El análisis de James
Neilson sobre el debate por la ley que beneficia a represores presos reabre las
heridas de los ’70.
Por James Neilson
Mugre. El debate por la ley que beneficia a represores presos, graficado por Pablo Temes. |
Muchos violadores,
ladrones y asesinos comunes beneficiados por el “dos por uno” no tardarán en reincidir, pero es casi nula la
posibilidad de que lo hicieran los militares encarcelados por crímenes de lesa
humanidad que quisieran aprovechar un fallo reciente de la Corte Suprema que
los pondría en pie de igualdad con los demás delincuentes. ¿Por qué, pues,
cerraron filas virtualmente todos los políticos, luchadores sociales,
comentaristas y presuntos defensores de los derechos humanos del país para
denunciar lo que tomaron por un golpe demoledor asestados por el tribunal a la
democracia, la convivencia civilizada y el Estado de derecho, uno que amenaza
con retraernos a los días más oscuros de la dictadura? ¿Temen que si algunos
ancianos terminaran sus días bajo prisión domiciliaria tambalearía la democracia?
¿O es que entienden que hay que culpar sólo a los militares por la catástrofe
de los años setenta del siglo pasado a fin de minimizar el aporte de tantos
miembros de la corporación política?
En el caso de los
izquierdistas, peronistas K y profesionales de los derechos humanos, el motivo
de la indignación que dicen sentir es evidente: quieren hacer pensar que, una
vez más, la Argentina ha caído en manos de fascistas disfrazados de liberales.
Para más señas, muchos odian a los milicos a menos que sean buenos
revolucionarios como los comandantes Hugo Chávez y Fidel Castro.
También es evidente
en el caso de los macristas; saben que no les convendría en absoluto brindar la
impresión de estar dispuestos a solidarizarse con quienes, más de cuarenta años
atrás, participaron de la represión ilegal, razón por la que María Eugenia
Vidal, Marcos Peña y otros reaccionaron con vehemencia insólita frente a lo que
este calificó de “un símbolo de la
impunidad”. Ellos sí son tan derechos y humanos como el que más.
Tanta firmeza se
justificaría si hubiera camarillas militares, apoyadas por sectores civiles
importantes, que se prepararan para restaurar el Proceso, pero se trata de un
peligro que sólo existe en la imaginación febril de personajes que sienten
nostalgia por la violencia política de otros tiempos. Si bien el país tendrá
que enfrentar muchos riesgos en los años venideros, el planteado por la
eventual resucitación del partido militar no figura entre ellos. Por fortuna,
los militares mismos, con la excepción notable del general César Milani que
cuando aún estaba en libertad se proclamó nacional y popular a fin de
congraciarse todavía más con Cristina, aprendieron mejor que nadie que es
desastroso permitir que las Fuerzas Armadas se politicen. Además de tentarlas a
emprender aventuras insensatas, la politización destruye la disciplina interna.
Desde mediados de
1982, a los militares del Proceso les ha tocado desempeñar un papel antipático
pero, quizás, necesario para que la democracia se consolidara: el de ser los
más malos de todos, sujetos que son más despreciables que los delincuentes más
viles o los corruptos más codiciosos. Son apenas humanos, de ahí el repudio
concertado a la idea de que les corresponda compartir derechos que en teoría
deberían ser universales.
Después del derrumbe
de la dictadura que siguió a la derrota en la brevemente festejada guerra de
las Malvinas, muchos que hasta entonces la habían aceptado sin quejarse por
suponer que la alternativa sería peor buscaron motivos para darle la espalda.
Muy pronto, se formó el consenso de que los militares y sus auxiliares se
habían apropiado de un país inocente contra la voluntad de la inmensa mayoría
de sus habitantes.
¿Fue así? Claro que
no. En la década protagonizada inicialmente por la juventud maravillosa, la “burocracia sindical” y la Triple-A,
muchos creían que un régimen militar serviría para poner fin a la violencia
política que cobraba tantas vidas. No les importaba la “metodología”; querían la ley marcial, con todo cuanto implicaba, o
algo muy parecido.
El principio según el
cual los militares que delinquieron en el marco de la guerra sucia merezcan ser
tratados con muchísimo más severidad que los terroristas civiles se basa en que
los primeros eran estatales mientras que sus enemigos pertenecían al sector
privado. Se trata de una distinción que a veces ha reivindicado la Corte
Suprema local pero que no rige en otras partes del mundo, donde suele darse por
sentado que bandas de terroristas civiles son perfectamente capaces de cometer
crímenes de lesa humanidad que deberían considerarse imprescriptibles.
Felizmente para ciertos veteranos montoneros, nunca consiguieron el
reconocimiento internacional como parte beligerante de una guerra civil que
buscaban.
La diferencia de
enfoque se debe exclusivamente a que aquí es minúsculo el peso político de
aquellos simpatizantes de la dictadura militar que se animan a levantar la voz,
mientras que “los idealistas” que,
después de alzarse en contra del gobierno constitucional se imaginaban capaces
de vencer a las Fuerzas Armadas en una guerra no convencional, cuentan con
legiones de admiradores ruidosos bien ubicados en los mundillos político,
judicial y cultural, que ven detrás de cualquier intento de garantizar un poco
de orden un plan siniestro de “la derecha”
para reanudar la guerra sucia. En el campo de batalla político, recuperaron
buena parte lo que habían perdido, a un costo terrible, en el militar.
Es para esquivar la
acusación de que sienten cierta simpatía por el Proceso que los dirigentes de
Cambiemos –personas que de militaristas no tienen nada–, están afirmándose
sumamente indignados por la decisión de tres de los cinco jueces de la Corte
Suprema de incluir a un militar preso entre los beneficiados por el dos por uno
que ha acortado su estadía en la cárcel. No es la primera vez que algo así ha
sucedido; en 2013, con Cristina en la Casa Rosada, la Corte se negó a vetar un
fallo similar por un tribunal inferior, pero puesto que a nadie se le ocurrió
ensañarse con el gobierno kirchnerista por permitir tamaña barbaridad, el
asunto cayó rápidamente en el olvido.
Es lógico que la
clase política en su conjunto no quiera que nadie ponga en duda la doctrina
según la cual la tragedia de los setenta no fue culpa suya. A pesar de los
muchos años que han transcurrido, aún le parece imprescindible que la gente
crea que los militares fueron los únicos responsables de lo que sucedió; saben
que es uno de los fundamentos de la democracia. Por razones distintas,
comparten tal actitud los muchos que se han sentido atraídos por sueños
supuestamente revolucionarios.
Aunque puede
entenderse el deseo de los políticos y otros de pasar por alto lo hecho,
consciente o no, por ciudadanos respetables para que el país sufriera un baño
de sangre, la verdad es que los militares contaban con decenas de miles de
cómplices, comenzando con los terroristas mismos que les suministraron
pretextos muy convincentes para apoderarse del gobierno del país. Fue en buena
medida gracias a los crímenes políticos perpetrados a diario que, al concretarse
el golpe de marzo de 1976, muchos dirigentes partidarios le dieron la
bienvenida. Suponían que sería de su interés permitir que las fuerzas armadas
se encargaran no sólo del “trabajo sucio”
que precisaría una economía que experimentaba otra de sus convulsiones
esporádicas sino también de la lucha contra la subversión violenta que, no lo
olvidemos, distaba de ser un asunto meramente anecdótico.
En cuanto a los
sindicalistas, pudieron haber tratado de defender lo que quedaba de la
democracia ordenando una huelga general por tiempo indeterminado. Optaron por
acompañar al nuevo régimen. Así pues, por debilidad, cinismo o temor, los “políticos civiles” cometieron el error
imperdonable de cohonestar la toma de la suma del poder por los jefes de lo que
en todas partes es una máquina de muerte que, en sociedades de pretensiones
democráticas, siempre se encuentra subordinada al poder civil. ¿Previeron las
consecuencias de lo que hacían o no hacían? Por lo menos algunos habrán
entendido que, instalados en el poder, los militares actuarían como militares,
no como miembros de una ONG progresista.
En amplios círculos
es habitual dar a los terroristas el beneficio de todas las dudas concebibles,
como si con escasas excepciones fueran jóvenes generosos que querían vivir en
un país mejor, si bien uno que, a juzgar por lo que decían los ideólogos de las
diversas formaciones especiales, hubiera tenido mucho más en común con la Cuba
castrista, cuando no con la Camboya de Pol Pot, que con Suecia o Dinamarca.
¿Y los militares, integrantes
de organizaciones en que es necesario que todos obedezcan sin chistar órdenes,
por atroces que a algunos les parezcan? Conforme al consenso existente, hay que
tratarlos como si hubieran sido civiles libres acostumbrados a discrepar con la
superioridad en nombre de un código de conducta que es incompatible con la
disciplina castrense, pero los ejércitos no son instituciones democráticas.
Tienen que ser dictatoriales. Cuando se enfrentan con enemigos externos, tal
característica no les ocasionará demasiados problemas, pero si el enemigo es
interno, a menos que el poder político los tenga bien controlados, violarán
sistemáticamente los derechos humanos. Es su oficio. Como advertía San Martín: “El ejército es un león que hay que tenerlo
enjaulado para soltarlo el día de la batalla”. Desgraciadamente para el
país, generaciones de políticos no prestaron la debida atención a sus palabras.
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