y el
grotesco.
En este desorden de cosas, las víctimas terminen siendo
victimarios, y quienes viven tras las rejas son los ciudadanos: rehenes de un
gobierno que ha secuestrado la lógica y lo sensato. Todo se torna incongruente
y teñido de intereses subyacentes.
Si tuviéramos que escuchar de boca de Cristina, los sucesos acontecidos durante el nazismo, oiríamos que
los alemanes fueron el objetivo de un genocidio por parte de los judíos. Si se
tratara del sufrimiento armenio de 1915, diría, por ejemplo, que Armenia
masacró a los turcos.
En la concepción que tiene, tanto de la historia como del
presente, tergiversa lo real según sus intereses. El asesino es la víctima, y
mata porque el otro merece ser matado. ¿Cómo juzgarlo?
Este trastrocamiento de los hechos no es casual ni gratuito.
Es una estrategia malsana de supervivencia. Hoy, se pagarán unos bonos
adeudados, pero se venderá el hecho como una segunda independencia. Pocas veces
ha habido un gobierno que haya manipulado tan impunemente, el ritmo natural de
lo cotidiano. Pregona la igualdad pero, simultáneamente, rinde culto a las
diferencias donde no debiera haberlas.
Homogéneos en pensamiento, heterogéneos en deberes y
derechos.
El relato, con sus arbitrariedades, impone lo indeterminado.
Nada puede ser diferenciado. Es el triunfo del principio de equivalencia. En
estas circunstancias, no hay forma de distinguir entre buenos y malos. Este
tipo de neutralidad es la otra cara de la complicidad. A las víctimas se las
despoja del respeto a sus sufrimientos, se los expropia de su dolor.
Transpolando esto a un dato actual, podría decirse que, para
la Presidente, hoy la víctima no es Wanda
Taddei sino Eduardo Vázquez, “muchacho incomprendido“, sometido a la
marginalidad, posiblemente por ser músico y no médico u abogado… ¡Sabrá Dios
cuáles son los atributos capaces de discernir quién es marginal, y quién no!
Wanda Taddei durante su traslado al hospital
A esta altura, si de Balcarce 50 se emitiera el servicio
meteorológico, la ciudadanía sabría que, frente a un pronóstico de cielo
despejado y sol brillando, lo aconsejable es llevar paraguas e impermeable.
Cuando Julio De Vido
garantizó el suministro eléctrico, no por coincidencia, muchos argentinos
terminaron comiendo a la luz de las velas… Recientemente, el ministro Florencio Randazzo, aseguró
que quien portara la tarjeta SUBE, no pagaría boleto más caro. Se supo luego
que el incremento de tarifas, lo sufrirá también, aquel que utilice la misma.
Tampoco hace mucho que Cristina
Kirchner decidió que no mandaría gendarmería, a ocuparse de asuntos
pendientes en las provincias. A los pocos días, gendarmes, llegaban a Santa
Cruz enviados por su porfía.
Lo cierto es que, al margen de estas argucias, no ha variado
un ápice la concepción política: antes o después, todo se reduce a
enfrentamientos, pero ahora no buscan enemigos concretos. Ni Macri, ni Moyano, ni siquiera Magnetto.
Esos son adversarios que, de tanto en tanto, la mandataria saca de la manga, para
excusarse por algún nuevo escándalo. Después los mantiene en un freezer, como
se mantiene algún alimento para consumir en situaciones límites.
Al margen de aquellos, el discurso progresista de pacotilla
busca instalar en la sociedad un nuevo personaje: el excluido, el desamparado.
Un conglomerado en el cual Cristina
jamás había fijado su vista. Seres ignorados hasta hoy. Durante 10 años, no
hubo para ellos ni políticas de Estado ni contención, ni un sistema
penitenciario civilizado. De pronto, algo cambió, y no es precisamente la
sensibilidad de la Presidente.
En Casa Rosada saben que el 54% perdió algunos dígitos en el
trayecto. Era menester reemplazar a los desilusionados, arrepentidos e
ingratos, y nada mejor que buscar en los institutos penitenciarios. Así fue
como surgió la excusa de la “inclusión”
detrás de un fin netamente utilitario.
Tal concepto obra de manera similar a como obrara la causa
Malvinas, tiempo atrás. ¿Cómo oponérsele? No hay modo de cuestionar la idea de
reinsertar al marginal, sin quedar sepultado por el tribunal de lo
políticamente correcto que, si bien se mira, no es sino lo correcto para la
necesidad política del momento.
La urgencia oficial por engrosar el caudal electoral y el
respaldo a sus actos, explica por qué esta preocupación repentina por los
presidiarios, y por reflotar un concepto tan abstracto como el de “inserción social”.
Saben que no tienen el aval de las clases medias. La
inflación está perjudicando a quienes menos tienen, y no hay garantía de contar
con el respaldo incondicional de esa gente. Se esfumó también el voto cautivo
del peronismo. Mientras, la izquierda, la acusa de haber profanado su discurso.
El último refugio de Cristina está
pues, entre los “desposeídos”.
Son elegidos como los nuevos bienaventurados del modelo. La
vulnerabilidad es la clave. Sobreviven resignados frente a un destino que creen
predeterminado. Cristina Kirchner
les ofrece entonces, la redención. Los absuelve: no son malos. A lo sumo, se
habrán visto obligado por la miseria y la indiferencia.
Ya no es “algo habrán
hecho“, si no “por algo lo hicieron”.
Y ese “algo” recae sobre quienes
actuamos acordé a las reglas, a la ley, al respeto. Ellos son las víctimas,
nosotros los victimarios. Se invierte la prueba, se prostituye la virtud: lo
bueno no se diferencia de lo malo.
La línea divisoria entre lo correcto y lo penado se
desdibuja. Hay un sutil regreso a la teoría de Rousseau, interpretada a conveniencia de la jefe de Estado. El hombre es bueno, sólo la sociedad es malvada.
Reduccionismo barato.
Estamos presenciando la abolición del mal, y la
entronización de “circunstancias
perversas” que justifican cualquier infracción: desde una mínima
manifestación de violencia, hasta la atrocidad más siniestra.
“Si ese hombre mató, y
aquel otro robó ha de ser por las condiciones donde creció”, eso excusa y
habilita. Cualquier sinrazón tiene causas sociales o económicas, cualquier
barbarie nace de la injusticia. Cuando se produce un atentado o un crimen
aberrante, las autoridades salen a cuestionar el sistema, alegan que hay que
cambiarlo. ¿Cuántas veces se ha endilgado un delito al libre mercado?
Bajo esta doctrina, el ladrón, el criminal no eligieron
robar ni matar. El contexto eligió por ellos. Pierde todo sentido la ley y la
norma. Son oprimidos, consecuentemente, se les otorga derechos para paliar la
desgracia natural. Todo es explicado y justificado por factores exógenos.
Los jueces se
convierten en psicólogos y asistentes sociales. El gobierno usurpa
el papel del Estado para utilizarlos. La
igualdad ante la ley, fundamento de la República, se abandona en pro de la
dispensa individual, y la Presidente deviene en madre de estos pobres
desamparados.
La inclusión social no es sino otro artilugio político,
implementado para obtener, nuevamente, un porcentaje de votos cautivos y una
guardia pretoriana por si acaso. Cristina
instaura la cultura de la excusa, que no es sino la cultura de la
subestimación. A los culpables los infantiliza, los convierte en necesitados de
protección. Pueden ser homicidas pero se los presenta como “niños”, por lo tanto no puede acusárselos, sólo puede
perdonárselos.
“El discurso
progresista lejos de promover libertad, encierra al individuo en su condición
de origen y lo confina. El defensor de los oprimidos demuestra un paternalismo
condescendiente, pero le prohibe el acceso a la autonomía y a la madurez. En el
fondo se lava las manos”, dice Pascal
Bruckner.
Y si alguien hay con las características de Poncio Pilato en este escenario,
sabemos donde se halla, y en qué cargo. Pese al asombro que ha generado la
defensa a ultranza del gobierno, respecto a los presos asistiendo a actos
partidarios, cabe otra consideración.
Antes, cuando este tipo de escándalo provocaba escozor,
surgía alguna desmentida, y la jefe de
Estado guardaba silencio unos días hasta que el tema se extinguía. Hoy, una
ignominia como esta, no sólo es corroborada con una naturalidad que espanta,
sino también recibe aval presidencial, confirmando que, el desparpajo y la
impunidad, ganaron.
La Argentina está teniendo los códigos de una prisión. Se
impuso la lógica tumbera. El matón infunde miedo. Entre éste y el
guardia-cárcel hay connivencia. Sobrevive el obsecuente, y se comanda el delito
desde la misma celda…
Quienes creen que saliendo del penal, obtienen privilegios y
libertad, desconocen cómo actúan las fuerzas centrifugas de un gobierno que los
convierte en títeres, los utiliza, y cuando ya no le sirvan, los arrojará sin
defensa al foro de los leones, para que el circo siga.
La sociedad esperará verlos reinsertados en ella, como Penélope esperó a su amante en el
andén, y el zorro aguardó que el Principito volviera…
Decía el poeta: “El
día en que el crimen se engalana con los restos de la inocencia, por efecto de
una curiosa subversión propia de nuestro tiempo, es la inocencia la que tiene
que justificarse”.
Gabriela Pousa
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