Autor: Romero, Luis Alberto[1]
Los juicios de “lesa humanidad”: un desafío para la justicia
El autor reclama imparcialidad en los
juicios abiertos sobre el terrorismo de Estado y abandonar la lógica de la
venganza por encima de la ley.
Entre los muchos problemas que le esperan al nuevo gobierno
hay uno que es a la vez urgente y profundo: los juicios de lesa humanidad, que
se vienen realizando desde 2005. Diez años después, de los 2200 imputados, sólo
700 recibieron sentencia, en un 90% de los casos condenatoria. Los juicios no
tienen perspectiva de terminar, y la lista de imputados sigue abierta. La
mayoría están detenidos, y más de 300 ya han muerto en las cárceles, sin
recibir el beneficio de la prisión domiciliaria, concedida por ejemplo a
Arquímedes Puccio. La persecución a los imputados y su discriminación –tan
lejos de cualquier principio de los derechos humanos– llega al extremo de que
no se les permite ser atendidos en el Hospital Militar o el Hospital Naval.
Por otro lado, muchos testimonios indican que estos juicios
distan de ser impecables, como sí lo fueron los juicios a las Juntas de 1985.
Aunque pocos se atreven a expresar públicamente una opinión contraria a la
corrección política dominante en los últimos años, las hay en ese sentido a
partir de testimonios de peritos y funcionarios intervinientes, así como de
familiares, referidas tanto al juicio como a las condiciones de detención.
También están, para ser examinados, los expedientes, con sus sentencias.
No estoy opinando acerca de la culpabilidad de los imputados
y de las penas que merecerían, ni de otro tema igualmente importante: qué
aportaron estos juicios acerca del destino de los desaparecidos. Aquí me ocupo
sólo de la justicia y de los derechos humanos, las dos bases del sistema
democrático institucional construido en 1983. Un balance global indica que
estamos ante una flagrante violación de los derechos humanos y ante un
ejercicio del poder estatal de punición muy alejado del estado de derecho.
El punto de referencia sólido son los juicios a las Juntas
de 1985. Raúl Alfonsín se comprometió a juzgar y castigar, en el marco estricto
de una justicia independiente, a los principales responsables del terrorismo
clandestino de Estado y de las organizaciones armadas. Con ello afirmó la
legitimidad y potencia de la justicia, piedra angular del estado de derecho, e
instrumentó una solución posible, ejemplar, rápida y definitiva para un
conflicto cuya perduración afectaría la construcción de la democracia.
Pese al momento, quizá proclive al jacobinismo, los
procedimientos judiciales se respetaron a rajatabla. No hubo “tribunales especiales”; la fiscalía
seleccionó, de entre todas las denuncias, un número reducido de casos
adecuadamente probados; cada parte fue escuchada; el fallo desechó muchos de
los casos presentados, sopesó las pruebas, y aplicó condenas diferentes para
cada acusado. Los fundamentos fueron enjundiosos.
El fallo castigó a los principales responsables del
terrorismo de Estado, demostró que la justicia podía acabar con la impunidad y
reveló los horrores a los que una sociedad se expone cuando abandona el camino
de la ley y la justicia. Pero además, mostró de manera concreta qué cosa es el
gobierno de la ley, pilar sobre el que debía sustentarse la nueva democracia.
Llegar a este final fue una verdadera hazaña, pues las
resistencias fueron muchas, desde la intención del candidato justicialista de
aceptar la autoamnistía militar a la intransigencia de las principales
organizaciones de derechos humanos, que finalmente no integraron la Conadep.
Los militares no aceptaron juzgar a sus camaradas, y en 1987 se negaron a que
oficiales en actividad fueran citados a juicio. El levantamiento de Semana
Santa reveló la impotencia de un poder civil todavía no consolidado; su
consecuencia fueron las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, juzgadas
por la opinión pública, no sin algo de razón, como un fracaso del gobierno
civil. En la memoria social, la ley de Obediencia Debida es considerada más
relevante que el Juicio a las Juntas.
Cuando se reabrieron los juicios, en 2005, la idea de
justicia había sido desplazada por la de retaliación o revancha. La acompañó
otra: exhibir la capacidad del poder político para ponerse por encima de las
leyes que lo regulan, o dicho de otro modo, su capacidad para la arbitrariedad.
El deslizamiento de la justicia a la venganza resultó de la
gradual confluencia de dos grupos: el sector más intransigente de los
militantes de derechos humanos y aquellos que retomaron, al menos
simbólicamente, la tradición ideológica y política de los años setenta. Las
“víctimas inocentes” del terrorismo de Estado fueron reivindicadas como
militantes heroicos, y sus herederos cambiaron la defensa de los derechos
humanos, la ley y la vida por el reclamo de la justicia del Talión.
Néstor Kirchner percibió el potencial político de este
sector crecientemente faccioso, capitalizó la idea de la venganza justiciera y
la integró a su proyecto de construcción de poder. Manipuló ideas imprecisas y
sentimientos difusos, se apropió de objetivos, discursos y símbolos y hasta
encontró la retribución adecuada –simbólica y material– para que las
organizaciones emblemáticas se le sumaran. La llamada política de derechos
humanos sirvió para entusiasmar a los partidarios, disciplinar a los indecisos
y atemorizar a la opinión independiente.
En muchos de estos juicios la justicia está hoy lejos de la imparcialidad
e ignora el principio de igualdad ante la ley, como en el caso del general
Milani. La condena parece decidida a priori, y cada uno cumple su papel
siguiendo un guión: abogados que orientan a los testigos, fiscales
“militantes”, defensores presionados y jueces que se dividen entre militantes y
timoratos.
Lo más débil son las sentencias. A menudo, la única prueba
es el recuerdo de un testigo; alguien que, casi cuarenta años después, afirma
haber visto al acusado en el lugar en donde era torturado. Con ese testimonio
único y endeble se ha condenado a muchos, considerados “partícipes necesarios”, sin necesidad de probar qué es lo que
hicieron. Se parte de la presunción de culpabilidad y se le pide al acusado que
demuestre su inocencia; así se invierte la carga de la prueba, eliminando una
de las garantías básicas del debido proceso. Seguramente no todos los casos han
sido así. Pero sólo con algunos basta para alarmarse y reclamar que el tema se
incluya en la agenda pública.
Por otro lado, en estos juicios hubo una singular
teatralización de la justicia. La majestad de la ley dejó su lugar a la
exhibición de la discrecionalidad e impunidad de un poder político capaz de
controlar cada paso del proceso, y rodearlos de una especie de festival de la
venganza, en el que tribunas vociferantes presionan a los testigos y a los
jueces, y “escrachan” a los acusados y sus defensores. La teatralización remite
al clima faccioso generalizado, a la decisión política de llevar el
enfrentamiento al límite, y a la explotación del deseo primario de tomar
revancha sobre los antiguos victimarios.
Pero hay algo más. La impunidad y la arbitrariedad son dos
de los nombres del poder. Hacer gala de ellas es un eficaz disuasivo y un
instrumento disciplinador. Se trató de mostrar y escenificar cuánto valor
asigna a la justicia y a las instituciones el gobierno kirchnerista, convencido
de que el pueblo con su voto le había confiado la suma del poder. Probablemente
allí resida la lógica profunda del gobierno que ahora termina.
En un prolijo informe sobre el estado de los juicios, la
Procuraduría General señala que 227 imputados murieron en prisión “con el sello
de la impunidad”, casi como si se hubieran escapado. La frase expresa el
sentido profundo de estos juicios: los imputados son culpables, deben pagar aún
antes de ser condenados, y la punición debe estar por encima de las garantías
asentadas en la Constitución, los códigos y la práctica judicial. Todo tiene un
amargo regusto a venganza.
El justo castigo es un principio fundamental. Pero no puede
ser el único. Para que los horribles sucesos no sucedan nunca más, no basta con
castigar a los culpables; también hay que crear las condiciones para que los
crímenes abominables no se repitan. Esto sólo es posible cuando hay una sólida
convicción ciudadana sobre la imparcialidad de la justicia y el gobierno de la
ley. Una condena es legítima cuando hay pruebas fehacientes, más allá de toda
duda razonable. La eventual impunidad de algunos, cuya culpa no pudo ser
probada, es un precio a pagar para sostener los principios de la justicia.
Hacia allí apuntaron los juicios de 1985, que acompañaron la construcción de
una democracia institucional. ¿Cuánto queda hoy de aquel proyecto de 1983?
El nuevo gobierno hereda el problema, que tiene distintos aspectos.
Hay uno urgente: la situación de los imputados y condenados ancianos, privados
de su derecho a la detención domiciliaria, a un tratamiento médico adecuado y a
un digno final de su vida. Ni los imputados ni los condenados pueden seguir
muriendo en las cárceles.
Los juicios abiertos tampoco pueden durar eternamente. Hay
que acelerar su tramitación, hay que cerrar la lista de imputados –una sociedad
no puede vivir con esa espada de Damocles, administrada hasta ahora por
personas de dudosa integridad– y sobre todo, hay que poner alguna fecha para
que los juicios estén terminados.
También está el problema de la justicia. No se puede
construir el estado de derecho sobre la injusticia ni sobre la duda. Son muchos
los que objetan las sentencias. Deberían ser revisadas, separando las correctas
de aquellas jurídicamente insostenibles, y sería bueno convocar a juristas
internacionales, de probada capacidad y ajenos al juego político local, que ha
enturbiado las causas.
Lo último, y lo más difícil: hay que iniciar un debate
amplio que –sobre la base de la justicia– ayude a encontrar el camino para que
una sociedad dividida por el pasado cierre ese capítulo. El debate está hoy
obturado por el clima faccioso característico del ciclo que ahora acaba. Es la
hora de que se expresen las voces que permitan discutir este problema en
términos diferentes a los actuales.
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