Por
Mauricio Ortín
Que sea la inflación y, también, qué o quiénes
sean los responsables del aumento de los
precios es algo que ya debiéramos haber aprendido los argentinos. Sin embargo,
es evidente que no es así porque, como los piojos, ella siempre vuelve.
Fenómeno generalizado en el mundo, en nuestro caso particular, la inflación
casi se podría decir que forma parte del “ser
nacional”. Tanto es así, que la breve tregua de estabilidad monetaria del Plan de Convertibilidad de Domingo Cavallo
es aborrecida por la mayoría de los argentinos –especialmente por los políticos– como una época maldita. La inflación no es
una desgracia natural e inevitable que sobreviene cual tsunami o terremoto. Es
un fenómeno estrictamente humano y, por ende, dependiente de la voluntad e
inteligencia para organizarse de los actores sociales. Los disímiles índices
inflacionarios comparados unos con otros o consigo mismos en el transcurso del
tiempo lo corroboran. Sufrir en carne propia la inflación y, más propiamente,
la hiperinflación, ha servido para inmunizar a países de padecerla otra vez; es
el caso de Alemania. No así, como es evidente, el de la Argentina donde se
instaló hace tiempo como enfermedad endémica sin vacuna ni cura que valga. Es
que, para curarse, primero hay que saber que se está enfermo y, luego, de qué
se está enfermo. Un buen diagnóstico nunca se formula desde la pura teoría y sin observar al
paciente. Más bien, aquél surge de la
observación y descripción de la enfermedad (la inflación) tal cual se muestra y
sin preconceptos ni intereses que oscurezcan el objeto analizado. No proceden
así, según mi modesto entender, los que opinan con las anteojeras ideológicas
marxistas, estatistas y/ o populistas. Para el marxismo, sin importar las
circunstancias históricas específicas, la responsable de la inflación y de todos los males que sufren
los trabajadores es la clase capitalista de los empresarios; el Estado burgués
conformado por los políticos es sólo el instrumento que legaliza la expoliación
y la represión a los expoliados rebeldes.
El populismo, variante ligth
del marxismo, sostiene lo mismo salvo
respecto de que el Estado –especialmente, cuando ellos tienen el poder–
es el instrumento de los grupos de poder capitalista. Según ambos, el poder
político por su lucha a favor del pueblo es una víctima más de los capitalistas
que suben los precios en su insaciable afán de lucro. Marxistas y populistas
coinciden en que los responsables de la inflación son los poderosos grupos
empresarios. Pero hay otra explicación del fenómeno inflacionario y es la que
adjudica la responsabilidad total al Estado usurpador, que se inmiscuye en lo que debieran ser las libres relaciones
de intercambio de bienes y servicios entre los ciudadanos. Para entender mejor
la cuestión es oportuno definir que, para el liberalismo, los actores de la
economía de un país son esencialmente dos: por un lado, los ciudadanos
(empresarios y obreros que producen riquezas o servicios por fuera del Estado)
y, por el otro, el Estado propiamente dicho; es decir, los políticos que
ejercen el poder de gobierno y su
burocracia. Los primeros, que con sus impuestos sostienen a los segundos, en
contraprestación deberían tener razonablemente garantizados sus derechos constitucionales elementales.
Ahora
bien y yendo al grano, supongamos el escenario en que los particulares, sean
estos albañiles, empresarios sojeros, comerciantes, médicos o lustrabotas,
deciden en prodigiosa unanimidad aumentar un cien por cien el precio de sus
productos o servicios. Supongamos también que la cantidad de dinero circulante
en ese momento es de cien millones de pesos. Pues bien, el efecto matemáticamente
necesario y resultante será que la gente sólo podrá comprar la mitad de los
bienes que se ofrecen. El dinero no alcanzará para más y, como es obvio, además
del consumo repercutirá en una menor demanda de trabajo y de inversión. El
Estado debería reaccionar en consecuencia emitiendo cien millones de pesos más
para equilibrar los precios y así salvar
de la ruina económica colectiva e individual a los millones enajenados que se
las arreglaron para consensuar semejante locura.
Supongamos
ahora la situación exactamente inversa. La del Estado que, al mismo tiempo que
exige un congelamiento de precios de todos los bienes y servicios de los
particulares, emite sin respaldo cien millones de pesos más sobre los otros
cien que ya circulan. El resultado de esta simple maniobra de convertir su
voluntad en ley es que el Estado (los gobernantes) se quedaría con el cincuenta
por ciento de la riqueza de lo producido por los particulares. Ante semejante
situación la única manera que tienen los afectados de salvar parte de su
propiedad es subir lo antes posible los precios de sus productos y servicios e
intentar equilibrarlos proporcionalmente con la emisión monetaria estatal.
Muchos economistas llaman a esta decisión de política económica “impuesto inflacionario”. Ello porque de
hecho es un pago encubierto que se hace al Estado. Un eufemismo más para no
llamar las cosas por su nombre; porque el término que mejor le cabe al “impuesto
inflacionario” es ROBO. Otros
que también le cabrían son SAQUEO Y
ATRACO ESTATAL.
Los
políticos inflacionistas, antes que los gestores de bienestar alguno, son los
verdaderos saqueadores de obreros y empresarios y de la ruina económica. Sólo
un Estado manirroto e irresponsable puede financiarle a Hebe de Bonafini una universidad o una fundación que se ocupa de
construir casas. Pero, eso no es todo; porque todavía hay que soportar el trato
de tarados con que nos agrede el “señor”
Capitanich cuando nos llama avaros,
inescrupulosos, especuladores y hasta vendepatrias a los que aumentamos los
precios del producto de nuestro trabajo o compramos dólares para defendernos de
la voracidad saqueadora de los kirchneristas como él.
Nosotros,
los vendepatrias y Capitanich, la patria (¡Dios mío! ¿Cuándo me despertaré de
esta pesadilla?)
NOTA:
Las imágenes y negritas no corresponden a la nota original.
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