Arturo Pérez-Reverte
Madrid
Puestos a ser justos,
no sólo es España. Gracias a Dios. Las habas de la estupidez y la mala fe se
cuecen en todas partes; y si eso no consuela demasiado, al menos lo hace más
llevadero. Saber, por ejemplo, que la estatua de Colón en Barcelona no es la
única que tiene la piqueta de demolición en el cogote, consuela un poco. Nada
hay más tranquilizador que la estupidez compartida, global, en un mundo donde,
ya desde la más remota antigüedad -y ahí seguimos-, juntas a un fanático o un
malvado con 1000 tontos y, matemáticamente, obtienes 1001 hijos de la gran
puta.
La tendencia actual
de borrar la parte oscura del pasado y reinventar éste con la parte buena, o la
que cada uno considera como tal, está sumiendo el mundo en un caos cultural
ajeno a los hechos y razones que lo definen. Ignoramos que la historia no es
buena ni mala, sino sólo historia, y borrándola creemos corregirla o librarnos
de ella, cuando el resultado es justo lo contrario. Sin memoria, sin las claves
que nos explican, somos monigotes en manos de oportunistas y sinvergüenzas, o
rehenes de los estúpidos apóstoles de lo políticamente correcto. Y más cuando
éstos se empeñan en que miremos el pasado, tan diferente en espíritu y maneras,
con ojos del presente. Exigiéndole, por ejemplo, a una banda de aventureros
hambrientos, duros, ambiciosos y desesperados que se comportaran en el siglo XV
con los criterios morales de una ONG del siglo XXI. Así nunca pueden salir las
cuentas. Todos tuvimos bisabuelos que lucharon en guerras, invasiones,
conquistas y reconquistas. Que mataron y murieron por un plato de comida, por
una ambición, por una mala suerte, por una idea. Ocultarlos es amputarnos a
nosotros mismos. Olvidar que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos.
Al pobre Colón, como
digo, lleva tiempo cayéndole la del pulpo. Él sólo quería descubrir un mundo
nuevo al otro lado del Atlántico, y se jugó el tipo para conseguirlo, gracias
al apoyo que le dieron los reyes de España -ese país ahora de pronto
inexistente- allá por el año 1492. Pero ya ven. Ha acabado comiéndose un marrón
genocida como el sombrero de un picador: Cristina Kirchner le demolió la
estatua en Buenos Aires, Ada Colau y la CUP quieren demolérsela en Barcelona, e
innumerables cantamañanas de toda condición y pelaje andan buscándole las
vueltas a don Cristóbal. Jugándole la del chino.
La última que yo
sepa, se la han montado en Los Ángeles, California, ciudad hispana por
excelencia empezando por el nombre (Nuestra Señora Reina de los Ángeles) y por
quienes la fundaron. Pues bueno. Allí, con el silencio cuando no el aplauso de
la abrumadoramente mayoritaria comunidad hispana, o sea, gente que se apellida
Sánchez y Martínez, han suprimido el Columbus Day o Día de Colón -con el único
voto en contra de un concejal de origen italiano, para más guasa-, y colocado
en su lugar el Día de los Pueblos Indígenas. Lo cual estaría muy bien en muchos
sitios, sobre todo de México para abajo; pero en Estados Unidos suena a sarcasmo
guarro, porque allí precisamente, en la pulcra América anglosajona, y a
diferencia de la sucia y grasienta América hispana, los pueblos indígenas
fueron sistemáticamente exterminados, y los escasos supervivientes confinados
en infames reservas. Y así, el gran John Ford pudo decirle a Peter Bogdanovich
en una entrevista: "Los indios son
un pueblo digno incluso en la derrota, pero eso no está bien visto en los
Estados Unidos. Al público le gusta ver cómo matan a los indios. No los
consideran seres humanos".
Así que, en fin. Qué
quieren que les diga. Estos días va a estrenarse una película dirigida por
Agustín Díaz Yanes, Oro, basada en un relato del arriba firmante, donde se
cuenta mi manera de ver lo que fue la conquista de América: una sucesión de
episodios fascinantes, terribles, épicos a veces y, desde luego, crueles y poco
simpáticos. Pero asumiendo cuanto de terrible haya que asumir de la Historia,
del horror y de la vida, que en el caso de la Conquista es mucho, el hecho
cierto es que los indios de la América hispana siguen ahí, vivitos y coleando,
compartiendo una lengua formidable entre quinientos millones de personas. Y
muchos, por simple justicia histórica, han venido a vivir a España; mientras en
los Estados Unidos ni están ni se les espera, entre otras cosas porque allí,
con la Biblia y la cochina supremacía blanca por delante, se los cargaron a
todos. Así que, por mí, como hispano que soy, como español que asume sin
complejos su pasado en lo bueno y lo malo, la municipalidad de Los Ángeles
puede irse a hacer puñetas. A excepción del concejal de origen italiano, claro.
Ese tío cachondo.
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