Martes 14 de julio de 2015 |
Publicado en edición impresa
Por Luis Alberto Romero
¿Cuándo se estropeó la Argentina?
La pregunta -paráfrasis de una célebre de Vargas Llosa- remite a una convicción
compartida: la Argentina conoció un pasado mejor que el presente. Hay muchas
respuestas posibles, y la mía es sólo una más, que encuentra su hilo rojo en el
Estado. No se refiere a una fecha, sino a una década: la de los años 70 del
siglo XX, desdoblada en una primera mitad convulsa y una segunda mitad
dictatorial. Creo que esta crisis separa una vieja Argentina, vital y
conflictiva, de la Argentina decadente y exangüe en la que vivimos desde hace
cuatro décadas.
Es posible trazar una imagen
estilizada del período secular que va desde fines del siglo XIX hasta los
recientes años 70. En aquella Argentina la economía funcionaba bien y daba
empleo a casi todos. Hubo períodos mejores y peores, pero dentro de una aurea
mediocritas que hoy extrañamos. La sociedad, dinámica y móvil, incorporó
sucesivos contingentes migratorios y les ofreció oportunidades para su
integración y progreso. Según una ficción verosímil, los hijos habitualmente
estuvieron mejor que sus padres o abuelos. Para ello fue decisiva la acción de
un Estado con potencia y eficacia, capaz de sostener políticas que, al margen
de las valoraciones, dejaron una huella en el país, como la política educativa
de fines del siglo XIX o las políticas sociales de Perón.
Vital y creadora, fue también una
Argentina con conflictos. La democracia política plena, introducida en 1912, se
alejó del cauce institucional y transitó por liderazgos autoritarios,
unanimistas y facciosos. Así generó una fuerte conflictividad, que varias veces
derivó en la apelación al golpe militar. Hubo conflictos sociales dramáticos,
pero superados, como en los años de la Semana Trágica, y otros de índole más
cultural e identitaria, como el que desde 1945 enfrentó al "pueblo" con la "oligarquía".
Pero las mayores tensiones
vinieron de las relaciones entre los grupos defensores de distintos intereses y
un Estado que se deslizó de su función reguladora a la concesión de
franquicias, fácilmente derivadas en privilegios, como la protección industrial
o las leyes sindicales. El centro de los conflictos estuvo en ese Estado
dadivoso. Desde 1955, con su legitimidad cuestionada, fue desbordado por los
grandes grupos de interés, colonizado, convertido en botín de guerra e
inutilizado.
En los años 70, estas tensiones
confluyeron en una crisis violenta, que se desarrolló en dos tiempos. En la
primera mitad se agudizaron los conflictos corporativos y se evidenció la
impotencia del Estado para canalizarlos. Fueron potenciados por una intensa y
multifacética movilización social disparada por el Cordobazo. Grupos muy
diversos condenaron "la dictadura y
el imperialismo" y soñaron con una "liberación"
acorde con el clima cultural de la época. La utopía disparada no encontró un
cauce político adecuado ni en la democracia, ni en las puebladas, ni en el
sindicalismo clasista. Tampoco en las organizaciones armadas, más
espectaculares que efectivas, que impulsaron un salto a la violencia política.
La excepción fue Montoneros,
militarmente mediocre, pero que vinculó su "socialismo
nacional" con el tradicional mito del retorno de Perón. Enfrentaron al
gobierno militar y a la "burocracia
sindical" y ganaron la calle con la Juventud Peronista. En 1973 Perón
pretendió controlar ambos conflictos jugando su autoridad personal, pero no
pudo reabsorber a Montoneros y vio derrumbarse el Pacto Social. Antes de morir,
había echado las bases del terrorismo de Estado. Con Isabel, que autorizó la
intervención de las Fuerzas Armadas, la crisis llegó al paroxismo.
La dictadura militar presidió la
segunda etapa de la crisis. El terrorismo clandestino de Estado acabó con el
residuo de las organizaciones armadas y con todas las voces potencialmente
contestatarias. Al hacerlo, degradaron al Estado, que fue su instrumento, de la
seguridad jurídica a la ética de su funcionariado. La parte nocturna corrompió
a la parte diurna.
Creyeron que las raíces de la
conflictividad se encontraban en la relación colusiva entre el Estado y la
industria protegida, sus empresarios y sus sindicatos. La solución, muy
castrense, fue sangrar un cuerpo vigoroso para bajar la fiebre. El fuerte golpe
arrasó con el sector industrial y comenzó la reversión del largo ciclo del
pleno empleo, mientras que el anunciado saneamiento estatal fue esterilizado
por nuevas formas de prebendarismo, protagonizadas por la "patria contratista", la "financiera" y también la militar.
Iniciada en la crisis de los años
70, la decadencia argentina ya lleva cuatro décadas, interrumpidas por dos
momentos de esperanza: la construcción democrática de 1983 y el ciclo de
crecimiento económico que se inició en 2003. Las circunstancias económicas
limitaron al primero y las políticas malversaron el segundo.
La principal víctima de esta
crisis fue el Estado, que en estas cuatro décadas fue corroído y desmontado.
Con discursos y políticas diversos, achicar y debilitar al Estado ha sido
nuestra única política de Estado. Con el argumento del déficit, se
desatendieron los servicios sociales básicos y se degradaron la educación, la
salud y la seguridad. Se privatizaron sus empresas, pero se instrumentaron mal
su regulación y control, y a la larga, como en el caso de la energía, todo
resultó mal. Sin controles, la dadivosidad estatal abrió las puertas a un nuevo
prebendarismo, más personalizado y depredador.
En la economía hubo una dolorosa
crisis, pero también emergió algo nuevo. Desde mediados de los años 70 se
acumularon los elementos destructivos. Crecieron la desocupación y el trabajo
informal y, con la apertura financiera, vinieron la vulnerabilidad externa, el
endeudamiento y las hiperinflaciones. Pero sobre estas ruinas comenzó a
desarrollarse un sector más eficiente, como el agroindustrial, que exporta y no
necesita protección. Los altos costos sociales de esta transformación
evidencian la escasa capacidad del Estado para regularla y para emplear de
manera útil los beneficios sectoriales extraordinarios.
La retirada del Estado, la
desocupación creciente y los picos inflacionarios decantaron en una sociedad
nueva, polarizada, segmentada y sin capacidad de acción colectiva, tan
diferente de aquella integrada, móvil y conflictiva de la Argentina potente.
Hoy, junto a un sector muy próspero y otro que hace equilibrios para no caer,
una cuarta parte de los argentinos vive en la pobreza. Se trata de un mundo
social distinto, sólido y consolidado, con organización, poderes y valores
singulares, referidos al trabajo, la ley, la vida y la muerte. Una brecha
separa hoy dos sociedades y dos culturas.
En 1983, la nueva democracia
prometió corregir un rumbo todavía incipiente. Pero en los 30 años siguientes
el rumbo se profundizó y la democracia se adecuó a él. Sus principios
republicanos se invirtieron y un gobierno de autoridad concentrada maneja sin
límites los recursos estatales, que emplea en la producción de los sufragios
necesarios para su mantenimiento. Desde hace veinte años existe un Partido del
Gobierno, que se superpone exactamente con la administración del Estado.
En los últimos doce años, los
rasgos de esta Argentina de la decadencia se han profundizado. La bonanza
excepcional del principio cambió poco al país, pero fue la base para montar el
actual aparato de gobierno, encaminado a acumular poder, dinero y más poder. El
Estado terminó absorbido por el Gobierno y se potenció el prebendarismo,
convertido en cleptocracia, pues su núcleo activo lo forman los propios
gobernantes. La pobreza está más consolidada y el sistema de producción de
votos funciona con eficacia demoledora. Por donde se lo mire, estamos en lo más
hondo del ciclo descendente iniciado en los años 70.
¿Cómo salir de esto? La opción
electoral es tan contundente como dramática. Pero un nuevo gobierno que quiera
cambiar el rumbo poco podrá hacer si, junto con las tareas urgentes, no encara
la reconstrucción del Estado, pues en su deterioro está -me parece- el meollo
de la crisis argentina.
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