Caminando por el centro de la Ciudad de Buenos Aires o
algunas capitales de provincia es
posible divisar edificios de proporciones monumentales. Construidos en
otras épocas por quienes nos precedieron en la vida de la Nación nos
preguntamos, ¿quiénes fueron esos hombres? ¿Que los alentó a invertir en esta
Nación?
El Correo Central, el Congreso Nacional, las oficinas que
abrigaban Yacimientos Petrolíferos Fiscales, las maravillosas Bibliotecas, el
Palacio de Justicia, el Teatro Colón, las Iglesias, Catedrales y Basílicas.
Hasta edificios particulares de oficinas o viviendas recuerdan un pasado más
ilustre.
El caminante puede imaginar que los techos altos, las
dimensiones formidables, macizas, los materiales nobles, los exquisitos
detalles artísticos en los que el artesano se detuvo, fueron construidos por y para gigantes, tal vez de
una raza de titanes extinguida por algún cataclismo electoral. Dimensiones que
acomodaban su anatomía ciclópea y abrigaban un estilo de vida desaparecido.
De esos colosos sólo nos quedan sus edificios, como
prueba arqueológica de que alguna vez existieron, ahora invadidos por enanos
okupas, que ingresaron por tuberías
y desagües, por sus ventanas
herrumbradas que no cierran, chirriantes frente al viento de los tiempos.
Edificios que hoy no podrían ser construidos por las
mentes diminutas de los gnomos que se
adueñaron del espacio. Enanos, que todos los días horadan las obras de arte,
dividiendo áreas, fabricando suboficinas de cartón o durlock, fijando insolentes cartelitos de “no fumar”
sobre los frescos, destruyendo la estética
con vengativo placer en beneficio de un eclecticismo demagogo. Enanos
furibundos que realizan agujeros en sus mármoles desde donde cuelgan piolines
para mecerse con grotesca alegría; se abrigan por las noches con sus libros de
gigantescas páginas con gigantescas palabras que no comprenden como Libertad y
República; idiomas desconocidos que han sido olvidados para siempre.
Uno de estos edificios fue construido por los gigantes
para navegar por el mundo; para llevar ese indómito lenguaje de libertad que
asentía con sus velas al viento como alas y
más parecía haber sido hecho para
volar que para ir sobre el agua.
La Fragata Libertad fue uno de los símbolos de una
República Argentina que desapareció. Ella nos recordaba con sus velas como
látigos al viento, como brazos que llaman “aquí”, la herida de lo que fuimos y
no volveremos a ser.
Tal vez es mejor que nuestros enanos la hayan perdido en
una mesa de apuestas, hijos ociosos
jugándose la herencia de sus antepasados.
Las alas de la Fragata Libertad nos decían que era única
en su especie en el mundo y que era Argentina, de la República Argentina. Nos
daba el coraje para seguir creyendo en nuestro país porque si nuestro pasado
fue insigne, nuestro futuro debía ser promisorio.
Es menos doloroso haberla perdido que permitir que sus
alas de libertad nos recuerden todos los días que nos hemos dejado ganar por
los enanos y no hemos sabido devolverlos a las alcantarillas, a donde
pertenecen.
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