De una conversación que tuve con mi amigo José Ramón Calzadilla, (nombre ficticio para su protección personal) asilado en Venezuela, me hizo el siguiente relato sobre su escapatoria de la “Isla Prisión”, Cuba:
El resto de ese día nos preparamos
para defendernos de las patrullas de guardacostas cubanas, con la única pistola
con que contábamos cargada con 8 cartuchos.
Pasados 3 días, descubrimos que
nuestro el “Gordo Luis”, quien había estado vomitando sin cesar y se empeñaba
en remar contracorriente, hacia donde él creía que quedaba Cuba, no comía, pero
insistía en tomar agua en exceso la que, casi inmediatamente, expulsaba hacia
el mar, lo que nos obligó a adoptar un estricto método de racionamiento de una
reserva del vital líquido que disminuía rápidamente.
Al amanecer del quinto día
constatamos que casi no quedaba agua en el contenedor, porque el “Gordo Luis”,
se había aprovechado, mientras dormíamos, para consumirla, lo que originó una
discusión y forcejeo que puso en peligro la seguridad de la endeble embarcación
que me obligó a sacar mi pistola. Conminé al “Gordo Luis” a que se calmara,
pero lejos de tranquilizarse golpeo a mi compañero en el rostro reiterando su
intención de retornar a Cuba. En un descuido, el furioso Gordo se abalanzo
sobre mi para quitarme el arma y en el forcejeo accidentalmente se disparó un
tiro cuya bala se alojó en la parte baja del vientre del “Gordo Luis”, quien
empezó a sangrar por la herida y se fue retirando hacia atrás hasta tropezar
con la cava donde se conservaban los alimentos, cayendo sentado de cara a
nosotros quienes nos precipitamos sobre él para auxiliarle, solo que al
levantarle la camisa pudimos ver un orificio sin salida que le había penetrado
en el bajo vientre, mientras un hilito de sangre le salía por la herida.
Procedimos a cubrir su lesión con un paño, pues no habíamos previsto una
situación de esa naturaleza en lo que se presumía un corto viaje hacia Jamaica.
En la tarde de ese mismo día,
sentimos que algo pesado había tropezado contra el fondo del bote de madera y
fibra, que, al investigar, nos dimos cuenta que estábamos rodeados de tiburones
que nadaban a nuestro alrededor. Cientos de escualos hambrientos que tal vez
esperaban que alguien cayera al agua para saciar su hambre, mientras que, por
una pequeña fisura, en el fondo de la embarcación, comenzaba a entrar agua.
En la noche llovió un poco, dándonos
la oportunidad de saciar nuestra sed y de paso recoger un poco de agua para
tomar y limpiar la herida de nuestro compañero. Así mismo, constatamos que el
“Gordo Luis” tenía una fiebre que le obligó a recogerse en la popa del bote,
sin hablar ni dar señales de mejorar.
Durante los próximos 5 días se
agotaron las provisiones de comida y de agua, mientras Luis continuaba
delirando y prendido en fiebre. La grieta en el fondo de la embarcación
empezaba a agrandarse y el bote hacia agua, aumentando nuestra angustia.
Esa noche, mientras evacuaba el agua
divise en el horizonte las luces de una embarcación que se deslizaba, desde el
oeste hacia el este; al poco rato vimos otras luces que se movían en la misma
dirección y antes del amanecer otras, que avanzaban en sentido contrario, pero
tan lejos en el horizonte que no nos animamos a hacer señales; pero todo
indicaba que estamos relativamente cerca de un corredor de tráfico marítimo lo
que aumentaba nuestras esperanzas de que alguien nos rescatara.
La debilidad causada por la tarea de
achicar agua, que amenazaba con hundir la embarcación, la falta de alimentos y
la sed causaban estragos en nuestra moral, pero el deseo de sobrevivir a la
tragedia era más fuerte, mientras mi compañero me suplicaba que no le dejara
morir ahogado.
Al amanecer del día 25 de estar a la
deriva, me acerqué a ver cómo estaba mi amigo Luis, solo para constatar que
había fallecido. Entonces decidimos tirarlo al mar, a fin de evitar cualquier
tipo de contagio con las bacterias producidas por la herida en el estómago del
Gordo que desprendía un olor nauseabundo.
Pasado solo dos días, después de
haber salido del cuerpo del “Gordo Luis”, cuando a las diez de la mañana fuimos
sorprendidos por la sombra de un monstruo que se erigía al lado de nuestra
embarcación, como si intentara tragársela. Instintivamente me dispuse a
defenderme con los pocos cartuchos que me quedaban. Un hombre con un altavoz en
su mano derecha, quien se fungía como el capitán del buque, nos pidió que nos
identificáramos antes de subirnos. Le manifestamos que éramos militares cubanos
desertores. El capitán nos contestó que ellos no podían recogernos porque iban
precisamente hacia Cuba a entregar un cargamento de petróleo y si nos llevaban
de vuelta, a Fidel Castro le complacería mucho mandarnos a fusilar. Tampoco nos
podían dejar en una embarcación a punto de zozobrar. De tal manera que bajaron
un pequeño bote de goma que unos marineros nos ayudaron a transbordar.
No se marcharon sin antes
suministrarnos abundante agua, comida y medicinas para las quemaduras causadas
por los rayos solares, el bote salvavida contaba con una cubierta anti RU,
linterna, pistola y cartuchos de señales, transmisor satelital (GPS), equipo de
primeros auxilios y un pequeño equipo para tratamiento de agua salada, y
carretes, anzuelos y demás material de pesca.
Cuando el tanquero se perdió en el
horizonte, procedí a lanzar la pistola al mar y juramos no informar nada de lo
sucedido con Luis.
En la tarde de ese mismo día,
observamos como nuestro bote era irremisiblemente tragado por “el mar de la
felicidad”, llevándose consigo los recuerdos de un escape de las garras de la
opresión castrista.
Hay miles de anécdotas como el arriba
relatado, sobre millones de personas que conforman la diáspora pugnando por
escapar de las garras del totalitarismo comunista, pero ninguna historia sobre
alguien que haya luchado para ingresar a Venezuela, Cuba o Nicaragua, en donde
sus pueblos están secuestrados por la Delincuencia Organizada. Miami, 24 de
octubre de 2020. rdbustillos@gmail.com, @rdbustillos.
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