Martes 25 de
febrero de 2014 | Publicado en edición impresa
Lesa humanidad
"Los jueces
deben entender que tienen que hacer política."
La frase es del doctor Julián Álvarez,
secretario de Justicia de la Nación
y nuevo miembro del Consejo de la
Magistratura. Me recordó la carta de un antiguo alumno, quien asistió a la
audiencia donde su padre fue juzgado por delitos de lesa humanidad. No vi allí
nada bueno, me dice: jueces que opinaban; defensores hostigados; fiscales y
abogados que indicaban a los testigos lo que debían decir; cambios notables
respecto de sus testimonios; tribunas vociferantes. Todos ponderando, explícita
o implícitamente, la gesta de las organizaciones armadas de los años setenta.
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doctor Julián Álvarez, |
Él fue mi alumno en
un curso que trataba sobre la democracia, las instituciones, la justicia y los
derechos humanos. Tras su experiencia judicial, concluyó: esa democracia que
estudiamos no funciona hoy; la noción de derechos humanos es borrosa y
cambiante, y la Justicia difícilmente pueda ser independiente. Ronda los
cuarenta años, y tiene memorias de la dictadura y de la democracia de 1983. Es
un profesional de las ciencias sociales, con capacidad de observación y
análisis suficiente para hacer abstracción de su caso personal. Y hoy es un
descreído. De nuestra democracia, de nuestra Justicia y de nuestros derechos
humanos. Seguramente la frase del doctor Álvarez
no lo sorprendió. A mí tampoco.
La comparación con el
Juicio a las Juntas de 1985 es inevitable. Pese al momento de transición
institucional, quizá proclive al jacobinismo, los procedimientos judiciales se
respetaron a rajatabla. No hubo "tribunales
especiales", pues la Cámara
Federal en lo Penal se integró casi totalmente con jueces ya en funciones.
La fiscalía seleccionó, de entre la masa de testimonios reunidos por la Conadep, aquellos casos que podían
ser adecuadamente sostenidos. Las audiencias transcurrieron en orden, cada
parte fue escuchada y se mantuvo el silencio de los asistentes. El fallo sopesó
las pruebas y aplicó condenas diferentes para cada caso, e ignoró los reclamos
de quienes pedían más condenados y más penas. Los fundamentos de la Cámara, y luego de la Corte Suprema, fueron enjundiosos. Sólo
conozco opiniones favorables sobre el fallo, incluso de algún abogado que en la
ocasión intervino como defensor de un acusado.
El fallo castigó
adecuadamente a los principales responsables del terrorismo de Estado, demostró
que la Justicia podía acabar con la impunidad y reveló los horrores a los que
una sociedad se expone cuando abandona el camino de la ley y la justicia. Pero,
además, hizo una contribución pedagógica muy importante para una sociedad
acostumbrada a vivir en una larga "legalidad
de facto": mostrar de manera
concreta qué cosa son el Estado de Derecho y el gobierno de la ley, los pilares
sobre los que se sustentaba la nueva democracia.
En 1985 los jueces
pudieron tomar distancia de una realidad política que era compleja e inestable.
Los militares no habían abandonado todas sus posiciones, varias fuerzas
políticas tenían ambigüedades y duplicidades, y la intransigencia dominaba en
las organizaciones de derechos humanos. Muchas cosas ocurrieron entre la
sanción de la ley de obediencia debida, en 1987, y su anulación, en 2003. Pero
fueron decisiones de los poderes políticos y no de la Justicia, que con la
reapertura de los juicios recuperó su lugar central.
Desde entonces, los
principales responsables ya han sido condenados, y más de una vez, así como la
segunda línea. Cabe preguntarse por la calidad de estos juicios. ¿Son impecables, como los de 1985? Hace
unos meses, Ricardo Gil Lavedra
advirtió en LA NACION sobre la posibilidad de que no se estuvieran respetando algunos principios esenciales de la
Justicia, como la prueba fehaciente
o el beneficio de la duda. También
planteó el problema del uso ligero de la figura de "lesa humanidad".
No conozco en detalle
cómo se desarrollaron los juicios, que fueron muchos y necesariamente
distintos. Sólo tengo referencias parciales, y si escribiera como historiador,
investigaría más. Como ciudadano que opina, en cambio, me resultan suficientes
para conjeturar y para señalar un problema grave, que debería ser considerado
por observadores calificados e independientes.
Los
indicios concurren en un sentido: en muchos de estos
juicios la Justicia está hoy lejos de la imparcialidad e ignora
el principio de igualdad ante la ley. Por ejemplo, en los casos del teniente coronel Guevara -que fue
expuesto por su hijo en LA NACION- y del general
Milani. Ambos eran oficiales subalternos en 1976; ambos participaron en una
acción represiva legal y oficial, que luego se hizo clandestina y concluyó en
desapariciones. Ambos fueron denunciados en el ámbito de las organizaciones de
derechos humanos. En ninguno de los dos casos se probó fehacientemente que
hubieran participado en las acciones clandestinas. Pero Guevara fue encausado y condenado como "partícipe objetivo" o necesario, y Milani no fue encausado, pues se argumentó que a falta
de pruebas le correspondía el beneficio de la duda. Dos varas para lo mismo.
En los juicios, como
en los tribunales de la Revolución Francesa, la condena parece decidida a priori y cada uno cumple su papel siguiendo un guión. Los abogados orientan a los testigos, los amonestan cuando se salen
del libreto y finalmente obtienen el testimonio acordado. Hay fiscales militantes que presentan el mismo alegato en distintos juicios,
cambiando sólo los nombres. Los abogados
defensores son "escrachados"
por la prensa militante y el público; si son defensores de oficio, el juez les advierte que no se
extralimiten en su función. Entre los jueces,
hay algunos militantes y otros temerosos,
no sin razón. Unos y otros ya habían comprendido el mensaje del doctor Álvarez. Sus sentencias, a falta de
pruebas, frecuentemente se fundan en la noción de "partícipe necesario", es decir, un presunto culpable que
ha fracasado en demostrar su inocencia. Inversión
de la carga de la prueba. Seguramente no todos los juicios han sido así.
Pero con uno o dos ya basta para alarmarse.
Por otro lado, está
el contexto. Los juicios se parecen a un
show o un acto político. El "juicio
a los jueces", que ahora empieza en Mendoza, comenzó con un festival
popular de rock, bajo la advocación de "Democracia
con justicia. Futuro con Memoria", palabras clave en el discurso
gubernamental de los derechos humanos. Lo presidieron la procuradora general Gils
Carbó y el secretario de Derechos Humanos de la Nación. Todo un mensaje,
ratificado luego por los militantes en las audiencias públicas, con cantos y
estribillos. No es fácil para un juez
abstraerse de ese clima.
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Presión al tribunal |
En
estos juicios se ha seguido el principio de que todos los culpables deben
pagar. Aunque en estos casos tenga un amargo regusto a
venganza, es un principio aceptable. Pero no puede ser el único. Para que los
horribles sucesos no sucedan nunca más no basta con castigar a los culpables;
también hay que crear las condiciones para que los crímenes abominables no se
repitan. Esto sólo es posible cuando hay una sólida convicción ciudadana sobre
la imparcialidad de la Justicia y el gobierno de la ley. Una condena sólo es legítima cuando hay pruebas fehacientes, más allá
de toda duda razonable. La eventual impunidad de algunos, cuya culpa no
pudo ser probada, es un precio a pagar para sostener los principios de la
justicia.
Hacia allí apuntaron
los juicios de 1985, que acompañaron la construcción de una democracia
institucional. ¿Cuánto queda hoy de aquel proyecto de 1983? Si tomamos en
cuenta los indicios de estos juicios, no queda mucho. Por el contrario, en
ellos se encuentran rasgos bien conocidos en nuestra cultura política que el
actual gobierno expresa en forma extrema: poco
aprecio por la ley, inclinación al decisionismo y espíritu faccioso. La
política por sobre todo, como dijo el doctor Álvarez. Si no nos ocupamos de esclarecer este aspecto de la
Justicia, seguiremos cosechando demócratas descreídos, como mi antiguo alumno.
FUENTE: http://www.lanacion.com.ar/1667004-cuando-la-politica-desvirtua-a-la-justicia
NOTA:
Las imágenes y negritas no corresponden a la nota original.
[1] Es historiador. Ha sido profesor de la Universidad de
Buenos Aires e investigador del CONICET. Enseña en la Universidad Di Tella y en
FLACSO, e integra el Consejo de la Universidad de San Andrés. Recibió el Premio
Konex de Historia y la Beca Guggenheim. Ha investigado sobre la sociedad, la
cultura y la política de la Argentina en el siglo XX. Es autor de Breve
historia contemporánea de la Argentina. 1916-2010, que ha sido traducida al
inglés y al portugués. Dirige la colección Historia y Cultura de Siglo XXI
Editores y colabora habitualmente en los principales diarios del país. Es
miembro del Club Político Argentino.
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