Por Andrea Palomas Alarcón
Lejos del inmortal “Yo
acuso” de Emile Zolá, en estos tiempos de temples tibios, la acusación
esconde su ruda faz tras el disenso.
Un grupo de periodistas (y otras yerbas) manifestaron
su hipócrita disenso contra un editorial del diario La Nación que hablaba con
toda cordura y soltura de la venganza que se implantó como “política de Estado” a partir del kirchnerismo.
Tras la excusa del “disenso”,
una operación de prensa bien montada y orquestada, bien disciplinada: todos los
soldaditos al mismo tiempo, más o menos el mismo mensaje. Todos por Twitter.
Incluso aquellos que han escrito para el mismo diario más o menos las mismas
líneas sobre la venganza y la injusticia que mencionaba el Editorial.
Yo disiento con los periodistas que disienten, porque
una cosa es disentir y otra muy distinta es escrachar. El diario que les paga
el sueldo nunca les bajó línea ni les indicó que disentía con esto o con
aquello que los periodistas escribían. Y sin embargo pudo haberlo hecho porque
disentir es sentir distinto, con amabilidad y blandura, con argumentos. Pero no
lo hizo, porque tuvieron la libertad para expresarse, libertad que hoy le
niegan a La Nación. Porque de eso se trata, de que no se hable más del tema. De
la moción de censura y escarmiento.
En 140 caracteres sólo se puede denunciar. Si es al
unísono, operar, escrachar pero no disentir. No leí ningún argumento de
Alconada Mon ni de De Vedia ni mucho menos de los otros.
También disiento con el diario La Nación porque se
negó a publicar las cientos, tal vez miles de cartas que apoyaron el Editorial.
Me consta. Sus directivos querían terminar con la polémica. Este es el tipo de
operación que los argentinos hemos sufrido tantos años, de un lado nos atacan
sin fundamentos y cuando queremos oponer argumentos al ataque, el periodismo
nos silencia, en nombre de una paz boba que sólo genera más inquina.
Pero más que con unos o con otros disiento con la
carta que el Episcopado envió a La Nación manifestando su “sorpresa” por el mismo Editorial. El disenso de los Obispos, en
este caso, apuntaría a que el Editorial no trata el tema con la profundad
debida.
Aunque Iglesia somos todos los fieles, en mi condición
de simple católica exigua les pregunto a mis Pastores ¿cuándo han tratado
ustedes el tema con mayor profundidad? La carta que envían a La Nación nos
recuerda una serie de frases corteses que se deslizan sobre el hielo de la
indiferencia por encima de los cientos de muertos y encarcelados como si no
existieran. ¿Cuándo han mencionado el nombre de pila de uno solo de ellos?
En estos tiempos escandalosos, en los que la Iglesia
nos otorga tantos permisos a los fieles, voy a utilizar los míos para disentir
con su prolongado y doloroso silencio. “Un
silencio que aturde” decía uno de nuestros queridos Abogados por la
Justicia y la Concordia. Un silencio que mata, digo yo, con menos caridad que
decisión.
La Iglesia, estimados Obispos, debió haber roto ese
cerrado silencio hace mucho y no venir a criticar a los que, como el diario La
Nación, han levantado su voz por los que no tenían voz, muchas veces en
soledad.
La Iglesia tenía la obligación de haber denunciado el
drama humanitario que significó y significa el encarcelamiento de más de dos
mil personas, muchas de ellas ancianas y enfermas. Mártires. Hombres y mujeres,
civiles y militares, jueces, sacerdotes que permanecen en prisión sin contar
con los más mínimos recaudos para asegurar su vida, su salud y su decoro.
Personas discriminadas que carecen de los mismos derechos que se le aseguran a
otros presos, como estudiar o ser trasladados para ver a una madre moribunda o
asistir al casamiento de un hijo.
Algunos podrían afirmar que la Iglesia no debe opinar
sobre cuestiones tan temporales como si en nuestro país hubo una guerra o no.
Yo disiento con ese pensamiento, creo que la Iglesia que bendecía las tropas
cuando iban a pelear al Monte Tucumano bien podría tener una posición tomada.
Pero lo que ningún obispo o sacerdote me pueden
discutir, aunque yo no sea más que una católica incompleta, con más esfuerzo
que mérito, con menos formación que voluntad es que la Iglesia no podía ni
puede mantenerse en silencio frente a la hecatombe humanitaria que implica
mantener en prisión a miles de personas viejas y enfermas. Eso no me lo discute
nadie. La Iglesia debió haber hablado, con profundidad o sin ella, hace mucho.
Y no me cuenten que realizó buenos oficios en tal o cual caso, que acercó
voces, que influyó en funcionarios desde la oscuridad y el anonimato. La
Iglesia debió haber hablado públicamente, debió haber gritado en las plazas
públicas que se estaba matando gente en prisión. Debió decir que el gobierno de
la venganza se negaba a asistirlos, de viva voz y a la luz del día, sin
esconderse de nada ni de nadie porque para eso está la Iglesia, para ser la voz
de Cristo sobre la tierra y tengan por seguro que Cristo no se habría callado
la boca, ni se habría puesto del lado del poder, ni habría abandonado al
enfermo, al preso o al sufriente.
Unas palabras de la Iglesia nos habrían ayudado mucho
cuando el capitan Scheller pesaba 40 kilos y se negaban a internarlo, o cuando
el comisario Alais no fue evacuado a un hospital pese a que el médico del módulo
penal lo pidió insistentemente; o cuando al comisario Becerra le fueron
cortando en rebanadas primero sus pies, luego sus piernas putrefactas por la
gangrena, sin que le suspendieran un solo día la asistencia a juicio o, ahora
mismo, en favor del subcomisario Patti quien se encuentra postrado e
imposibilitado de recibir la terapia que la ONU ha dictaminado que le debe ser
provista.
La voz de la
Iglesia, defendiendo una causa humanitaria, no pudo haber sido cuestionada por
nadie y habría sido un importante cambio para los perseguidos. Al menos, habría
sido un alivio espiritual y un consuelo para ellos y sus familias. Sentir la
comprensión de sus pastores habría sido reconfortante para los presos políticos
que en su mayoría profesan la Fe Católica.
¿Ven sus Excelencias lo que se saca de darle
libertades a estas ovejas deslenguadas? Que un buen día, cuando menos se lo
esperan, les decimos unas cuantas verdades que nos muerden el corazón y sin el
menor sentimiento de culpa.
Alivian mi conciencia la tranquilidad de espíritu de
no haberme callado nunca ante la injusticia y mi gratitud eterna al diario LA
NACION que siempre estuvo del lado de aquellos a quienes se les negó todo
derecho, en nombre de los Derechos Humanos.
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