Domingo 02 de
septiembre de 2012 | Publicado en edición impresa
Editorial I
Un
gobierno no debe ni puede jugar con los ciudadanos; ha llegado la hora de decir
basta a los atropellos desde el poder.
En las
últimas semanas, cientos de miles de argentinos padecieron en silencio, con más
resignación que estoicidad, el despropósito de un grupo de delegados gremiales,
alineados con el kirchnerismo, que privó a la ciudad de los servicios de
subterráneos por más de una semana. Un grupo de delincuentes comunes, que
operan en general bajo el más cómodo y menos infamante rótulo de barras bravas,
en cambio, lesionó más tarde a tiros a dos efectivos policiales por habérseles
dificultado, con justificadas razones, el ingreso a un estadio de fútbol.
Sobran en la actualidad los contrastes de esa naturaleza.
Mal
podría decirse que allí, en esos dos comportamientos tan diferenciados, están
las dos caras de una misma Argentina. En el primero, desde luego que sí. ¿Pero qué entidad real, acaso, asume la
otra parte: la de la violencia inaudita, la de los atropellos, robos y muertes
que se han apoderado de la seguridad general, sin contar la inseguridad
jurídica, que por cierto no es menor? ¿Es,
en verdad, esta otra Argentina, la de la vergüenza que escandalizaría a
cualquier otra comunidad civilizada, lo suficientemente extendida como para
acreditarle la representatividad de la segunda mitad de lo que somos como
nación?
Conviene
reflexionar sobre esa cuestión que por momentos doblega el ánimo de muchos
argentinos, convencidos de encontrarse por sí mismos incapacitados para torcer en 180 grados el rumbo
tenebroso hacia el que parece enfilado el país. Urge tomar conciencia de
que las cosas son como son porque la mayoría confía menos de lo que debería en
la fuerza de la que todos juntos dispondrían si se aunaran quienes desesperan
por iguales motivos.
¿Sería
todo igual si cada uno decidiera sumar su modesto aporte personal con vistas a
que los argentinos recuperemos la alegría y el respeto por su presente, tanto
como la esperanza hoy turbada por el porvenir que ha de tocar, si permanecen en
esta tierra, a hijos y nietos?
Ningún
miedo debe paralizar ese talante alicaído como para que no llegue a la acción
resuelta, a la palabra en alto de quienes sufren por la perversión de que se
pretenda adoctrinar en la visión facciosa de un sector político gubernamental a
los chicos de las escuelas públicas o de utilizar, como mano de obra sumisa y
esclavizada en actos proselitistas, a condenados por delitos de la peor ralea,
como el crimen y secuestro sin conexión política alguna de Axel Blumberg.
El miedo
es la única cárcel de la que no se sale. ¿Qué bien para defender es, acaso,
superior al de la libertad de conciencia que se exterioriza y a la dignidad de
una vida que merezca ser reconocida como tal?
Los ciudadanos perseguidos por un
gobierno que utiliza los recursos del Estado para bajos propósitos políticos
estarían más protegidos si la inmensa mayoría que toleró, con prudencia
llamativa, las afrentas de la prepotencia gremial, hablara por una vez.
Bastaría
que, al menos en una oportunidad, esa mayoría expresara que un gobierno no
puede ni debe jugar con los ciudadanos aislados y vulnerables, porque incurre
en ilegalidad y en la afrentosa cobardía que la nacionalidad repele.
En nombre
de las innumerables generaciones de argentinos que sintieron orgullo por ser
parte activa de esta tierra; en nombre de las generaciones por venir y respecto
de las cuales no cabe claudicar valores; en nombre, en fin, de la convivencia, de la unión y de la paz ha llegado la hora
de decir basta a los atropellos inauditos que se cometen a diario.
Han
comenzado a sonar, desde distintos ámbitos de la legalidad institucionalizada,
las voces resistentes a que un grupo de individuos que ha malinterpretado el
voto popular que los encaramó al poder destroce las bases federalistas sobre
las que se constituyó la República Argentina.
Es en tal
sentido alentador que las provincias comiencen lentamente a ponerse de pie y a
reclamar el giro de recursos públicos que les corresponden por propio derecho y
no por la dádiva arbitraria de quienes ejercen el poder central. Es bueno que
se rebelen ante un grupo gobernante que pretende condicionar la remisión de
fondos al alineamiento político de los mandatarios provinciales.
Hay entre
muchos argentinos una sensación generalizada de impotencia y abatimiento. Por
eso, es el momento de preguntarles qué están dispuestos a hacer con el fin de
que se conjuren las graves causas que han promovido el decaimiento espiritual
que denuncian.
Aun los
gobiernos dotados de los elementos más implacables de dominación y de la
voluntad de perdurar de modo indefinido en el poder agotan los ciclos de
permanencia cuando sienten el peso de una opinión pública orientada en
dirección contraria.
Todo en
la vida tiene un final, como lo muestran hasta las más prolongadas tempestades.
Ese fin llegará cuando cambien las condiciones que han hecho irrespirable el
aire ciudadano. Cuando la voluntad transformadora de lo que agobia se funda en
la vocación por servir a una democracia republicana, el cambio sólo puede alentarse
con el estímulo de todos los resortes cívicos que la hacen posible.
No es mediante la murmuración y la
queja atormentada pero muda como las naciones dejan atrás las encrucijadas; es
por la acción política manifiesta, clara, rotunda, hasta llegar al voto que la
legitime como signo mayoritario.
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