16/04/17
Por
Mauricio Ortín
Uno
de los indicadores de la decadencia moral de una sociedad debería ser el grado de aversión a la mentira
que acreditan funcionarios públicos, periodistas, autoridades eclesiásticas y
ciudadanos en general. Falsificar los hechos históricos y promover su difusión
desde el Estado y/o los medios masivos de comunicación constituye lisa y
llanamente un delito aberrante; tolerarlo, un acto de cobardía o de idiotez
política. En vigencia del Estado de derecho, el gobierno tiene la obligación de
decir la verdad y los ciudadanos el deber cívico de exigirla. Pues bien, en la
Argentina, en términos generales, luego de 35 años de democracia no sucede ni
lo uno ni lo otro. El hecho evidente que lo refrenda es la circunstancia de que la legislatura la
provincia de Buenos Aires aprobó la ley que obliga a los tres poderes del
Estado a adoptar como verdadera, en todas sus manifestaciones oficiales en que
el tema lo amerite, la mentira palmaria según la cual durante el gobierno
militar que comenzara con el golpe de
Estado de 1976, se cometió un genocidio que hizo desaparecer a 30.000 civiles.
En la Cámara de Diputados, dicha ley-mentira obtuvo 91 votos a favor y sólo uno
en contra (el del diputado Guillermo Castello).
El
engendro en cuestión, sin embargo, no ha merecido de legislador nacional o
gobernador alguno siquiera un monosílabo que la resista. El ignominioso
silencio se extiende también a la prensa, la iglesia, sindicatos y demás
asociaciones civiles.
La
verdad al respecto o, si se quiere, lo más aproximado a ella es el número
oficial que obra en la Secretaría de DD.HH. de la Nación, el cual confirma que la cifra de desaparecidos
durante el gobierno militar asciende de 6.348. Número que surge de las
denuncias presentadas por los deudos en los últimos 35 años. Verdad es también
que no hubo ningún genocidio y que la represión “genocida” a las bandas
subversivas que asolaban el país fue ordenada por el gobierno peronista. En el
colmo del cinismo el senador Norberto Amilcar García alegó que “los militares”
desaparecieron a 30.000 civiles porque “pensaban distinto”. Pero ni la
represión comenzó el 24 de marzo de 1976 ni fue por pensar diferente. Fue Juan
Perón (del que nadie puede negar su filiación peronista) y no el general Jorge
Rafael Videla el que, en discurso por
Cadena Oficial del 20 de enero de 1974, los definió: “El aniquilar cuanto antes
este terrorismo criminal es una tarea que compete a todos los que anhelamos una
patria justa, libre y soberana…” (Otra que “pensaban distinto”).
Ahora
bien, si este fuera un país medianamente decente, los legisladores nacionales
(Carrió, Pinedo, Massa, Tonelli, Stolbizer, Wolf, Negri y algún otro de los que
todavía se puede esperar algún gesto de dignidad) estarían haciendo cola para
pedir la intervención federal del Poder Legislativo de la provincia de Buenos
Aires; también y por su parte, la gobernadora María Eugenia Vidal hubiera
vetado in limine la ley mamarracho. Mas, no somos Dinamarca, ni Perú, ni
Uruguay; pero ni en Venezuela una ley semejante hubiera sido aprobada por
unanimidad. La triste circunstancia de que los políticos locales, por acción u
omisión, hayan traicionado con descaro los más elementales principios
republicanos revela que la inhabilidad moral no es un fenómeno aislado que
afecta solo a una provincia sino un tsunami que encharca casi sin excepción a
todo el arco dirigencial argentino y que estamos, como dice el tango, “en un
mismo lodo todos manoseaos…”
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