Martes 23 de
diciembre de 2014 | Publicado en edición impresa
Editorial I
A cuarenta años de su
asesinato, la memoria de su trabajo a favor del entendimiento pacífico entre
los argentinos debería servirnos de ejemplo
Con diversos actos
académicos llevados a cabo en distintos puntos del país se ha evocado ayer la
memoria del profesor y filósofo Carlos
Sacheri, asesinado a los 41 años el 22 de diciembre de 1974 a la salida de la
Catedral de San Isidro por un disparo en la cabeza en presencia de su esposa y
de sus siete pequeños hijos. Días después, un oscuro y cínico comunicado
adjudicado al Ejército Revolucionario del Pueblo - 22 de agosto (ERP 22) se
atribuyó el asesinato, aunque las investigaciones judiciales no avanzaron
demasiado.
Este crimen ocurrido
15 meses antes del golpe militar de 1976 no tuvo ni tiene justificación alguna,
pero sí tiene sentido recordar qué ideologías sustentaban estas atrocidades
para entender mejor la dramática década del 70, tan parcial y tendenciosamente
recordada en estos últimos años.
Sacheri
había nacido en 1933 y era un miembro activo de la Acción Católica, como muchos
otros de su generación. Estudió derecho,
filosofía y teología. Se formó con Charles
de Koninck en Canadá, donde se doctoró con honores. Vuelto definitivamente
a la Argentina en 1968, dedicó su vida a la docencia en instituciones, privadas
y públicas, incluyendo el Conicet, el Seminario de San Isidro, la UCA y la
Facultad de Derecho de la UBA, donde era director del Instituto de Filosofía
del Derecho cuando lo asesinaron. También dictó cursos en Canadá y en Francia.
Integrado al movimiento de los pensadores católicos inspirados en el tomismo,
fue el principal propulsor de la Sociedad Tomista Argentina, de la que era
secretario.
Su
actividad como conferencista lo llevó por todo el país y difundió entre
dirigentes universitarios, políticos y sindicales las enseñanzas y propuestas
del orden social cristiano que condenaba contundentemente la violencia a la que
muchos líderes de la época se asociaban.
Integró la lúcida
elite de jóvenes que creían que las injusticias, la explotación del hombre por
el hombre o la pobreza no se superaban con más violencia, sino con el obrar
articulado de las personas comprometidas con su sociedad y su tiempo que
pudieran ir cambiando de a poco todo aquello que no estaba bien.
Fue Sacheri un lúcido desenmascarador de
las estrategias de dialéctica marxista que, en esos años, la Unión Soviética y
su satélite, la Cuba castrista, promovían en América latina con el propósito de
captar jóvenes idealistas para integrarlos a la guerrilla, con pretensiones de
crear ejércitos irregulares cuyo fin era una declamada liberación continental,
que facilitara la imposición de regímenes dictatoriales de izquierda.
Frente a la confusión
reinante en algunos grupos de formación y militancia cristiana, y aun entre
sacerdotes de la época, Sacheri proponía la discusión argumental de
reemplazar por soluciones pacíficas cualquier planteo violento. Fruto de
estos análisis y dedicado al papa Pablo
VI, publicó La iglesia clandestina,
en medio de la confusión de comienzos de los 70 cuando algunos sacerdotes
orientaban a sus jóvenes seguidores hacia la violencia guerrillera que condujo,
por ejemplo, al vil asesinato del ex
presidente Pedro Eugenio Aramburu.
Sacheri
se opuso a los violentos de cualquier
ideología política, sólo armado intelectualmente por su profundo conocimiento
de la Doctrina Social de la Iglesia. Aun enfrentando amenazas a su vida,
jamás cesó en su prédica fiel a la fe transformadora de la realidad de la
época.
Los argentinos no
podemos seguir recortando arbitrariamente la historia, acomodándola a un relato
faccioso que, lejos de reflejar lo acontecido, es utilizado por algunos para
servir a intereses sectarios que, en muchos casos, exceden lo ideológico y lo
político para esconder también viles propósitos económicos. Es justo y oportuno recuperar la memoria de
Carlos Alberto Sacheri, como la de tantas otras víctimas que perdieron
violentamente la vida por pensar diferente.
La historia nos
demuestra que la violencia, el enfrentamiento y la división siempre son, en
cualquier tiempo y lugar, herramientas absolutamente inconducentes. Toda
contribución dirigida a sembrar la paz y el diálogo debe ser bienvenida en
estos convulsionados días en que los argentinos vemos tan seriamente amenazada
nuestra unidad como nación. Rescatar los buenos ejemplos puede ser el principio
de un necesario cambio de actitud que promueva el respeto por el otro y el
reconocimiento de los errores, a fin de construir un futuro de justicia y
equidad para todos los argentinos.
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