Polonia 1939: la invasión que desencadenó la II Guerra Mundial |
Polonia es una nación
mártir. Atacada en 1939, nazis y bolcheviques se repartieron su territorio y
población imponiéndole regímenes brutales que aportaron millones de muertos a
la contabilidad del mal como forma de gobierno. Todos sabemos de su sufrimiento
y todos conocemos la historia de las relaciones polaco alemanas una vez
finalizada la segunda guerra mundial.
Demasiados cadáveres,
violaciones y destrucción pueblan las páginas de esta historia como para
suponer que el odio entre ellos sería a perpetuidad. Los polacos aborrecían a
la nación que los había destruido, que había asesinado a millones de sus
habitantes y que había montado en su territorio un archipiélago de campos de
exterminio. Por su parte en los alemanes expulsados de sus territorios por la
nueva demarcación de fronteras crecía el
rencor por la ferocidad de los “untermenschen
eslavos” de otrora que incluía la violación y el asesinato de miles de
alemanes expulsados y el saqueo de sus hogares y granjas en Pomerania, Silesia
y la Prusia oriental, esos miles de
kilómetros cuadrados de territorio alemán que quedaron, luego de la guerra en manos
de Polonia.
Pese a esto, fue la
nación que más sufrió, Polonia -tanto por ser los agredidos como también ser
víctimas de un plan de destrucción y limpieza étnica de una impiedad
manifiesta, eslavos y judíos eran descartables para los nazis- de la que
primero surgió la idea de una reconciliación.
En 1965, a veinte
años de terminada la guerra, los obispos polacos hicieron una oferta de
reconciliación y perdón a los alemanes; a instancia de ellos se formó una
comisión polaco alemana para revisar los libros de texto de historia, corregir
estadísticas erróneas y evitar que los acontecimientos históricos fueran
manipulados descaradamente por cuestiones políticas. Los sucesos del pasado no
han sido olvidados, sino que fueron situados en su contexto (*)
Cabe, una vez leído
esto, una reflexión: lo que dejó la guerra a estas dos naciones, no entraría en
un paredón a medio llenar de nombres muertos. Hoy, salvo grupúsculos sin
brújula que son quienes aún pueden remover esas cenizas para ver si alguna
brasa queda, no hay grieta entre ellos. La grandeza del Episcopado polaco lo
hizo.
Reflexionar sobre
esto nos obliga a los católicos argentinos a hacernos algunas preguntas: ¿por
qué siendo una misma Iglesia, con una misma doctrina -esa que nos dice que a
los mandamientos mosaicos debemos agregarle uno más: “Que os améis unos a otros; como yo os he amado”- en cuarenta años
los prelados argentinos fueron incapaces de lograr una reconciliación que
alemanes y polacos, con mucha más sangre y luto encima, lograron?, ¿por qué
nuestro episcopado -cabeza de una Iglesia que se movió en ambos bandos- no fue
capaz de poner a lo sucedido en su contexto real y prefirió lavarse las manos
emulándolo a Pilato? ¿Por qué sabiendo los obispos argentinos que la justicia
fue utilizada políticamente como elemento de venganza que premió a unos y
condenó a otros, no clamaron contra esa
iniquidad, sinrazón que haría estéril cualquier intento de reconciliación? ¿Por
qué sucedida esta infamia y conociendo las condiciones en que están recluidos
solo los “réprobos” de esta historia
mal contada y tergiversada no se ha escuchado de ellos una sola palabra
pidiendo por la condiciones viles en que están encerrados?
Son preguntas
sorprendentes considerando que quienes son interpelados no son diputados y
senadores de los que sabemos que año tras año se venden en el ara espuria de un
mercado de ocasión, sino que son
aquellos que como católicos aceptamos como pastores de todo el rebaño y de los
que, salvo poquísimas y honrosas excepciones, solo hemos obtenido de ellos como
respuesta el silencio. Silencio que a veces parece tener más que ver con la
complicidad que con la vergüenza. Esta actitud nos obliga a imaginar que las
variadas respuestas que no se animan a dar se basan en la comodidad, en el
miedo a ser considerados políticamente incorrectos, en una incapacidad
pastoral, o, simplemente, en politiquería de oferta.
Hoy, a cuarenta años
de la guerra solo se me ocurren tres palabras para definirlos: Falta de
Grandeza, algo que engloba todas esas respuestas. Quedémonos entonces en eso, y
asumamos que a los obispos argentinos
les faltó grandeza, esa grandeza que le sobró al Episcopado Polaco y que solo
existe si está sustentada por una gigantesca cantidad de amor, generosidad y
esperanza, que es lo que los movió a ellos a lanzarse al mar de la vida dejando
la cómoda orilla del odio.
Es una exageración, a
todos los efectos, querer igualar los dolores de nuestra guerra civil de los
años setenta con la tragedia polaca que empezó en 1939 y recién terminó en
1987; la crueldad de esos días aciagos que vivió la Argentina ni siquiera llega
a ser una gota en el atroz mar de maldad y sangre que ahogó a la nación Polaca.
Tal vez sea una ilusión absurda creer que el episcopado argentino -una vez
recuperada la democracia y pasado un tiempo de duelo- tenía la grandeza
necesaria para haber sido capaz de llevar adelante la obra de los polacos.
Porque hay entre ambos episcopados diferencias sustanciales, mientras la Iglesia Polaca puede mostrar
mártires genuinos -san Maximiliano Kolbe en 1941 en Auschwitz, el beato Jerzy
Popiełuszko en 1984 en los sótanos de la SB comunista, entre muchos- acá los
prelados han inventado un beato de utilería para justificar cuarenta años de
meter sus manos en una jofaina.
(*).- Keith
Lowe.- Savage continent. Europe in the Aftermath of World War II. Viking
Press
Juan José Paso (zona
rural) 2 de marzo de 2019
Non nobis, Domine, non nobis. Sed Nomini tuo da gloriam.
NOTA: Las imágenes y destacados no corresponden a la nota original.
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