miércoles, 26 de febrero de 2014

CUANDO LA POLÍTICA DESVIRTÚA A LA JUSTICIA

Martes 25 de febrero de 2014 | Publicado en edición impresa
Lesa humanidad

Por Luis Alberto Romero[1] |  Para LA NACION

"Los jueces deben entender que tienen que hacer política." La frase es del doctor Julián Álvarez, secretario de Justicia de la Nación y nuevo miembro del Consejo de la Magistratura. Me recordó la carta de un antiguo alumno, quien asistió a la audiencia donde su padre fue juzgado por delitos de lesa humanidad. No vi allí nada bueno, me dice: jueces que opinaban; defensores hostigados; fiscales y abogados que indicaban a los testigos lo que debían decir; cambios notables respecto de sus testimonios; tribunas vociferantes. Todos ponderando, explícita o implícitamente, la gesta de las organizaciones armadas de los años setenta.

doctor Julián Álvarez, 

Él fue mi alumno en un curso que trataba sobre la democracia, las instituciones, la justicia y los derechos humanos. Tras su experiencia judicial, concluyó: esa democracia que estudiamos no funciona hoy; la noción de derechos humanos es borrosa y cambiante, y la Justicia difícilmente pueda ser independiente. Ronda los cuarenta años, y tiene memorias de la dictadura y de la democracia de 1983. Es un profesional de las ciencias sociales, con capacidad de observación y análisis suficiente para hacer abstracción de su caso personal. Y hoy es un descreído. De nuestra democracia, de nuestra Justicia y de nuestros derechos humanos. Seguramente la frase del doctor Álvarez no lo sorprendió. A mí tampoco.


La comparación con el Juicio a las Juntas de 1985 es inevitable. Pese al momento de transición institucional, quizá proclive al jacobinismo, los procedimientos judiciales se respetaron a rajatabla. No hubo "tribunales especiales", pues la Cámara Federal en lo Penal se integró casi totalmente con jueces ya en funciones. La fiscalía seleccionó, de entre la masa de testimonios reunidos por la Conadep, aquellos casos que podían ser adecuadamente sostenidos. Las audiencias transcurrieron en orden, cada parte fue escuchada y se mantuvo el silencio de los asistentes. El fallo sopesó las pruebas y aplicó condenas diferentes para cada caso, e ignoró los reclamos de quienes pedían más condenados y más penas. Los fundamentos de la Cámara, y luego de la Corte Suprema, fueron enjundiosos. Sólo conozco opiniones favorables sobre el fallo, incluso de algún abogado que en la ocasión intervino como defensor de un acusado.

El fallo castigó adecuadamente a los principales responsables del terrorismo de Estado, demostró que la Justicia podía acabar con la impunidad y reveló los horrores a los que una sociedad se expone cuando abandona el camino de la ley y la justicia. Pero, además, hizo una contribución pedagógica muy importante para una sociedad acostumbrada a vivir en una larga "legalidad de facto": mostrar de manera concreta qué cosa son el Estado de Derecho y el gobierno de la ley, los pilares sobre los que se sustentaba la nueva democracia.

En 1985 los jueces pudieron tomar distancia de una realidad política que era compleja e inestable. Los militares no habían abandonado todas sus posiciones, varias fuerzas políticas tenían ambigüedades y duplicidades, y la intransigencia dominaba en las organizaciones de derechos humanos. Muchas cosas ocurrieron entre la sanción de la ley de obediencia debida, en 1987, y su anulación, en 2003. Pero fueron decisiones de los poderes políticos y no de la Justicia, que con la reapertura de los juicios recuperó su lugar central.


Desde entonces, los principales responsables ya han sido condenados, y más de una vez, así como la segunda línea. Cabe preguntarse por la calidad de estos juicios. ¿Son impecables, como los de 1985? Hace unos meses, Ricardo Gil Lavedra advirtió en LA NACION sobre la posibilidad de que no se estuvieran respetando algunos principios esenciales de la Justicia, como la prueba fehaciente o el beneficio de la duda. También planteó el problema del uso ligero de la figura de "lesa humanidad".

No conozco en detalle cómo se desarrollaron los juicios, que fueron muchos y necesariamente distintos. Sólo tengo referencias parciales, y si escribiera como historiador, investigaría más. Como ciudadano que opina, en cambio, me resultan suficientes para conjeturar y para señalar un problema grave, que debería ser considerado por observadores calificados e independientes.


Los indicios concurren en un sentido: en muchos de estos juicios la Justicia está hoy lejos de la imparcialidad e ignora el principio de igualdad ante la ley. Por ejemplo, en los casos del teniente coronel Guevara -que fue expuesto por su hijo en LA NACION- y del general Milani. Ambos eran oficiales subalternos en 1976; ambos participaron en una acción represiva legal y oficial, que luego se hizo clandestina y concluyó en desapariciones. Ambos fueron denunciados en el ámbito de las organizaciones de derechos humanos. En ninguno de los dos casos se probó fehacientemente que hubieran participado en las acciones clandestinas. Pero Guevara fue encausado y condenado como "partícipe objetivo" o necesario, y Milani no fue encausado, pues se argumentó que a falta de pruebas le correspondía el beneficio de la duda. Dos varas para lo mismo.


En los juicios, como en los tribunales de la Revolución Francesa, la condena parece decidida a priori y cada uno cumple su papel siguiendo un guión. Los abogados orientan a los testigos, los amonestan cuando se salen del libreto y finalmente obtienen el testimonio acordado. Hay fiscales militantes que presentan el mismo alegato en distintos juicios, cambiando sólo los nombres. Los abogados defensores son "escrachados" por la prensa militante y el público; si son defensores de oficio, el juez les advierte que no se extralimiten en su función. Entre los jueces, hay algunos militantes y otros temerosos, no sin razón. Unos y otros ya habían comprendido el mensaje del doctor Álvarez. Sus sentencias, a falta de pruebas, frecuentemente se fundan en la noción de "partícipe necesario", es decir, un presunto culpable que ha fracasado en demostrar su inocencia. Inversión de la carga de la prueba. Seguramente no todos los juicios han sido así. Pero con uno o dos ya basta para alarmarse.


Por otro lado, está el contexto. Los juicios se parecen a un show o un acto político. El "juicio a los jueces", que ahora empieza en Mendoza, comenzó con un festival popular de rock, bajo la advocación de "Democracia con justicia. Futuro con Memoria", palabras clave en el discurso gubernamental de los derechos humanos. Lo presidieron la procuradora general Gils Carbó y el secretario de Derechos Humanos de la Nación. Todo un mensaje, ratificado luego por los militantes en las audiencias públicas, con cantos y estribillos. No es fácil para un juez abstraerse de ese clima.

Presión al tribunal

En estos juicios se ha seguido el principio de que todos los culpables deben pagar. Aunque en estos casos tenga un amargo regusto a venganza, es un principio aceptable. Pero no puede ser el único. Para que los horribles sucesos no sucedan nunca más no basta con castigar a los culpables; también hay que crear las condiciones para que los crímenes abominables no se repitan. Esto sólo es posible cuando hay una sólida convicción ciudadana sobre la imparcialidad de la Justicia y el gobierno de la ley. Una condena sólo es legítima cuando hay pruebas fehacientes, más allá de toda duda razonable. La eventual impunidad de algunos, cuya culpa no pudo ser probada, es un precio a pagar para sostener los principios de la justicia.

Hacia allí apuntaron los juicios de 1985, que acompañaron la construcción de una democracia institucional. ¿Cuánto queda hoy de aquel proyecto de 1983? Si tomamos en cuenta los indicios de estos juicios, no queda mucho. Por el contrario, en ellos se encuentran rasgos bien conocidos en nuestra cultura política que el actual gobierno expresa en forma extrema: poco aprecio por la ley, inclinación al decisionismo y espíritu faccioso. La política por sobre todo, como dijo el doctor Álvarez. Si no nos ocupamos de esclarecer este aspecto de la Justicia, seguiremos cosechando demócratas descreídos, como mi antiguo alumno.

FUENTE: http://www.lanacion.com.ar/1667004-cuando-la-politica-desvirtua-a-la-justicia

NOTA: Las imágenes y negritas no corresponden a la nota original.







[1] Es historiador. Ha sido profesor de la Universidad de Buenos Aires e investigador del CONICET. Enseña en la Universidad Di Tella y en FLACSO, e integra el Consejo de la Universidad de San Andrés. Recibió el Premio Konex de Historia y la Beca Guggenheim. Ha investigado sobre la sociedad, la cultura y la política de la Argentina en el siglo XX. Es autor de Breve historia contemporánea de la Argentina. 1916-2010, que ha sido traducida al inglés y al portugués. Dirige la colección Historia y Cultura de Siglo XXI Editores y colabora habitualmente en los principales diarios del país. Es miembro del Club Político Argentino.

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