En los últimos
tiempos, el país fue testigo de cómo una de las causas más nobles de la
humanidad se degradó en un objeto manipulable; un Estado de Derecho se
construye no desde la memoria, parcial y subjetiva, sino desde la historia
Por Rogelio
Alaniz | Para LA NACION
Había que decirlo y
alguien se animó. La expresión tal vez no sea prolija, tal vez provoque una
inquieta vibración en el ceño de algunas almas bellas, pero en lo fundamental
es verdadera: los derechos humanos en los últimos años se han transformado en
un curro. Una de las causas más nobles de la humanidad degradó en un objeto
manipulable; la justicia devino en venganza, la memoria fagocitó a la historia,
la verdad, en definitiva, se emperifolló con los atuendos vistosos del curro.
Las palabras de
Mauricio Macri fueron ratificadas por un hombre valiente como Julio César
Strassera y una mujer digna como Graciela Fernández Meijide. En todos los
casos, la crítica no es contra los derechos humanos, sino contra su impostura y
su manipulación. Los ejemplos son demasiado visibles para ignorarlos. Hebe de
Bonafini, Schoklender, Sueños Compartidos y la quiebra de una universidad de
cuyas deudas deberán hacerse cargo los contribuyentes. ¿Una excepción? No estoy
tan seguro. Haber modificado el prólogo del Nunca Más, un gesto descarado de
reescritura de la historia y un agravio a la conducta de aquellos hombres y
mujeres que trabajaron en la Conadep, es también una estafa a la conciencia
popular, pero, por sobre todas las cosas, una manifestación elocuente del
talante de ciertos personajes decididos a hacer de los derechos humanos un
dogma o, por qué no, un relato.
Inventar la cifra de 30.000 desaparecidos es otro fraude motivado por una subjetividad alucinada y una especulación bastarda de recolección de fondos en el extranjero; transformar a las instituciones de derechos humanos en agencias de propaganda de un oficialismo falaz y descreído es una afrenta a las víctimas y un privilegio inaceptable por parte de quienes se benefician con rentas provenientes de un gobierno cuyos principales promotores nunca creyeron en los derechos humanos.
Hombres de buena
voluntad justifican o disimulan estas maniobras en nombre de ciertos resultados
prácticos: los represores están presos. También sobre este tema se impone
hablar en nombre de los derechos humanos. Y hay que decirlo de una buena vez,
aunque a algunos les moleste: los represores también son titulares de derechos
humanos. Y así como firmamos manifiestos y nos movilizamos para exigir la
libertad de los presos de conciencia, o para criticar a un régimen que en
nombre del orden abrió las puertas del infierno, también alguna vez habrá que
empezar a movilizarse por los derechos de aquellos a los que ninguno de sus
delitos despoja de su condición de titulares de derechos.
La inflación en la
Argentina pareciera que no es sólo un dato económico. Sus efectos letales
alcanzan al lenguaje, a la manipulación de las palabras, a la adjudicación de
virtudes inexistentes, a la invención de cifras falsas, a la banalización de la
tragedia y al recurso innoble de cierto terrorismo verbal que se inicia con un
comportamiento discriminatorio y paranoico y concluye con el hábito del
escrache, una práctica social que abreva en añejas tradiciones fascistas.
Guste o no a los
facciosos de turno, los derechos humanos como tradición cultural y categoría
política pertenecen a la tradición liberal. Hijos de la Modernidad y la
Ilustración, expresan una de las conquistas más nobles adquiridas por la
humanidad. Los derechos del hombre y del ciudadano reclaman de un orden
político que los asegure. De ese se trata. De un orden político que garantice
la vida y su requisito indispensable para realizarse: la libertad.
Alguna vez escuché
decir que la noción de los derechos humanos se hizo presente por primera vez en
la historia cuando Caín mató a Abel. Es una versión. Otros dijeron que nacieron
cuando un señor llamado Herodes ordenó exterminar a los niños. Puede ser. En
todos los casos, lo que se impone en todas las tradiciones es un mandato que
nace desde el fondo de la historia, un recordatorio acerca de lo que distingue
la condición humana: no matarás.
Valgan estas breves
consideraciones para recordar una vez más que toda persona es sagrada y que no
hay, no debería haber, ideología o sistema político que justifique el crimen.
Si la vida vale y la libertad es necesaria, un orden político que merezca ese
nombre debe proponerse crear las instituciones necesarias para hacer exigible
estos valores. La experiencia histórica enseña que sólo el Estado de Derecho en
clave democrática y liberal es el que garantiza la vigencia de los derechos
humanos. Y que los derechos humanos valen para todos, porque no hay
torturadores buenos y torturadores malos; o criminales buenos y criminales malos.
¿Dos demonios? No sé si el diablo existe, pero si existe estoy convencido de
que es uno, no dos. Y su oficio es el de la muerte, no importa en nombre de qué
causa o de qué orden.
Exigir la sanción a
represores es una consecuencia de un imperativo a favor de la justicia, pero
una política de derechos humanos va mucho más allá de un juicio o una condena.
Discutir sobre derechos humanos entonces es discutir acerca de la calidad del
Estado. O, para ser más preciso, las alternativas que trajinan entre el terrorismo
de Estado y el Estado de Derecho.
Hoy el debate incluye
el pasado. ¿Qué hacer con el pasado? ¿Desde dónde recuperarlo? ¿Memoria o
historia? No es un juego de palabras. Se trata de dos formas antagónicas de
relacionarse con el pasado. Es un debate teórico, pero sus consecuencias son
prácticas. El rasgo distintivo de la memoria es la subjetividad, un dolor que
encerrado en sí mismo degrada en resentimiento. La pretensión de la historia,
por el contrario, es la objetividad, el esfuerzo por tomar distancia y
contextualizar. La memoria no duda, no vacila ni revisa. La historia se propone
exactamente lo contrario: dudar, vacilar y revisar. La memoria es antagónica a
cualquier intento de reconciliación. No puede hacerlo, no debe hacerlo, se
traicionaría a sí misma si lo hiciera; su naturaleza la impulsa a mantener
intacto el odio y perpetuar los conflictos. La historia relativiza, instala el
interrogante donde persiste una negación, se propone comprender y no sancionar,
mucho menos castigar.
Los problemas se
agravan cuando la memoria pretende apropiarse de la justicia y santifica la
venganza, terrible paradoja, porque históricamente la justicia se constituyó
precisamente para abolir la venganza. El pasado no puede caer en el olvido,
pero su contexto es la historia. Porque el ciudadano en un Estado de Derecho se
constituye desde la historia, no desde la memoria, mucho menos desde el
anacronismo. O desde su fatal e inevitable descomposición moral, cuando el
poder se apropia de la memoria y la virtud deviene en curro.
El autor es miembro del Club Político
Argentino
FUENTE:
http://www.lanacion.com.ar/1757136-los-derechos-humanos-como-una-impostura
NOTA: Los destacados no corresponden a la nota original.
NOTA: Los destacados no corresponden a la nota original.
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