Que la política hace de las suyas
no requiere de demasiada demostración. En todo caso, debería preocupar la
verdadera causa de esas andanzas.
En algunas sociedades más serias,
la política tiene un margen más acotado, sus errores y excesos encuentran
límites, y no porque sus dirigentes no lo intenten, sino porque la ciudadanía
no lo permite y, frente a determinadas posturas, los repudia electoralmente
dejándolos fuera de carrera.
Cuando se aborda el dilema desde
esta perspectiva, se comprende bastante mejor lo que está sucediendo. El
problema no es solamente la inmoralidad de los que se abusan, sino también la
pasividad de los que se dejan oprimir.
Esto no se consigue sin la
complicidad de la gente. Por eso es vital revisar las actitudes propias. En la
actualidad, el sometimiento ya no se logra con la fuerza bruta, sino con
sutiles estrategias de manipulación psicológica.
La política lo sabe y las usa a
discreción con toda la potencia que le resulta posible. Así logra imponer
conductas, establecer reglas y, sobre todo, diseñar el camino que le resulta
más funcional a sus mezquinos intereses.
El asunto pasa por no enredarse
en esa madeja. Pero para eso resulta clave tener la autoestima en el lugar
adecuado. Claro que los políticos se ocupan de menoscabarla a diario,
desgastándola permanentemente y evitando, de ese modo, cualquier tipo de
insurrección por menor que ella parezca.
La rebeldía es una virtud. No
tiene que ver con oponerse a todo, sino con tener criterio propio, analizar
cada cuestión sin condicionamientos y actuar de acuerdo a la visión personal,
esa que puede alinear discurso y acción.
Muchos asuntos no parecen tener
salida, al menos no en el corto plazo. La sumisión comienza cuando esa
mansedumbre se convierte en crónica y serial, anulando la más elemental
capacidad de plantearse alternativas.
Lamentablemente esta postura es
demasiado frecuente hoy y no solo, como suponen algunos ingenuos, en los
sectores más débiles de la sociedad. La vocación de esclavo no distingue
género, edad, ni tampoco condición social. Las pruebas abundan y están a la
vista todos los días.
La primera parte de la solución
implica entender lo que sucede. Sin un diagnóstico contundente es imposible
pensar en revertir el sendero actual.
La inmensa mayoría de la gente
cree que todo lo que ocurre es producto de la crueldad de la política y la
inmoralidad de sus dirigentes. Si bien eso es parcialmente cierto, la sociedad
debe renunciar a esa indigna costumbre de buscar culpables afuera antes de
admitir su importante cuota de responsabilidad en todo lo que acontece.
Si se lograra asumir esa
situación, y comprender que el presente tiene mucho que ver con todo lo incorrecto
que se hace siempre, se habría ganado la primera de las batallas. Tal vez no
sea la más importante, pero sin duda alguna, la imprescindible para poder
transitar la siguiente.
Luego vendrá el tiempo de
examinar los comportamientos propios. Un repaso por lo habitual mostrará con
claridad, como esta ciudadanía termina aceptando todo lo ofrecido como si no
existiera otro modo de lograrlo.
No es necesario buscar ejemplos
en la política mayor, en esas cuestiones de Estado. En los temas más simples,
en lo mundano, pululan anécdotas que dan cuenta de cómo el conformismo le gana
al desafío de la superación.
La dinámica vigente para la
recolección de residuos, el sistema de transporte de pasajeros, los
inconvenientes en el tránsito de una ciudad son temas domésticos y sobre los
cuales la sociedad solo se queja, sin actuar sobre el asunto, aceptando las
excusas de los políticos, la supuesta sabiduría de los técnicos y la inercia
ideológica de los intelectuales de turno.
El reto es cuestionar, animarse a
dejar atrás la comodidad que propone la resignación y apelar a la creativa
fórmula de proponer variantes. Nada de lo que se hace hoy tiene que continuar
de igual forma. Si no satisface las expectativas, no resulta útil, ni resuelve
el problema, siempre merece ser fuertemente objetado hasta encontrar una
alternativa superior.
El pensamiento de esclavo invita
a la sociedad a la quietud del acatamiento. Ese proceder es nocivo y adictivo e
incita a reiterarlo hasta el infinito. La política contemporánea, astuta
observadora de las múltiples debilidades humanas, muestra allí lo peor de sí
misma, utilizando este mecanismo ruin para sus fines, con absoluta ferocidad y
falta de escrúpulos.
Es ella la que alimenta la
resignación e insiste señalando limitaciones falsas, esas que hacen suponer a
muchos que todo debe seguir igual. Es bajo ese paradigma que no modifican el
perverso régimen electoral imperante, ni están dispuestos a transparentar lo
que gastan con dineros públicos.
Se saquea a los que producen para
distribuir el resultado de su esfuerzo a los que parasitan. Es difícil entender
la lógica de los generadores de riqueza. Su actitud dócil para con el sistema
no tiene consistencia con su eterno esmero por progresar. Son ellos tal vez los
que tienen más responsabilidad en esta etapa. Si pudieran dejar de ser
pusilánimes, posiblemente otro sería el presente.
La política mal entendida,
apuesta a que la sociedad acepte, sin protestar, todo lo que ocurre y solo deba
bajar la cabeza frente a los atropellos cotidianos. Ellos saben lo que hacen,
por eso insisten con esta receta que les ha dado resultado. Concentran el poder
en sus manos y convencen a la sociedad para que todo siga funcionando así, como
hasta ahora.
El problema no es la política,
tampoco sus dirigentes. El tema es bastante más simple. Esto continuará del
mismo modo hasta que la sociedad no reaccione con inteligencia y coraje para
abandonar definitivamente esa arraigada vocación de súbditos.