Luis Alberto Romero
Como los personajes
de una novela sentimental, los políticos de la oposición y sus potenciales
votantes están hoy desencontrados, transitan por órbitas diferentes y llenan de
incertidumbre al lector que espera un final feliz. La dura pedagogía kirchnerista
ha enseñado a mucha gente a preocuparse por el destino de su voto, a mirar más
allá de beneficios inmediatos y a preocuparse por el rumbo del país. Esa
preocupación recorre hoy los ámbitos de la sociedad civil. Muchas asociaciones
convergen en una confederación que quiere unificar sus ideas y hacerse escuchar
por los políticos; círculos y clubes de intereses variados se vuelcan a
discutir proyectos para el país; ensayistas de todo tipo lanzan propuestas
desde las columnas periodísticas; hasta los empresarios tratan de mirar más
allá de sus miedos o sus intereses inmediatos. En cualquier diálogo cotidiano
aparecen la pregunta angustiada y el diagnóstico, a veces muy simple, y en
varias ocasiones los ciudadanos salieron espontáneamente a la calle para decir
basta y para reclamar “por una oposición unida, que piense en la Argentina que
viene y no en las próximas elecciones”, según se lee en una invitación que hoy
circula.
Del lado de los
políticos las cosas no son tan claras. Sin duda quieren darle forma a esta
aspiración, pero la política tiene sus reglas, y aun para negociar cada sector
necesita hoy fortalecer a su candidato, subrayar su singularidad, distinguirse
de los otros. No hay partidos bien estructurados, que puedan concertar acuerdos
sólidos, y tampoco hay una personalidad destacada, un líder democrático que
haga punta. La ley electoral obliga a importantes definiciones en mayo próximo,
y luego de las Paso de agosto no se podrán modificar las fórmulas.
Finalmente, el
ballottage establece que habrá dos ganadores: el primero y el segundo mejor.
Para un candidato opositor, es una tentación fuerte competir por las suyas y
alcanzar ese atractivo segundo lugar desde donde arrastrar al resto. No hay
dudas de que entonces podrá acordar con las otras fuerzas, dado el clima de
convergencia en la opinión. Pero será un compromiso mucho menos consistente que
un acuerdo electoral previo, en el que todos los firmantes subordinen su
destino personal al del conjunto y lo sellen con candidaturas comunes; eso es
un verdadero y sincero pacto democrático.
¿Qué impide a las
fuerzas opositoras alcanzar este acuerdo previo, que defina el alcance del
cambio y consolide la fuerza política para encararlo? Además de las
aspiraciones naturales de cada político, hay reservas y reticencias recíprocas.
Es común decir que los proyectos son distintos, que “la centroizquierda” no
puede marchar junto con “la derecha”, que no se puede “juntar el agua con el
aceite”.
La competencia
política es comprensible, aunque parezca un poco suicida. Pero la cuestión de
los proyectos diferentes es muy discutible. Es cierto que en muchas democracias
contemporáneas hay cuestiones divisivas claras, como por ejemplo el peso
relativo del Estado y el mercado. Pero en la Argentina no existen hoy ni Estado
ni mercado, y en su lugar tenemos gobiernos que destrozan el Estado y
empresarios que buscan rentas prebendarias. Son tal para cual. Para romper esa
relación colusiva y corrupta se requiere reconstruir un Estado fundado en la
ley, que fije las normas generales de un mercado competitivo.
En muchos terrenos
hay un largo camino que recorrer antes de poder encarar las opciones que hoy se
discuten en el mundo. Este camino inicial insumirá probablemente dos o tres
períodos presidenciales, y sólo podrá recorrerse con éxito si se suman fuerzas
diferentes. Si tienen éxito, al final de este camino podrán discutir sus
diferencias.
El nuevo gobierno
arrancará con una tarea difícil: salir del desquicio de la macroeconomía,
despejar la administración pública de la banda que la ha invadido y deshacer
buena parte de las leyes recientemente aprobadas. Habrá medidas poco populares,
sólo posibles para una fuerza política fuerte y cohesionada, dispuesta a
compartir los costos.
El resto, lo que hay
que hacer para la “Argentina que viene”, es a la vez claro y difícil. En primer
lugar, está la cuestión institucional. Hay que desandar el camino del
superpresidencialismo, restablecer la división de poderes, discutir un nuevo
pacto fiscal. Todo eso con un Poder Ejecutivo que, para ser creíble, deberá
renunciar, al menos gradualmente, a las prerrogativas acumuladas desde 1989.
Simultáneamente hay que reconstruir el Estado, que es la herramienta de los
gobiernos democráticos y la víctima de los gobiernos autoritarios. El Estado
argentino lleva décadas de decadencia, corroído por el decisionismo
presidencial y por las prácticas prebendarias y depredadoras. Nada de esto fue
inventado por el kirchnerismo, aunque sin duda fueron ellos quienes lo llevaron
a su etapa superior.
Hoy está en cuestión
el Estado de Derecho, que es la base legal de la convivencia nacional e
internacional. Están deteriorados los organismos de ejecución: los ministerios
y las dependencias y agencias, como el paradigmático Indec. El equipo de
funcionarios capaces y meritorios que supimos tener está diezmado o disperso,
la ética del funcionario es un recuerdo lejano y además hay que cargar con una
tropa de nuevos empleados. Hay un largo trabajo de reconstrucción, jalonado por
algunas decisiones drásticas, que sólo es posible si lo respaldada una fuerza
política asentada en un acuerdo previo.
Sólo un Estado en
forma puede encarar cada uno de los problemas que hoy son las grandes
preocupaciones: la seguridad, la educación, la corrupción. Uno de los problemas
mayores es la consolidación del mundo de la pobreza, con sus organizaciones y
liderazgos, sus normas, sus valores y sus formas de vida propios. Allí la ley
tiene presencia sólo relativa, y sus agentes, como la policía, son los primeros
sospechosos de su violación. Pero además es un mundo en el que mucha gente
obtiene grandes beneficios, desde los empresarios de La Salada hasta los
políticos que organizan la producción del sufragio, o más recientemente los
traficantes de drogas.
La pobreza plantea
opciones filosóficas, del “pobrismo” al “eficientismo”, que también podrían
dividir las aguas. Pero entre los políticos no hay grandes diferencias sobre
algunos cambios básicos e inmediatos, como materializar la presencia del Estado
en cada barrio con una escuela, una comisaría, una fiscalía, una salita
sanitaria, atendidas por personal honesto e idóneo. Para avanzar en la
reintegración social el Estado necesita potenciar los valiosos emprendimientos
voluntarios, meritorios pero dispersos.
Pero además hay que
deshacer las tramas corruptas que viven de la pobreza, cuyas ramificaciones
llegan muy alto. Poner en caja el mundo de La Salada, acabar con el trabajo
esclavo, la venta de mercadería robada y la evasión fiscal requiere, además de
suma pericia técnica, una fuerza política que sólo puede surgir de un acuerdo
categórico entre los partidos.
No hay dudas de que
estas propuestas básicas son compartidas por un sector muy grande de la
ciudadanía, que hoy podría formar una nueva mayoría si encontrara una adecuada
expresión política. Seguramente los políticos también concordarán con este
programa de acción general, con más o menos convicción quizá. Pero construir la
fuerza política que pueda impulsar este cambio de rumbo es mucho más que eso:
requiere un acuerdo político sincero, un compromiso no condicionado por las
encuestas o los resultados electorales. No es lo mismo acordar antes de las
elecciones que después. No lo es ni para el futuro gobierno ni para quienes
tenemos que sobrellevar más de un año
gobernados por quienes parecen querer llevarnos a la dictadura o a la
destrucción.
Los políticos deben
reflexionar a fondo sobre aquello del “agua y el aceite” y diferenciar las
tareas de la próxima década de los debates futuros, que ojalá podamos llegar a
tener. Pero además tienen que encontrar una forma de compatibilizar la natural
competencia de liderazgos y organizaciones, sin la cual no hay política, con la
urgente necesidad de construir un programa común que sea algo más que un
acuerdo poselectoral. Los plazos empiezan a apretarse.
Publicado en La
Nación, 14/10/2014.
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