Autor: Alejo Fernandez Perez
Sin venir a cuento, en medio de una conversación intrascendente, un amiguete nos suelta: “Es que yo soy ateo”. “Bueno, ¿y a nosotros qué? Como si quieres ser budista, musulmán o del Real Madrid”, contesta otro contertulio. El ateo empezó a desinflarse al notar nuestra indiferencia por su postura “religiosa”, de la que parecía querer presumir. Con este motivo, el personal se enzarzó en una discusión variopinta, con un vocabulario de andar por casa, y sin meterse en profundidades filosóficas o teológicas. Como el grupo era de un nivel cultural medio-alto, las ideas barajadas pudieran interesar a más de uno:
Quedó claro que ateo es el que no cree en la existencia de Dios. "Demostradme que Dios existe", exigió el ateo. "Demuéstranos tú que no existe", le replicó otro. Demostrar “racionalmente” la existencia de Dios al modo de las ciencias exactas es imposible, pero más imposible aún es demostrar que no existe. Para el creyente Dios está fuera del tiempo y del espacio, por tanto no existe como existen las demás cosas, pero existe, y se manifiesta en esas cosas. El descreído, en cambio, excluye de sus consideraciones lo que no está en el tiempo ni en el espacio.
Lejos de mi, intentar convencer a nadie “con razones“ en temas de religión, política partidista o forofos de fútbol, sería perfectamente inútil. En estas materias o nos convencemos solitos o no nos convence nadie. Nos limitamos a poner encima de la mesa algunos razonamientos, siempre deficientes, por si les sirven a alguien.
El ateo corriente es un creyente con una fe: cree que “lo existente se explica por sí mismo”, cosa que la ciencia no ha justificado nunca. Cualquier encadenamiento de razones aboca siempre a principios indemostrables, y las mismas matemáticas, se levantan sobre postulados o proposiciones cuya verdades son indemostrables. Si la ciencia se basa en principios indemostrables, ¿por qué exigimos demostración para aceptar la existencia de Dios? ¿No es suficiente la observación de las maravillas del universo o de los seres que lo habitan? ¿No son suficientes los millones de almas que viven sólo por y para su Dios? ¿Están todos equivocados? Mire uno a donde mire aparecen los indicios de Dios: Iglesias, Catedrales, cruces en los caminos, libros, cuadros, poesía, música; además, lo sentimos en nuestro corazón. Chesterton afirmaba que “cuando un hombre deja de creer en Dios, pasa a creer en cualquier cosa”. Vista la experiencia, algo de verdad debe de haber en el aserto.
La fe tiene poco que ver con la razón, sobrepasa a esta, así que no perdamos el tiempo intentando demostrar con lógica las verdades de ninguna religión. Si en la tierra desconocemos casi todo: no sabemos lo que es la electricidad, el átomo, la fuerza, el hombre, la paloma... significa que desconocemos y no conoceremos jamás la verdad última de cualquier ser o fenómeno. Otra cosa es que conozcamos y aprovechemos algunas de sus propiedades como las de la electricidad o la fuerza. El hombre no puede obtener la fe por sí mismo. La da Dios a quien la pide con humildad. El ateísmo, desde hace miles de años, se debate entre un “no” que le deja insatisfecho y un futuro sin ninguna luz. Su raíz es negativa: ¡No! Y sobre esta raíz no crece la hierba.
San Agustín decía que “El hombre es un saco de deseos”. Desde el principio de la Historia, el sentimiento religioso ha frenado esa tendencia a los deseos: no matar, no mentir, no cometer actos impuros... Las restricciones y los mandatos positivos: “Amarás a Dios y a los hombres” aparecen como mandatos de Dios.
Negar a Dios implica serias consecuencias imprevisibles:
a) Si no hay Dios, si Cristo no existió, si sus Evangelios no son válidos, si sus mandamientos no obligan; entonces ¡todo es posible! Eliminado el sentimiento de Dios, desaparece el de culpa, y con él, el deber de autocontención. Los deseos de uno tropiezan con los de otros, exponiéndose a represalias. Además los cristianos tendríamos que reformar dos mil años de historia.
b) Nadie puede comportarse del todo como si no hubiera Dios. Pues los deseos desatados de cada uno chocan con los ajenos, y su satisfacción exigiría tiranizar al prójimo. La sociedad se convertiría en el albergue del crimen generalizado. Por otra parte, los deseos liberados provocan, con su multiplicidad y contradicción entre ellos, un aumento paralelo del temor y la angustia, hasta desgarrar la psique del individuo.
c) En democracia se pueden imponer normas que regulen las relaciones humanas. Sobre este problema ha girado gran parte del pensamiento occidental. Pero las normas, quitado su referente religioso, serían meras convenciones sociales, que se pueden poner, quitar o cambiar. Las normas divinas son esencialmente eternas. El hombre débil aceptaría las convenciones, por miedo a la sanción social, pero el hombre fuerte y audaz podría rechazarlas. Podría recurrir a la violencia. Al no tener las normas otra base que la convención, salta a la vista la posibilidad de sustituirlas por otras arbitrariamente. Pero Cristo dijo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” . Cuando se prescinde de El, desaparece el norte para nuestras brújulas morales, y la angustia existencial se apodera de los hombres y mujeres de hoy.
d) El relativismo sobre lo que es verdad o no, bueno o malo, bello o feo del pensamiento actual, ha conducido en gran parte al alejamiento de Dios. La verdad absoluta no existiría, los medios de comunicación han certificado su defunción. Sin embargo, hay verdades absolutas: 2+2=4; Cristo existió; además, el relativismo presenta una contradicción insuperable. Cuando se dice “Todo es relativo” se expresa una afirmación de carácter absoluto. Si aseveramos que “todo es relativo”, entonces la misma frase es relativa y queda sin significado; se autodestruye, perdiendo su validez. Como la civilización judeo-cristiana, occidental o europea está empapada de cristianismo, la negación de Cristo obligaría honestamente a sustituirla por otra civilización. ¿Por cuál?
e) En realidad, los ateos integrales son y han sido muy pocos a lo largo de la historia. Personalmente no creo que no crean en un Dios, sino que no quieren creer, pues ello conduciría a unos cuantos a cambiar de forma de vida, a lo cual muchos no estarían dispuestos. No creen hasta que los atenaza la desgracia o se les aproxima la muerte; entonces, casi todos levantan sus ojos al cielo o piden confesión. Los ejemplos son numerosos.