Por Aníbal Guevara
El 10 de diciembre es
el Día Internacional de los Derechos Humanos, fecha en la que se conmemora la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, aprobada por la Asamblea
General de las Naciones Unidas. Sin embargo, en la Argentina la significación de esa fecha cobra mayor fuerza porque
el 10 de diciembre de 1983 asumió la presidencia del país Raúl Alfonsín,
después de más de una década signada por la muerte y el desprecio de estos
derechos.
Sin duda se intentó
durante ese gobierno que estos conceptos se incorporaran en la sociedad como
valores compartidos porque quizás así lograríamos dejar atrás el dolor de la
tragedia y se convertiría en lo mejor que podía ser, aprendizaje a partir de la
experiencia.
Transcurrieron
treinta y tres años de aquel 10 de diciembre, justamente la edad que tengo hoy,
toda mi vida hasta aquí. Me gustaría poder reconocer que se logró aquel
objetivo, pero no puedo, hace 10 años me
veo forzado a preguntarme, investigar y cuestionar justamente qué hicimos en
estos años con estos principios y me animo a afirmar que estamos muy lejos de
que se conviertan en valores de nuestra sociedad. Ni siquiera podemos
evidenciar que sean valores institucionales en nuestros gobiernos.
En junio del 2006 mi
padre fue acusado por primera vez en toda su vida de haber cometido violaciones
a los derechos humanos treinta años antes, durante el tiempo que, con 24 años,
el Ejército Argentino lo destinó como oficial en San Rafael, Mendoza. Ese fue
el momento en que quedó privado de su libertad y el comienzo de un terremoto
familiar que repercutió en todos los aspectos de nuestras vidas.
En 2010 conocí a un
grupo de hijos y nietos de imputados con el que trabajamos actualmente en la
asociación civil Puentes para la Legalidad.
Denunciamos las violaciones a los derechos humanos, la falta de garantías y las
violaciones al debido proceso en los que se conoce como juicios por delitos de
lesa humanidad.
Si
tomamos en consideración la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948,
podemos afirmar que el Estado argentino ha violado durante estos 11 años de
juicios, 16 de los 30 artículos declarados. Son los
artículos: 1º, de libertad e igualdad, 2º, no discriminación, 3º, derecho a la
vida, 5º, no penas crueles, inhumanas o degradantes, 6º, personalidad jurídica,
7º, igualdad ante la ley, 8º, tutela judicial efectiva, 9º, detención
arbitraria, 10º, tribunal imparcial, 11º, presunción de inocencia y aplicación
de la ley más benigna, 12º, respeto a la vida privada y las familias, 23º,
derecho al trabajo, 25º, derecho a la salud, 26º, derecho a la educación, 28º,
efectividad de los derechos, 30º, no exclusión de derechos.
Denunciamos esto toda
vez que nos encontramos con que los acusados quedan detenidos en el momento
mismo de la imputación y manteniendo prisiones preventivas que exceden
ampliamente los dos años que marca la ley. El promedio de prisiones preventivas
es de 5 a 8 años, llega a extremos de 14 años. Estas significan en sí mismas
condenas ilegales anticipadas en franca violación al principio de inocencia.
Se les aplica un
derecho paralelo a tal punto que los expedientes giran por los tribunales con
un sello rojo que dice "derechos humanos" para que los funcionarios
no se equivoquen en la forma de tratarlos y así aseguran las condenas,
independientemente de si existe prueba que inculpe al imputado en algún delito.
El 91,5% de los imputados que llega a juicio es condenado, en su mayoría con
penas de entre 15 años y cadena perpetua. Esto se contrapone a las estadísticas
de los procesos penales comunes, en los que, con pruebas y testimonios mucho
más actuales, el porcentaje de condenas no llega al treinta por ciento.
No importa el papel,
el nivel de responsabilidad y jerarquía, no importa si se prueba o no la
participación objetiva en delito alguno, sólo parecería importar tener
condenados.
Hay
364 [1]
fallecidos, muchos debido a las condiciones de detención, la burocracia
penitenciaria y el deficitario sistema de salud, o a la negligencia y el dolo
de los jueces y los secretarios. Esta situación se
agrava cada día porque la cantidad de muertes es exponencial por la edad de los
imputados y el deterioro generado en el tiempo transcurrido de las causas y las
condiciones de detención. Hay 223 presos en penales de más de 70 años, cuando
sabemos que las cárceles son deficitarias para la correcta atención médica de
la población que habitualmente promedia los 30 años. Considerando las
reglamentaciones vigentes y los requerimientos para los hogares de ancianos,
podemos afirmar que ningún penal está preparado para alojar a personas de más
de 65 años (cuidados de salud, traslados a médicos, dieta, ejercicios,
medicamentos).
Si
tomamos en cuenta la edad de los imputados y la cantidad de años de sus
condenas, vemos que son en realidad penas a muerte en prisión, lo que, al negar
la esperanza de volver a vivir libre, es considerado tortuoso por varios
tratados internacionales y absolutamente ajeno a nuestro espíritu
constitucional, que dice que las cárceles no son para
castigo sino para resociabilización. Esto sin contar con que los jueces
permiten insultos y tratos degradantes en las audiencias de juicios orales al
punto de haber hecho entrar a los imputados por donde estaban los familiares de
las víctimas y los militantes en algunos juicios, permitiendo huevazos, salivadas
y demás agresiones físicas.
Son comunes los
traslados intempestivos de penal sin importar la cercanía familiar, las
prohibiciones de trabajar intramuros e incluso la Universidad de Buenos Aires
les prohibió a los "imputados y/o condenados" de delitos de lesa
humanidad la participación en los programas universitarios y los jueces lo
avalaron.
En nuestro camino de
denuncia hemos enfrentado mucho silencio y una enorme cantidad de prejuicios,
desde que la defensa de los derechos de nuestros padres y abuelos era una
suerte de reivindicación de los horrores cometidos en la dictadura, hasta la
renovación del tristísimo "algo habrán hecho".
Dicen que hay cultura
no donde hay experiencia sino donde la experiencia puede ser pensada y quizás
estos silencios y estos prejuicios, muchas veces convertidos en dogmas, evitan
que aprendamos todo lo posible del dolor vivido y, a juzgar por nuestra experiencia
de estos años, han evitado convertir en valores a los derechos humanos, que
ciertamente se han desnaturalizado.
Estos son derechos
que verdaderamente se ponen en juego cuando debemos defender a quienes son
diferentes a nosotros, defenderlos con los que vemos parecidos o que creemos
que piensan como nosotros no representa ningún conflicto.
Tenemos
que dejar de pensar y sentir en términos de amigo y enemigo, es necesario que
en esta nueva etapa hagamos pie en la institucionalidad, el cumplimiento de la
ley y los derechos humanos de todos los ciudadanos.
Ese puede ser el puente que nos acerque para que, en lugar de grieta, les
dejemos a nuestros hijos un legado de inclusión y respeto por el prójimo,
entendiendo la universalidad de los derechos humanos, tal vez entonces podremos
profundizar y completar el ciclo iniciado el 10 de diciembre de 1983.
[1] Al día
de la fecha la cifra es de 385 fallecidos, de los cuales 44 se han producido
desde el 10/12/2015 en adelante.
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