14/09/2016
Por
Mauricio Ortín
Aun
cuando, que yo sepa, nadie haya hecho el cálculo, estoy convencido de que la
Argentina ostenta el índice más alto del mundo per cápita de reparticiones y
empleados públicos de derechos humanos. La nación, las provincias y los
municipios capitalinos e importantes cuentan, cada uno, con su propia “oficina de derechos humanos” y el
necesario presupuesto. Una mochila muy pesada como para no tener en cuenta si
el sacrificio vale la pena o es excesivo. Lo que nos lleva a examinar
directamente, más que las intenciones, las actitudes y los resultados de la
política pública argentina sobre los derechos humanos. Puestos en tarea, lo que
inmediatamente salta a la vista es que, por lejos, la principal actividad a la
que está abocada es, por un lado, la persecución de los militares y policías
que actuaron en la guerra contra el terrorismo y, por el otro, la vindicación y
reparación económica del bando contrario de los subversivos que se alzaron
contra el Estado argentino. Un costoso aparato dirigido a continuar la guerra
de hace cuarenta años por otros y muy poco a ocuparse de cuestiones que urgen
en el presente. Que se haga con la complicidad del Poder Judicial sólo agrava
la calificación del despropósito. No es menor el hecho de que los principales
cargos hayan sido ocupados por personas que tienen una visión contaminada por
el dolor, la venganza o la ideología (familiares de terroristas desaparecidos,
ex terroristas, perseguidos por el gobierno militar, etcétera). Haber sufrido
cárcel, exilio, o tortura por pertenecer al ERP o a Montoneros, las bandas que
pretendían llegar al poder violando los derechos de los que se interponían en
su camino no extiende de suyo el título de idóneo en derechos humanos. Ni Luis
Duhalde ni Rodolfo Mattarollo, dos conspicuos terroristas de los ’70 que
ocuparon cargos de la Secretaría en cuestión, expresaron acto de
arrepentimiento alguno. Es posible concluir, entonces, que la concepción
subversiva setentista ejecutada al pie de la letra, respecto de que había que
eliminar a los empresarios y a las FF.AA., sigue aún vigente en ellos. Así las
cosas, a nadie debería extrañar que la Secretaría de Derechos Humanos, en lugar
de la piadosa tarea de velar por los derechos humanos de todos, se presente
como querellante solamente contra algunos. Una cosa es denunciar y otra es querellar.
¿A quién acude un individuo que entiende que el Estado, a través de la
Secretaría de Derechos Humanos, le viola esos mismos derechos? ¿Y qué cobertura
le brinda dicha Secretaría a este individuo que la acusa? Procedente sería, tal
vez, querellar al Estado que viola en el presente los derechos humanos el doble
y contradictorio rol de querellar y asistir al imputado de lesa humanidad no
resiste el menor análisis teórico y, lo que es más grave, los hechos corroboran
que se trata de absurdo que oculta el
avasallamiento del individuo por parte del Estado. Por ejemplo, es claro cómo,
cuándo, dónde y quiénes, desde la Secretaría, se ocupan de perseguir a los
acusados de lesa humanidad; no así, en cambio, cómo, cuándo, dónde y quiénes,
desde la Secretaría, se los asiste en los cientos de denuncias por violación de
los derechos humanos que estos cometen. Una legión de letrados y psicólogos,
entre otros, remunerados por el Estado y distribuidos en todo el país con la
función perseguir. A los perseguidos, ni agua. Peor todavía, los alegatos de
los que representantes de la Secretaría en los juicios tienen el cruel objetivo
común de solicitar condenas sin pruebas y prisión efectiva en cárcel a los
condenados mayores de setenta años. No hay un solo Secretario de Derechos
Humanos de la Nación, de las provincias o de los Municipios que haya usado un
minuto de su gestión en visitar a los presos de lesa humanidad, denunciado
prisiones preventivas ilegales y protestadas por la violación del principio de
legalidad. Por otro lado, ¿cómo se explica que a pesar de que el Estatuto de
Roma incontrovertiblemente así las tipifica, la Secretaría no denunció un solo
caso de las miles de violaciones de derechos humanos perpetradas por las bandas
subversivas? Para la Secretaría, el que Horacio Vertbisky haya puesto una bomba
que asesinó veintitrés personas no constituye un desmérito sobre su más
importante asesor de la última década y, menos aún, para querellarlo por crimen
de lesa humanidad. Blaquier, Levin, Aleman y otros, aunque no estén acusados de
crímenes equivalentes a los del “Perro”,
la Secretaria los tilda de genocidas.
En
pleno aniquilamiento de la oposición rusa por parte del gobierno bolchevique un
revolucionario escandalizado por el terror desplegado, dijo a Lenin:
- ¿Por qué nos
molestamos en tener una Comisaría de Justicia? ¡Llamémosla la Comisaría para el
Exterminio Social y que actúe de esa manera!
Lenín,
contestó; -¡Bien dicho, así es como
debería llamarse, pero no podemos decirlo!
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