Por Alejandro Poli
Gonzalvo
Un gobierno es
legítimo cuando se ha constituido de acuerdo con las instituciones aceptadas
por quienes integran una sociedad política (legitimidad de título o de origen)
y cuando el desarrollo de su acción de gobierno se cumple dentro de las
prescripciones normativas y las costumbres imperantes en ese orden político
(legitimidad de ejercicio).
La
teoría de la legitimidad alcanza su madurez en la era moderna de la mano de
John Locke, quien en sus “Dos tratados sobre el gobierno civil” se opone al derecho divino
de los reyes y en su lugar propone la teoría del contrato social. Locke parte de la premisa de que todos los
hombres son “libres por naturaleza,
iguales e independientes” y, por tanto, ninguno puede ser sacado de esa
condición de libertad natural sin su consentimiento. El contrato social es el
acuerdo mediante el cual un grupo de hombres libres decide asociarse en una
comunidad política. Esta comunidad se
gobernará, continúa Locke, bajo la regla de la mayoría: éste es el
principio de legitimidad de origen que dará lugar a la evolución de la
democracia como forma de gobierno por excelencia de la época moderna. Pero Locke establece otra condición
esencial: el gobierno de la mayoría tendrá legitimidad de ejercicio si
cumple con los fines del contrato original: preservar la vida, la libertad y la propiedad de los hombres.
Cuando estos principios básicos del contrato social se violan, cuando el poder
se torna absoluto y arbitrario o gobierna sin respetar las leyes establecidas o
no se dirige al bien común de la sociedad, cuando
el gobernante toma decisiones que la sociedad no ha consentido previamente, el
gobierno que así procede pierde su legitimidad de ejercicio y la sociedad tiene
el derecho de rebelarse. De este modo, Locke
da origen a la teoría del parlamentarismo moderno, que se expresó en
Inglaterra en la Revolución Gloriosa de 1688. El sistema parlamentario
democrático respeta la legitimidad de origen (obtenida mediante elecciones
libres) y es más flexible para asegurar la legitimidad de ejercicio, ya que un
gobierno puede ser cambiado sin cumplir su mandato original si la coalición que
lo respalda pierde la mayoría en nuevas elecciones parlamentarias o por
modificaciones en las alianzas de partidos. En cambio, el régimen presidencialista que predomina en nuestro país
tiene igual legitimidad de origen que el parlamentario pero no tiene
procedimientos que expresen una pérdida de legitimidad de ejercicio, excepto el
juicio político al presidente.
Luego de esta
introducción, corresponde preguntarse en sentido lockeano: ¿cuándo correspondería en un sistema presidencialista rebelarse frente
a un gobierno con legitimidad de origen pero cuyas acciones y políticas violan
los principios democráticos que juró respetar, perdiendo por completo la
legitimidad de ejercicio? No deberían ser muchos los casos en que ello se
promueva y deberían apuntar fundamentalmente a la violación de los principios
básicos de la división de poderes: el
cierre del Congreso o el no acatamiento de fallos de la Corte Suprema serían
ejemplos de violaciones inaceptables. Hacer
fraude masivo en las elecciones, encarcelar opositores, anular la libertad de
prensa, impedir el libre tránsito de las personas o hacer confiscaciones
masivas de bienes seguramente son extremos que justificarían la rebelión de los
ciudadanos.
Afortunadamente, en
la democracia argentina estas prácticas no se han verificado (aun cuando el
actual gobierno ha iniciado una grave tendencia en contrario al no cumplir
ciertos fallos de la Corte Suprema como la reposición del procurador general de
Santa Cruz o no otorgarle publicidad oficial al diario Perfil). Pero sí ha existido y existe una extendida
red de corrupción en la que muy pocos políticos pueden arrojar la primera
piedra. ¿Pierde su legitimidad de ejercicio un gobierno corrupto y habilita su
destitución sin esperar a las próximas elecciones presidenciales? ¿Incurre un
gobierno infectado de corrupción en una gravedad comparable con uno que
decidiera clausurar el Congreso o hiciera fraude masivo en las elecciones?
La teoría política no
ha profundizado en esta materia y no existen avales doctrinarios que abran la
posibilidad de destituir a un gobierno corrupto, como sí avalarían el derecho
de resistencia de los ciudadanos frente a un opresor por más que hubiera sido
elegido democráticamente. En algunas
naciones con una trayectoria democrática más extensa es la sociedad civil la
que condena al gobernante corrupto y lo fuerza a renunciar, quedando únicamente
el expediente del juicio político como acción constitucional válida en otras
sociedades, como la argentina, donde la presión de la opinión pública no tiene
ese peso ético.
8N |
Hoy los argentinos no
tolerarían a un líder elegido por elecciones democráticas que en el ejercicio
del poder se transformara en un dictador y dejara de cumplir con los preceptos
constitucionales. Pero si toleran con
mansedumbre una sucesión ininterrumpida de actos de corrupción desde que se
recuperó la democracia.
Mientras no nos
preguntemos si es legítimo un gobierno corrupto y dispongamos de conceptos teóricos
y de mecanismos constitucionales innovadores para combatir a los gobernantes
que se enriquecen desde el poder, será difícil erradicar este flagelo de la
sociedad. Necesitamos un nuevo Locke que se enfrente a la pandemia de la
corrupción como el Locke histórico se enfrentó al absolutismo. Entretanto, podemos comenzar esta búsqueda
de fundamentos afirmando que un gobierno corrupto no es legítimo.
Publicado en Río
Negro, 21/11/2014
NOTA:
Las imágenes y destacados no corresponden a la nota original.
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