¿Cómo deberíamos
considerar a EI, un ente nacido a fines de 2013 y con presencia destructiva hoy
en al menos 18 países?
Muchas cosas se han
perdido en nuestra Argentina. Una de ellas, ciertamente preocupante, es el
control de sus extensos espacios territoriales frente a diversas amenazas. Se
han debilitado al extremo los instrumentos normalmente usados por un gobierno
para controlar el orden público: disuadir, evitar el delito y garantizar la
seguridad de sus ciudadanos en el marco de la ley y el Estado de Derecho.
Se ha perdido el
control del espacio aéreo por insuficiencia de radares y la carencia de una
dotación mínima de aviones interceptores, además de la falta de una legislación
eficaz para disuadir a quienes vuelan ilegalmente sobre nuestro territorio. Se
ha perdido el control del espacio marítimo por los escasos medios asignados
para patrullaje y reprimir e impedir la pesca ilegal. Como consecuencia de la
creciente inseguridad en nuestros centros urbanos, el involucramiento cada vez
mayor de la Gendarmería la ha convertido prácticamente en una nueva policía,
pero al precio de un deterioro mayor del control fronterizo, que siempre fue su
principal misión. Son esas frágiles fronteras, terrestres, aéreas, fluviales y
marítimas, las que no cuentan con los recursos humanos, materiales y técnicos
mínimos para impedir los contrabandos más variados, incluido el de drogas y el de
armas, o la trata transnacional de personas, entre otros.
Esta situación
disuelve de hecho el segundo escalón de la seguridad interior, que debía actuar
por encima de las policías y por debajo de las FF.AA., cuando las
circunstancias excepcionales lo requirieran. Subsumida la Gendarmería a una
policía de tiempo completo, se pierde el sustento que dio fundamento
operacional a la doctrina de diferenciar seguridad interior y defensa en
nuestro país.
La situación
económica que atravesamos torna muy compleja la asignación de mayores recursos
para solucionar estas carencias con la urgencia requerida. Mientras tanto, la
línea divisoria entre las amenazas a la defensa y a la seguridad interior se ha
ido diluyendo para concebir cada vez más a ambas como un continuo. Hoy vemos en
París a hombres de las fuerzas armadas que custodian iglesias y sinagogas,
mientras en Roma se ocupan de la seguridad ciudadana. En Colombia, las fuerzas
policiales, con armamento y orden de batalla militar, combaten la guerrilla
codo a codo con las fuerzas armadas.
Nuestra ley de
defensa, dictada en tiempos de fuerte sensibilidad por los excesos en la
represión del terrorismo subversivo y pensada de cara a la Guerra Fría, está
cerca de cumplir 30 años, mientras que las condiciones internas y externas han
cambiado. En 2008, se dictó el decreto reglamentario de la ley, que en realidad
sólo se ocupó de tres artículos. Uno de ellos, más que reglamentado fue
afectado por una verdadera reforma legislativa anómala, de dudosa constitucionalidad,
que culminó restringiendo el empleo de las Fuerzas Armadas únicamente en caso
de ataques de fuerzas foráneas "perpetrados
por fuerzas armadas pertenecientes a otro/s Estado/s".
Se cercenó por
decreto la fórmula más amplia de la ley votada por amplia mayoría en 1988, que
calificaba la agresión que debía enfrentar la defensa por su "origen externo" y no por su
naturaleza ni por el lugar de su impacto. Urge sanear este despropósito
normativo y llevar, como primer paso, la situación a su definición legal
original. Y desde esa base de certeza constitucional abrir un debate necesario
e impostergable. Cuando una ley, que como toda construcción humana es
fatalmente histórica y temporal, se torna tan obsoleta como esta que nos ocupa,
existen dos caminos posibles. O se fuerza su interpretación avanzando sobre
hipótesis que ella no contempla, con la consiguiente inseguridad para quienes
ejecutan las operaciones acerca de la valoración que hará la Justicia de sus
conductas, o se la actualiza de manera que permita prever el empleo del poder
del Estado en beneficio de la libertad y la seguridad ciudadanas.
Es necesario en lo
inmediato actualizar la reglamentación de la ley de defensa de manera de
proveer la mínima y necesaria cobertura legal a quienes actúan. Al mismo
tiempo, una nueva ley ha de fijar la necesidad de que se dote a las fuerzas
armadas de la instrucción, equipamiento y reglas adecuadas a las nuevas
misiones que se les encomienden. Constituye un error determinar la posibilidad
o no de una respuesta a una agresión sólo a partir de su origen externo o
interno, sin considerar las características del agresor, los medios que usa y
la potencialidad del daño que ocasiona. Por otro lado, que el campo de
ejercicio de la violencia y el delito sea interno no significa que su
sostenimiento, impulso y organización no sean transnacionales.
En cuanto a la ley de
seguridad interior, de 1991, incluye una muestra de total imprudencia, que
impide a las Fuerzas Armadas equiparse y capacitarse para desarrollar tareas de
seguridad que la propia ley les demanda en dos expresas circunstancias: Estado
de Sitio y solicitud de comité de crisis. Debería ser derogado ese punto por el
Congreso, más allá del debate de fondo que la cuestión exige.
El propio concepto
espacial interno-externo se ha desvanecido con la ciberguerra, que no es un
campo de batalla futurista o marginal. Se desarrolla en un espacio virtual
donde la dificultad técnica de localizar el origen de la agresión (la
adjudicación) amenaza tirar por la borda conceptos tradicionales de la teoría
militar, como la disuasión o la retaliación.
Estado Islámico
(ISIS, por sus siglas en inglés) es un "no"
Estado en términos convencionales que controla territorio, fuerzas armadas,
cobra impuestos, brinda servicios de justicia, seguridad, salud y educación y
llegó casi a contar con moneda propia. Y exporta terrorismo. ¿Cómo debiéramos
considerar a ese ente nacido a fines de 2013 y con presencia destructiva hoy en
al menos 18 países? ¿Y al ataque del residente francés que, en su nombre,
asesinó a decenas de transeúntes en Niza?
Así como los
legisladores de 1988 leyeron con atención nuestra dolorosa experiencia en
Malvinas y fijaron como un pilar de la ley de defensa la acción conjunta entre
las Fuerzas Armadas, los legisladores de hoy no pueden ignorar la nueva
realidad.
Es evidente que no
todos los temas vinculados con la seguridad interior tienen la misma
relevancia. Sería demencial, por ejemplo, el empleo de las Fuerzas Armadas en
la represión de quienes hoy cortan a su antojo calles, avenidas y rutas. Otra
cosa muy distinta es que colaboren en mejorar el control de las fronteras o en
la custodia de determinados objetivos estratégicos o que coordinen
eficientemente sus acciones con las fuerzas de seguridad para realizar un
patrullaje más adecuado en la custodia de nuestra riqueza ictícola. Todo ello
exige una modernización tecnológica y una renovación logística. Deben dar
soporte a la capacidad de decisión soberana y al ejercicio eficaz y equilibrado
de la diplomacia, para lo cual habrá que abocarse a su reconstrucción para
superar la extrema debilidad que hoy sufren respecto de sus similares de la
región. Un fuerte desequilibrio del poder militar cuando no ha existido ningún
acuerdo de desarme regional no es bueno para ninguno de los países del área.
Este objetivo es compatible
con poner todo el empeño en colaborar, con los escasísimos medios físicos que
han quedado tras años de desgobierno y negligencia, en la recuperación del
control pacífico de nuestros espacios, pues urge mejorar la seguridad del
conjunto. Deben actualizarse las normas y optimizarse la estructura operativa y
el despliegue estratégico de las Fuerzas Armadas para potenciar su capacidad
disuasiva mediante equipamiento moderno y organización para respuestas
inmediatas y eficaces ante situaciones de amenazas internas y externas. La
adquisición de armamento moderno y ayuda técnica militar debe lograrse
optimizando el uso de los limitados recursos financieros exponiendo ante el
mundo el pleno respeto por los acuerdos internacionales, por el Estado de
Derecho y una clara vocación por la paz.
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