Nuestro historiador
desmenuza los fundamentos de un libro que trata de explicar los delirios
setentistas para que no los volvamos a repetir.
Por Luis Alberto
Romero - Historiador. Especial para Los
Andes
“En
los años setenta la Argentina se volvió loca”. Así comienza
Gustavo Noriega su “Diccionario crítico
de los años setenta”, y a esa misma conclusión llegará seguramente el
lector que transite por los cien vocablos que componen esta versión,
seguramente inicial, de un libro singular y notable.
Su tema es la
violencia de los años setenta, así como la memoria de esos años, que sigue
siendo activa en nuestro presente, actualizando viejos conflictos en nuevos
contextos. Así ocurre en estos días con el caso de Santiago Maldonado, ante
cuyas insólitas derivaciones nos preguntamos si aquella locura no sigue aún
instalada entre nosotros.
Dentro de una
bibliografía muy amplia y diversa sobre
aquellos años memorables, lo de Noriega es singular, por su forma y por sus
ideas.
La forma de
diccionario -que quizá parezca menor- tiene un precedente prestigioso: una
enciclopedia fue la forma que en el siglo XVIII eligieron Diderot y D’Alembert
para reunir todo el conocimiento válido de su tiempo, y para influir
eficazmente en la cultura y en la política.
Este libro es, en
primer lugar, útil; remplaza con ventaja textos similares de Wikipedia,
reescritos en clave facciosa en los años recientes. En cada uno de sus cien
vocablos nuestro autor sintetiza, con equilibrio, lo que se sabe de cada
proceso, suceso o actor de los años setenta.
Indica cuáles son las
fuentes y la bibliografía principales, apuntando sus méritos, sesgos y
limitaciones. Entre ellas, incluye la abundante filmografía producida desde
1983, para consumo de gente “que antes no
quería saber y (con la democracia) no podía dejar de mirar”.
Pero sobre todo,
Noriega nos ofrece una interpretación, a contracorriente, aguda y valiente. La
frase inicial sintetiza su perspectiva, no solo por el estado de locura, sino
sobre todo por su sujeto: la Argentina. Ni un demonio, ni dos; la locura
envolvió a todos, los que actuaron, los que toleraron, los que miraron con
indiferencia. Más allá de las responsabilidades penales o éticas, nadie queda
fuera de la pregunta por las causas de la locura colectiva.
El “Diccionario” se instala a distancia
neutral respecto de los dos actores principales -las organizaciones
guerrilleras y las fuerzas armadas- y de quienes hoy los reivindican. No hay
héroes, salvo dos: el periodista Robert Cox, un hombre justo, y la funcionaria
estadounidense Patricia Derian, una mujer con convicciones. Tampoco hay
demonios puros, aunque ciertamente se habla de gente muy mala.
Su mirada transita
por distintas zonas grises, sobre todo en el caso de los sobrevivientes, los
que salieron con vida de su desaparición forzada. En este difícil tema abundan
los silencios obstinados y las condenas sordas y contundentes. Siguiendo el
camino abierto por el escritor italiano Primo Levi, Noriega asume que la
heroicidad tiene un límite y que “honrar
la vida” incluye la propia supervivencia. No vacila en señalar la
duplicidad de quienes, desde un lugar seguro, exigieron a sus subordinados que
masticaran la fatal tableta de cianuro.
La zona gris de los
campos de reclusión es apenas una parte de la zona gris de una sociedad
compuesta por “gente común”, que no
participó ni de la épica revolucionaria ni de la cruzada contrarrevolucionaria.
Que vivió la violencia con naturalidad. Que continuó con su vida, sin
esforzarse mucho por saber qué es lo que estaba pasando. Que, concluido el
drama, construyó el recuerdo de una sociedad civil heroica donde todos -ellos
incluidos- habían resistido a la dictadura. Que, a veces, compensa su anterior indiferencia
con una impostada intransigencia.
Esa perspectiva se
completa con un análisis sutil de la cambiante visión social de las “víctimas de la dictadura”. En 1983,
cuando el poder civil comenzaba a afirmarse sobre un terreno todavía inseguro,
tanto la CONADEP como los fiscales y jueces hablaron de las “víctimas de la dictadura”. Se omitió
entonces explicitar su militancia política, para evitar -sugiere Noriega- que
el juicio a los represores resultara afectado por la generalizada condena
social de entonces a los militantes de organizaciones armadas.
Este es el punto de
partida de una historia apasionante, que contiene muchas claves para entender
nuestro presente: la progresiva emergencia, dentro de las “víctimas inocentes”, de los “héroes
de una gesta gloriosa”, reivindicados por sus camaradas y sus
continuadores, así como por sus madres y abuelas. Por esa vía fue
construyéndose una nueva historia oficial, que reprocha a los militares no solo
sus métodos aberrantes sino también el haber interrumpido el camino de la
liberación, nacional y social. A esa construcción han contribuido el cine -al
que Noriega dedica jugosos análisis-, una buena parte de las organizaciones de
derechos humanos y, ciertamente, el kirchnerismo.
Sobre este punto,
Noriega agrega una observación que conduce directamente a un debate actual. En
1983 los militantes armados debían ser presentados como “víctimas inocentes” para que el paraguas de los derechos humanos
pudiera cubrirlos, como si no bastara su simple condición de personas. En 2017,
la misma corriente de pensamiento se niega a admitir que a los represores les
correspondan también el amparo de esos derechos. Así lo mostró el rechazo
masivo al fallo de la Corte Suprema en un caso de 2 x 1, y su implícita
negación de los derechos de la persona a los responsables de crímenes
horrendos.
Lo que reveló este
caso es la tensión, existente desde los orígenes, entre dos principios
constitutivos de lo que hoy suele llamarse “el
compromiso del Nunca Más”. Por un lado, la necesidad de establecer el
Estado de Derecho, y una de sus bases: la igualdad ante la ley. Por otro, una
versión singular de los Derechos Humanos que, apartándose del núcleo conceptual
de la protección de cualquier minoría, subordina su vigencia al bien superior
del juicio y castigo a los responsables del terrorismo de Estado. Cuando hay
que elegir entre ambas opciones -como ocurrió con el fallo de la Corte- la
opinión de la mayoría se inclina por un castigo que, al no estar limitado por
los derechos humanos básicos, se convierte en venganza.
En este punto, tan
cercano, tan sensible, se prueba que Gustavo Noriega es un liberal, como lo
declara en varias ocasiones. En un país de una larga tradición anti liberal, en
la que liberalismo es una mala palabra, se trata de una declaración
singularmente valiente. Creo que esta postura, consecuente y sin
claudicaciones, es lo cautivante de un
libro donde los méritos abundan.
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