En un acto celebrado en el Aula Magna de la Universidad
de Mendoza y ante un gran marco de público se entregó el título de Profesora Honoraria de la Universidad
Católica de La Plata a María Delicia Rearte de Giachino.
Entre los méritos para recibir la distinción se destaca,
según la resolución 3147, que la Sra. María Delicia Rearte de Giachino reúne
los requisitos estatuarios y posee los antecedentes suficientes para ser
designado Profesora Honoraria, dada su señalada trayectoria y méritos
aquilatados por su relevancia de aportes a la cultura argentina.
Además se destaca que ha realizado una incansable labor
en el campo de la cultura argentina, fomentando los valores cívicos y
cristianos en su apoyo a los combatientes de Malvinas y sus familias, desde el
año 1982 hasta la fecha.
El Rector de la Universidad Católica de La Plata, Dr.
Rafael Breide Obeid, explicó que “es la
Universidad quien se honra en entregar la distinción. Como esposa, maestra y
madre es un ejemplo de lo que debe ser una mujer argentina”.
HOMENAJE
Autoridades
universitarias, profesores, alumnos, señoras y señores:
La UCALP,
Universidad Católica de La Plata, por intermedio de su Rector, Dr. Rafael
Breide Obeid, y de su Consejo Superior, ha decidido otorgarle el título de Profesora Ilustre de la Casa Platense a
la Sra. María Delicia Rearte de Giacchino. Y me ha designado a mí, inmerecido
honor, para que dirija la palabra en este acto académico. Actividad que paso a
cumplimentar.
Parece
obvio que toda la cuestión que vamos a desarrollar está signada por un sustantivo
propio, un topónimo, la palabra “Malvinas”, junto con un alto valor moral, el
heroísmo. Malvinas- Heroísmo. Un archipiélago del Atlántico Sud de 12 mil
kilómetros cuadrados de superficie, y una hazaña admirable producida por la
valentía de un hombre. Ambos datos, el geográfico y el ético, enlazados y
ensamblados por una fecha histórica: el 2 de abril de 1982.
Puesto de otra manera: el capitán de
corbeta de Infantería de Marina de la Armada Argentina, Pedro Edgardo Giacchino
y el arrojo excepcional que le costó la vida en la mañana de la recuperación
del territorio usurpado en 1833. Asunto principal del que se deriva esta
ceremonia. Porque el capitán Giacchino murió en la comisión de su proeza -atacar
la casa del Gobernador inglés Rex Hunt, sin producir bajas en el enemigo-, pero
dejó una madre que al velar la memoria de su hijo, nos ha mantenido en la
vigilia alerta por la causa nacional malvinera. Doña Delicia Rearte de
Giacchino, en estos treinta años que han transcurrido desde la gloriosa gesta
del 2 de abril, se ha convertido en la centinela siempre atenta, que con celo ejemplar ha sabido retomar la bandera
que pudo flamear 74 días en Puerto Argentino, y mantenerla ondeando en los
tiempos indigentes de la desmalvinización. Alrededor de las siete de la mañana
de aquel festivo dos de abril Pedro argentinizaba a las Malvinas. Desde el
funesto 14 de junio, Doña Delicia lleva décadas tratando de malvinizar la Argentina. Hijo y madre
se han pasado el testimonio, la tea encendida de la pasión argentina. Entre ambos
han contribuido a consolidar aquel -que dijera Leopoldo Lugones-, “indoblegable orgullo de ser argentino”.
Bien, detengámonos en algunos aspectos
de esa hazaña.
Comencemos por esta definición de la función del héroe que nos dejara el gran poeta Leopoldo Marechal. “La Patria -escribía- debe ser una provincia / de la tierra y del cielo”. Por lo tanto:
“Somos un pueblo de recién venidos. / Y has
de saber que un pueblo se realiza tan sólo / cuando traza la Cruz de su esfera
durable. / La Cruz tiene dos líneas: ¿cómo las traza un pueblo?/ Con la marcha
fogosa de sus héroes abajo (tal es la horizontal) / y la levitación de sus
santos arriba / (tal es la vertical de una cruz bien lograda)”.
La vertical
del santo y la horizontal del héroe. La Patria, concluye Marechal, “es un peligro que florece”.
Dicho lo
cual, digamos que hacia 1982 iba a florecer el peligro patrio. Para afrontarlo:
¿tendríamos héroes, tendríamos santos…? Ya veríamos. La noche estaba obscura.
¿Se cumpliría aquí el aforismo de Goethe de que cuando más obscura está la
noche es cuando más próximo está el
amanecer?
No se veían en los alrededores muchos
santos ni héroes. No hablo de individuos muy excepcionales. Digo personas normales,
que conviven con nosotros; que discurren a nuestro lado, como todos, pero que
disponen de ciertas hermosas virtudes. Cuando menciono a los santos, pienso en
aquellos vecinos que, por amor a Dios y con ascetismo, dominan sus pasiones. Puede ser que nosotros no veamos
su halo, pero lo tienen. Cuando aludo a los héroes me refiero a los ciudadanos que
con fortaleza cumplen con su deber de bien común de modo irrestricto. Los que
van hasta el fondo de las cosas; y que si han hecho un juramento, se atienen a
él a rajatabla. Porque los juramentos,
para los hombres de honor, son sagrados.
Quien jura defender a su bandera y
seguirla hasta perder la vida, llegado el momento de la verdad, no puede o no
debe soslayar lo pactado.
Pues, ese tipo de personas es el que
parecía escasear en el país. Abundaban
los “argentinos visibles”, hedonistas, egoístas, relativistas,
materialistas; aquellos que, como dijera Eduardo Mallea, veían la nación en
términos de vaca lechera. De esos había, y hay, para regalar y para exportar.
Bien; resulta que el horizonte de 1982 se
presentaba alarmantemente inseguro.
Y la hora del peligro se aproximaba a gran
velocidad, sin nosotros saberlo.
En
efecto, en Londres, el 14 de setiembre de 1981, los Jefes de Estado Mayor habían aprobado los “Planes
de Contingencia”. Por ellos, se reestructuraba la Task Force, prevista para
implementar la política que denominaron “Fortress Falkland”, Fortaleza Malvinas
Según el Informe Franks, de los Consejeros
de la Corona, dicha política se había concebido en 1976, al advertir el Reino
Unido que sólo por la fuerza podría mantener la usurpación malvinera. Actitud
generada por la Resolución 2065 de las Naciones Unidas datada en 1965, que imponía
la negociación para definir la soberanía, sin que se admitiera el principio de
autodeterminación de los pueblos a favor de los deseos de los isleños. Habían
pasado 15 años del Documento A / 6262, de 1967, del “consenso”, cuando Gran
Bretaña, junto a la unanimidad de los Estados Miembros de la ONU, aprobara la
Resolución 2065. Tiempo olvidado.
Ya por 1982, comenzaban a retomar la
cantinela de la “autodeterminación” de un pueblo que no es distinto del
británico, y que ni siquiera es un pueblo.
Pues, como decíamos la Task Force, cuyo comandante sería el Almirante John “Sandy”
Woodward, a partir de setiembre de 1981,
tendría por objetivo reforzar la defensa británica. Por eso, se establecieron
los buques y las tropas que la integrarían, y partirían en cuanto estuvieran
listos a cumplir la Operación “Corporate”.
Por
consiguiente, la mayoría de los navíos fueron enviados al Mediterráneo para
participar en maniobras. En eso estuvieron hasta que el 26 de marzo de 1982 –observen la fecha-, desde Gibraltar, partió el
primero de los buques de la Task Force, el “Fort Austin”, cuyo capitán era el
comodoro Sam Dunlop. Al mismo tiempo, desde esa misma base, salió el submarino
nuclear HMS “Spartan”. Al día siguiente, desde Montevideo zarparía el carguero
artillado “John Biscoe”, y desde Punta Arenas, en Chile, el buque logístico de
la Royal Navy HMS “Bransfield”. Ahí
empezaba la que Woodward denominó su “Guerra de los Cien Días”. Dicho de otra
manera: que el Reino Unido iniciaba su guerra con la República Argentina “dos
días y medio antes que la Junta Militar Argentina resolviera el probable ataque”,
como anotaran los británicos Simon Jenkins y Max Hasting, en su libro “La batalla por Malvinas” (Bs. As.,
Emecé, 1983, p. 78).
Aún con los buques que partieron de
Portsmouth que mostrara la televisión británica, cabe una aclaración: es la que
el 3 de abril de 1983 proporcionó al Parlamento el ex ministro de Defensa John
Nott: “Si hubiésemos estado sin
preparación ninguna, ¿cómo el siguiente lunes 5 de abril, unos pocos días
después, hubiera podido la Armada Real ponerse en campaña en orden de batalla y
con armamento y recursos propios de tiempo de guerra? Los preparativos estaban
en marcha desde hacía varias semanas. Estábamos
listos”.
No sólo nos atacaban; también querían
engañarnos. Ha escrito el Comandante de la Task Force:
“De
todas maneras, en el Atlántico Sur sin duda nos lanzamos a mentir… básicamente
yo había estado en el juego de las mentiras desde ya hacía varias millas… me
sentía bastante seguro de poder engañar a las mentes militares argentinas… nosotros
debimos librar nuestra batalla en la Era de los Engaños” (Woodward, John
“Sandy”, Los cien días, Bs. As.,
Sudamericana, 1992, pp. 145-147).
Y, ¿cuál era el principal embuste que nos
colocarían? Uno muy simple. Tan efectivo, que sus efectos perduran hasta el día
de hoy. Consistía en hacernos creer que nuestra recuperación del archipiélago
usurpado un siglo y medio antes era una “ocupación”
o una “invasión” nuestra, que los
tomó desprevenidos, como víctimas indefensas. Cuando lo cierto es que hacía
meses que los jefes del Almirantazgo estaban en comunicación con el secretario
de Defensa de los Estados Unidos, Caspar Weinberger, para contar con los
abastecimientos necesarios en la isla Ascensión. También habían recibido el armamento innovador, como
el Sidewinder 9 aire-aire, los Shrike, buscadores de radares y los Stringers, que tanto daño causarían a
nuestras fuerzas.Es decir, que ellos, con anticipación de dos días y medio, hay que recalcarlo, habían iniciado la
guerra.
En la Argentina, ignorándose esos planes
ingleses -que dicho de paso, se siguen ignorando- se pensaba forzar la
negociación ordenada por la Resolución 2065, a la que el Reino Unido se negaba
sistemáticamente. Se pensó que con una ocupación militar provisoria se podría
obligar a la contraparte a concluir con sus dilaciones.
“El plan -anotó el canciller Nicanor Costa Méndez- era ocupar, provocar la intervención de Naciones
Unidas, del Consejo de Seguridad concretamente, y entonces ahí retirar las
tropas… La idea era que Naciones Unidas pusiera sus Cascos Azules y entonces
negociáramos en esas condiciones” (Yofre, Juan Bautista, 1982. Los documentos secretos de la guerra
de Malvinas / Falkland y el derrumbe del Proceso, Bs. As., Sudamericana,
2011, pp. 219-220).
Ya se sabe lo que pasó: no se calibró el
temple de la Primer Ministro, Mrs. Margaret Thatcher, la “Dama de Hierro”,
quien nunca pensó en negociar nada y hubo desinformación hasta el punto de
creer que los Estados Unidos podrían ser neutrales. De ahí la consigna de ocupar para negociar, en lugar de ocupar para combatir, como más adelante
tubo de ordenarse (“Tuve que cambiar de
caballo en medio del río”, nos confió el General Leopoldo Galtieri).
Además, se interpuso el desgraciado incidente de las Georgias (que adelantó
hacia abril, lo que estaba previsto para el 1 de junio de 1982: Yofre, Juan
Bautista, op. cit., p. 65). Como
fuere, y contra toda la opinión pacifista y desmalvinizadora, sostengo sin
hesitar, que la Nación deberá estar permanentemente agradecida al gobierno que interrumpió para
siempre la prescripción que buscaban los británicos.
De esa manera, el 28 de marzo de 1982
partió desde Puerto Belgrano hacia el sur el primero de los buques de la Fuerza
de Tarea 40 de la Armada Argentina, bajo el mando del contralmirante de
Infantería de Marina Carlos Alberto Büsser, en la Operación Azul-Rosario.
Aclarado
todo lo cual, corresponde anotar que el Plan argentino, que debía permanecer
secreto, encontró dos obstáculos graves. Uno, proveniente de la naturaleza,
dado por lo fortísima tormenta que obligó a bajar los nudos del convoy naval
encabezado por el destructor ARA “Santísima Trinidad”, el buque de desembarco
ARA “San Antonio”, y el submarino ARA “Santa Fe”, tormenta que postergó en un
día el desembarco.
El otro, fue una filtración, tal vez más
grave. El Comandante de la Fuerza de
Desembarco, Calte. Carlos Alberto Büsser,
acaba de morir infamado en prisión domiciliaria en estos días, sin una pequeña
nota necrológica. Tampoco la tuvo el Calte. Carlos Hugo Robacio, cuando murió
este mismo año. Como me honré con la amistad de ambos almirantes, aprovecho
para rendirles el justo homenaje que merecen. Büsser, pues, informó lo
siguiente:
“Cuando
recibí las instrucciones de planificar la Operación se me pusieron tres
condiciones: sorpresa, modo incruento y mínimo tiempo para ocupar la isla. Bueno, debo decir que el enemigo sabía la hora y lugares de
nuestra llegada. Si no hubo más bajas fue por voluntad de Dios”.
¿Sorpresa?... existió irresponsabilidad criminal… “los británicos sabían casi todo porque hubo una filtración” (Yofre, Juan Bautista, op. cit., p. 229).
Con dos días de anticipación, el Gobernador
Rex Hunt supo de los planes argentinos. Así, las luces del faro Pembroke, cuya conquista era el
objetivo de la Agrupación Buzos Tácticos, embarcados en el submarino ARA “Santa
Fe”, fueron apagadas. Eso denunciaba que estaban alertados y que, suprimida la
sorpresa, habría que combatir. Por eso, se eliminó ese punto de ataque. Otro
tanto ocurrió con la Agrupación Comandos Anfibios. Esta unidad compuesta con 77
infantes de marina, que había venido embarcada en el ARA “Santísima Trinidad”,
luego de arribar a la playa Harriet, debía dividirse en dos unidades que
operarían en dos direcciones. La mayoritaria comandada por el Capitán de
Corbeta de Infantería de Marina Guillermo Andrés Sánchez Sabarots, debía atacar el cuartel de los Royal Marines
en Moody Brook, al que encontró vacío. Resultó que los ochenta marines,
mandados por Mike Norton, se habían marchado para parapetarse en las
inmediaciones de la Casa del Gobernador. Segunda alteración. La tercera estuvo
en el aeropuerto de Port Stanley. Hacia allí partió la compañía C del
Regimiento de Infantería 25 del Ejército Argentino que mandaba el Teniente
Coronel Mohamed Alí Seineldín. Se halló con que no había marines en el
aeropuerto, sino sólo vehículos atravesados en la pista de aterrizaje. De esa
suerte, sin sorpresa ninguna, teniendo enfrente el grueso de las tropas
enemigas -reforzados por 60 hombres de los voluntarios entrenados en la defensa
(“Falkland Islands Defence Force”)-, como no estaba previsto, con la consigna
vigente del ataque “incruento”, y con su pequeño contingente se halló el segundo
comandante de la Agrupación de Comandos Anfibios, el capitán de corbeta de
Infantería de Marina, Pedro Edgardo Giacchino.
Peligro supremo. ¿Cómo lo resolvería Giacchino?
Al tomar posiciones para cumplir con su misión de hacer rendir a Hunt,
sin causar bajas en el enemigo, advirtió el cambio de condiciones. El secreto,
que le hubiera permitido deslizarse rápida y sigilosamente, estaba roto.
Enfrente estaba un enemigo muy superior a sus escasas fuerzas: enemigo que no
tendría ninguna autolimitación a la hora de tirar a matar.
¿Entonces…?
Entonces Giacchino podía dejar de lado la
orden recibida o demorar su cumplimiento.
Empero, Giacchino era un soldado que sólo
sabía que el lema era subordinación y valor para servir a la Patria. Había
recibido una orden y la cumpliría, cualquiera fuera el peligro que debiera
afrontar.
Mejor dicho, que él, el jefe debería
asumir. Porque, testimonia el cabo enfermero Tomás Urbina:
“La divisa de Giacchino siempre había sido:
“¡Todos adelante! Pero detrás de mí”. “Nunca decía vayan, sino vamos”
( Kasanzew, Nicolás, Malvinas a sangre y
fuego, ed. del autor, 2012, p. 23).
Como todos los buenos capitanes que la
historia recuerda, Giacchino iba a ir al frente de su menguada tropa.
Primero
le solicitó a su segundo, el teniente de corbeta de Infantería de Marina Diego
Fernando García Quiroga, que alzando la voz intimara -en inglés- rendición al
Gobernador. Este repitió dos veces la exigencia, sin ningún resultado. A su
término:
Impaciente, Giacchino decidió abreviar: “Tírele un granadazo”, le ordenó a
García Quiroga. Este obedeció, sacó el seguro a una granada, la lanzó y todos
se mantuvieron a cubierto hasta que explotó en el jardín.
Enseguida dijeron
desde adentro: “MIster Hunt is going to
get out…”. Pasaron
dos minutos y nada. Insistió por tercera vez García Quiroga. Y entonces desde
el edificio dispararon una ráfaga de arma automática que pasó por encima de sus
cabezas” (Malvinas. La historia
documentada, tomo 4, La recuperación,
Bs. As., Sudamericana, 2012, p. 16).
Los argentinos no podían disparar en
dirección a sus enemigos. Efectuaron varias ráfagas de pistolas ametralladoras
hacia arriba, rompiendo los vidrios del primer piso. Obviamente, eso era
insuficiente.
Eran alrededor de las siete de la mañana de
ese día fresco y asoleado del dos de abril. “¡Qué lindo día para morir!”, dijo García Quiroga.
Para morir, sí; si seguían allí sin
cubierta. Tal vez, todavía, podían reptar y retirarse. No.
“Jefe”,
le dijo García Quiroga a Giacchino, “si
no entramos nos cocinan”.
“Sí,
hay que entrar”, afirmó Giacchino, y de un salto llegó hasta la puerta de
la Gobernación y la derribó, dejando a la vista un largo pasillo.
Allí cayó Giacchino, mortalmente herido,
apenas al entrar. Atrás de él cayó el teniente García Quiroga también alcanzado
por las balas” (“Malvinas. La historia
documentada”, t. 4, op. cit., p. 16).
En realidad, Giacchino murió desangrado,
dado que una de las balas le había perforado la arteria femoral. El cabo
enfermero Ernesto Urbina, que quiso ir en su ayuda, también fue alcanzado por
el fuego enemigo. No obstante, él, como García Quiroga, ambos gravemente
heridos, pudieron salvar la vida, cuando alrededor de las nueve horas Hunt se
rindió ante el resto de las tropas de Büsser que habían llegado a la localidad,
y fueron sacados en ambulancias.
Poniéndole un colofón a esta narración, el
testigo Urbina relata que Giacchino, caído:
“blande
una granada de mano le saca la chaveta e intima al Gobernador Rex Hunt a
rendirse”.
Era el gesto justo. Agrega Urbina, quien lo
había conocido en el curso de buzos tácticos, que Giacchino era:
“un
militar con todas las letras y un gran tipo. Hacía valer su peso de persona, no
de grado. De gran fuerza tanto física, como de voluntad. Y tenía una voz de
mando inapelable”.
“Alguien
lo definió como un auténtico caballero cristiano.
-Sí,
porque hacía valer la verdad. No le interesaba que el otro fuera de más grado
para cantarle las cuarenta” (Kasanzew, Nicolás, op. cit., p. 24).
Así murió Pedro Edgardo Giacchino, en
combate, defendiendo la soberanía argentina. Por él, dijo el folclorista
Argentino Luna, en la canción que le dedicó, “hay luto en la alegría de la tierra mendocina”. Murió en la última
guerra romántica del siglo veinte, en la “bella
gesta de abril”, que dijera Juan Luis Gallardo. “En un día trascendental para la historia argentina”, como lo
memorara el cirujano René Favaloro. El brillante periodista Manfred Schoenfeld
comentó:
“La
operación del 2 de abril fue magistral, sin víctimas británicas. Y a costa del
sacrificio nuestro, del sacrificio de Giacchino”.
Sentó un jalón inamovible, según el decir
de Horacio: “Dulce et decorum est pro
patria mori” (Dulce y glorioso es morir por la Patria). Además como lo
destacó el as de la aviación de la Segunda Guerra Mundial Pierre Clostermann: “el mundo cree solamente en las causas cuyos
testigos se hacen matar por ella”. Rubriquemos esta afirmación con el verso
del poeta alemán Federico Hoelderlin: “Por
ti, oh Patria, ninguno ha muerto de más!”
Literalmente, Pedro Giacchino se hizo matar
para que la causa redentora de la “hermanita
perdida” triunfara, más allá de los errores estratégicos con que se
diseñara. Triunfo que nada podría opacar, porque es una causa secular, cuyo
combate de recuperación se inició por 1770. “No le aflojés, que esto recién empieza”, le dejó escrito a un
compañero, el Primer Teniente de la Fuerza Aérea Argentina José Daniel Vázquez,
otro mendocino que murió en cumplimiento de la orden de atacar al portaviones
“Invencible”. Otro cuyano, el
subteniente Oscar Silva, condiscípulo
del Liceo Militar General Espejo, murió
en Tumbledown pidiendo fuego de artillería sobre su posición, como Sansón, cayó
junto a los filisteos. Estos cuyanos no le aflojaron, porque sabían que los
avatares de la patria iban a ser muchos, y que bíblicamente había que dar “a cada día su afán”, sabían que “mientras el valiente muere una sola vez, el cobarde
muere muchas”, como nos
lo recordara Shakespeare. En aquel preciso momento,
correspondía la guerra:
“Todo tiene
su momento, y cada cosa su tiempo bajo
el cielo -reza el Eclesiastés-, su
tiempo la guerra y su tiempo la paz”. Guerra, sí; “pavor de sibaritas”- había dicho el poeta Carlos Obligado, autor de
la marcha de las Malvinas-, “guerra, que
es hija de siete guerras nuestra noble tierra”.
Por todo lo cual, Pedro Edgardo Giacchino,
fue ascendido a capitán de fragata post morten, y condecorado con la máxima
medalla que otorga la Nación Argentina “al
heroico valor en combate”.
Bueno. Ya
hemos esbozado la silueta del héroe y su proeza. Vayamos ahora a lo nuestro, a
la distinción que se le otorga a Doña María Delicia Rearte de Giacchino.
La señora
Delicia Rearte, que nació en Buenos Aires un 25 de abril de 1923, que llegó a
Mendoza en 1939, que se casó con Don Pedro Ángel Giacchino, que ejerció como
maestra, y que tuvo seis hijos, tres mujeres y tres varones, el segundo de los
cuales fue Pedro Edgardo, ha sido una intrépida continuadora de la labor de su
hijo marino.
Diez, veinte, treinta años, lleva sin
aflojar un instante en su lucha por la soberanía nacional y la dignidad humana.
Ha cruzado este difícil tiempo desmalvinizador,
invulnerable al desaliento, inaccesible a la desesperanza. Firme en la fe,
humana y divina. “Dama de temple de acero”,
la ha descripto Nicolás Kasanzew, quien también paga con el exilio su pasión
malvinera. Él ha transcripto un recuerdo de doña Delicia sobre el momento en
que veló el cadáver del héroe de Puerto Argentino. Dijo que, junto a su esposo
e hijos:
“No
nos animábamos ni a arrimarnos a nuestro hijo, teníamos la absoluta comprensión
de que ya no nos pertenecía: era de la
Patria” (“Malvinas, etc.”, op.
cit., p. 25).
No sólo como dolida madre ha memorado la
jornada del 2 de abril. Lo ha hecho principalmente como ciudadana argentina,
erguida como las mujeres fuertes que ensalza la Biblia. Abanderada del honor
nacional. Supliendo con su fortaleza ejemplar la valentía de la que tantos
hombres carecieron en estos años de llanto y de luto.
Y es esa condición modélica, entendemos
nosotros, la que la UCALP ha querido premiar, para distinguirla como profesora Ilustre de Argentinidad.
Merecidísimo diploma. Al que todas las personas de bien de esta República
debieran adherir.
Bien; ahora, recapitulemos.
Si el gesto
de Pedro Giacchino levantó a la Patria
de su letargo, no es menos cierto que su acción corrió una seria amenaza de ser
olvidada en la noche que se posó sobre la Argentina, a partir de la rendición
del 14 de junio de 1982. Porque ahí mismo, con la firma documentalmente
anticipada del jefe táctico, se inició la desmalvinización que aún soportamos.
Esta
innoble crónica no requiere descripción, toda vez que casi todos los presentes
la hemos padecido. Tan sólo cabría recordar que un Presidente calló cuando un
ex Ministro inglés en su presencia afirmó que: “La democracia en la Argentina no habría llegado si no hubiera sido por
el coraje y el sacrificio de nuestras fuerzas, de nuestros bravos muchachos”. O que otro Presidente escribió en un diario
londinense que: “1982 fue una triste y
traumática mancha en la historia de nuestras relaciones con Gran Bretaña… un
conflicto que nunca debió haber ocurrido y que lamentamos profundamente”. Y
un tercer Presidente lo calificó como “otro
crimen de la dictadura militar”. Todo eso, y la indefensión manifiesta que
se implementó, muestran la cara visible de la República.
Empero,
gracias a Dios, hay también, una Argentina invisible.
País de
luces y sombras el nuestro, de contrastes violentos. Donde desde el punto de
vista ético se ha instalado una cloaca a cielo abierto, en la legislación, en
la televisión y en la conciencia de una juventud perdida. Sin embargo, esta
lacra moral convive con la Nación más misionera del mundo en este momento. Cuatro
órdenes religiosas argentinas se han expandido por América, Europa, Asia,
África y Oceanía, a la conquista de las almas, con el valor osado de un San
Francisco Javier. Tuvimos héroes; tenemos santos. Porque, díganme ustedes,
¿cómo cabría calificar a una joven veinteañera, linda muchacha, a la que
conocimos no hace mucho, que se fue a atender leprosos durante años en un
lazareto de China Comunista, por amor a
Dios y al prójimo? Sí, señores, contamos con la marcha fogosa de los
héroes abajo y la levitación de los santos arriba. A no desesperar, pues. Demos
tiempo al tiempo, como nos enseñara nuestro Libertador José de San Martín. El
mismo General, que en cartas a Bernardo O´Higgins, le afirmara:
"La
América parece que tiene un Dios tutelar que la auxilia en sus mayores apuros… Dios
nos ayuda porque la causa de América es suya; ésta es mi confianza”.
Por eso, cuando la gente simple de nuestro
pueblo continúa asegurando que “Dios es criollo”, no se equivoca; no.
Y, para concluir, a fin de animarnos a que
esa esperanza sea activa, como ha sido la vida de Doña Delicia, recitemos el
verso “Reto” del poeta Enrique Vidal Molina, que dice:
“Ni
silencio ni olvido: que nos duela
como un dolor de
artera puñalada,
como un ultraje a la mujer
amada,
como el duro acicate de una espuela;
como una sangradura en la rodela
hendida por la punta de una espada;
que nadie mienta: “No ha pasado
nada”.
Vivamos en la eterna duermevela
de nuestros muertos. Que esta escarapela
siga prendida al pecho, inmaculada
como en los faustos días de la
escuela
y que aliente en mi casa, siempre
izada,
un ala azul que a las Malvinas vuela
a redimir la sangre derramada”.
Nada más, señoras y señores. Gracias por su atención.
Enrique Díaz Araujo
BUENOS DIAS
ResponderBorrarESA UN HONOR EL MERITO Y DISTINCION A UNA DAMA DE HONOR ..EL CARIÑO A DELICIA Y HAGO VOTOS DE ESTA MERITO TAN MERECIDO.