11 de febrero de
2018
Por: Jorge Fernández
Díaz
El último gesto de vida
de Antonio Muscat, segundos después de recibir una lluvia de plomo, es esta
lágrima furtiva que le cruza el rostro final, tendido sobre la vereda
ensangrentada. Nació en Dock Sud, provenía de una humilde familia de
inmigrantes malteses y se casó con una bella croata de tres nombres a quien
todos llamaban Beba. Se recibió de contador público, ingresó en Molinos e hizo
una larga carrera en el grupo Bunge & Born. Su vida personal siguió siendo
sencilla, frugal y feliz: se lo veía siempre cortando el pasto del jardín de su
casa de Quilmes, acompañando a sus tres hijas mujeres y ayudando a los más
pobres desde sociedades de fomento, club de leones y parroquias ribereñas. Beba
lo esperaba todas las tardes con la alegría de una novia. Al día siguiente del
secuestro de los hermanos Born, ella atendió un llamado: "Decile al hijo de puta de tu marido que va a ser el próximo".
Al principio de los violentos años 70, la compañía le había ofrecido
trasladarse a Brasil; luego le intervinieron el teléfono y le pusieron una
custodia. Pero Antonio no quería asilarse ni vivir vigilado; pensó sinceramente
que nadie querría matar a un simple gerente, a un tipo de barrio. Más bien
cavilaba, y no sin algo de razón, que esos amagues eran simples presiones para
que el patriarca de los Born soltara por fin el dinero del rescate. Pero el
patriarca se ponía duro y las negociaciones se dilataban, y entonces los
responsables de la Operación Mellizas tomaron secretamente la decisión de "ejecutar" a algún empleado de
la compañía para ablandar la voluntad, para aceitar el diálogo. Antonio Muscat
no tenía forma de saber que ya se había transformado en un blanco móvil.
Esta mañana del 7 de
febrero de 1975 gobierna Isabel Perón, y hay un sol radiante. Muscat, como
todos los días, se levanta temprano, sale a hacer flexiones y ejercicios de
respiración, se ducha y despierta a Beba: siempre se sienta a su lado en la
cama y le ceba unos mates. Luego carga a dos hijas en su Ford Falcon y cambia
su itinerario de rutina, puesto que debe dejar a una de ellas en la estación de
trenes. "Apurate que tengo varios
coches atrás", le dice. Ella se apura y, por lo tanto, solo le deja un
beso fugaz. Todavía hoy, 43 años después y con la perspectiva del drama, se
arrepiente de aquella fugacidad. El dolor nos vuelve injustos con los detalles.
En la barrera Rodolfo
López un coche le frena a Muscat por la retaguardia, y otro se adelanta y se le
pone a la par. El contador entiende que algo grave está por suceder, porque
comienzan a sonar dos sirenas. La barrera se alza y él pisa el acelerador. Pero
a los pocos metros un tercer auto sale de la nada y lo bloquea, y lo encierran
hacia la derecha. De ellos surgen nueve tipos armados con ametralladoras y le
arrojan gas pimienta. La otra hija de Muscat baja aturdida y se refugia por un
instante detrás del Falcon, y Antonio parece alejarse de ella quizá porque
intuye que van a rociarlo de muerte, y no quiere que las balas la alcancen. Los
asesinos se concentran en él: uno de los proyectiles le entra por el brazo, le
atraviesa el tórax y le toca el corazón.
Cuando se acerca, su
hija lo ve caído y por el rabillo del ojo divisa a los nueve homicidas, que regresan
a sus coches con las ametralladoras humeantes. Es en ese instante de conmoción
cuando observa que aquella lágrima solitaria y última surca la cara de su
padre. Un conscripto que pasa por ahí la ayuda a cargar el pesado cuerpo y a
conducirlo a la Clínica Modelo. Beba Muscat, pocos minutos más tarde, entra en
el quirófano sin saber que su marido ya ha expirado y le grita: "¡Vamos, Antonio, fuerza!".
Hasta que una enfermera la acaricia amorosamente, ella se da cuenta de la
verdad y se desmorona.
Antonio Muscat y su familia |
Muscat fue sepultado
en el cementerio de Avellaneda; dentro de la caja fuerte de su oficina
encontraron varias amenazas firmadas por Montoneros y ERP. Born, que lo conocía
y lo estimaba, ordenó fríamente que pagaran una indemnización, pero solo envió
unas flores y una tarjeta impersonal. Sus dos hijos recobraron la libertad,
pero nadie se acordó nunca de esa familia mutilada. Ni una línea, ni una
palabra, ni un llamado. Beba se sintió abandonada emocionalmente por los
patrones de su esposo. Estuvo un año entero muerta en vida, hasta que de pronto
resucitó: dijo que nunca más iba a consumir la yerba ni la harina ni ningún
otro producto que fabricaran las empresas de los Born, y se dedicó con risas y
con garra a sacar adelante a sus hijas. Jamás volvió a enamorarse, pero logró
que todas hicieran un buen duelo y que no se agitara obsesivamente en el hogar
la memoria de aquel terrible atentado; no quería que sus nietos crecieran con
resentimiento. La dictadura militar les pareció a todas ellas una aberración
inexcusable: lavar sangre con más sangre, combatir el terrorismo transformando
al Estado en terrorista y en sádico asesino en masa[1].
Los posteriores negocios de Born con Galimberti les hicieron rechinar los
dientes. Y la irresponsable mitificación de los montoneros operada por el
gobierno kirchnerista les crispó los nervios. Tuvieron que romper su propio
criterio con esos hijos y sobrinos cuando descubrieron que el clima de época
les inculcaba la épica de la "juventud
maravillosa". Se vieron forzadas a sentar a esos chicos y a
explicarles seriamente lo que había sucedido con el abuelo. Y cómo los miembros
de aquellas bandas armadas jamás pidieron perdón, y el modo en que se
silenciaron a todas sus víctimas mediante una extraña extorsión pública según
la cual evocar las aberraciones terroristas implicaba necesariamente disculpar
el exterminio de Videla y de Massera, o sustentar de manera automática la "teoría de los dos demonios".
Por esa misma razón,
hay 1094 muertos invisibles en la Argentina; la mayoría de ellos, eliminados en
tiempos de democracia. Civiles y no combatientes. Personas que trabajaban para
una multinacional y eran fusiladas con alevosía bajo la acusación de "colaborar con el capitalismo",
o que se encontraban en el lugar equivocado a la hora equivocada, y una bomba
las volaba en pedazos. O policías recién salidos de la escuela que eran agentes
de tránsito y servían como bautismo de fuego para los militantes más
ambiciosos: les disparaban a los vigilantes a mansalva en una esquina y ganaban
así prestigio en el escalafón interno de la Orga. Hirieron, por ese camino, a
2362 ciudadanos y secuestraron a 756 hombres y mujeres.
Los Muscat no
reivindican la represión ilegal, ni repudian las condenas a los militares, ni
siquiera esperan que un juez alcance alguna vez a las cúpulas guerrilleras:
parece demasiado tarde. Solo aspiran a salir del pozo del olvido, ese averno de
silencios donde la muerte es omitida por el Estado y por la sociedad. Los
desaparecidos, con gran justicia, tienen actos, homenajes, museos, parques de
la memoria, lugar en los libros. Estos muertos, en cambio, no tienen nada. Su
recuerdo no solo es necesario para reparar esa sustracción, sino para
cuestionar esta nueva historia oficial que se cuenta en las aulas colonizadas,
según la cual hubo una generación "heroica"
que dio todo por cambiar el mundo. Incapaces de un mínimo pedido de disculpas,
muchos de ellos fueron en verdad asesinos autoindulgentes, arrogantes e impunes
recubiertos bajo la piel de "idealistas".
Pensé mucho en ellos y en Muscat al leer esta semana la novela Patria, sobre
ETA y el País Vasco. Fernando Aramburu, su autor, vino a Buenos Aires y lo dejó
claro: "Matar por un ideal es un
crimen".
NOTA:
Las imágenes, referencias y destacados no corresponden a la nota original.
[1] Las fuerzas legales del estado
fueron arrastradas a una guerra nueva, distinta y traicionera. El campo y modo
de la batalla lo eligió el enemigo que se mimetizaba en la población civil, a
la que atacó al mismo tiempo que al estado. El objetivo de las organizaciones
terroristas era alzarse con el poder del estado a través de la violencia. La
orden de aniquilar el accionar subversivo la impartió el gobierno justicialista
de esa época y aún no se han hecho cargo de sus consecuencias. El personal de
las Fuerzas Armadas, de Seguridad, Policiales y de otros organismos del estado
que se enfrentaron con el enemigo terrorista ha sido investigado, juzgado y
condenado en juicios que fueron una venganza de los vencidos… en esta
oportunidad el estado y sus máximos responsables tampoco garantizaron un “juicio justo”.
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