Resulta temerario
insistir en llevar al banquillo de los acusados a tres miembros de la Corte por
haber actuado conforme a la ley
Jueves 27 de julio de
2017
Un fallo reciente de
la Corte Suprema de Justicia , del que ya nos hemos ocupado desde estas
columnas, benefició a Luis Muiña -condenado por delitos aberrantes- por la
aplicación de la llamada ley del "dos
por uno", vigente en ese momento. El máximo tribunal aplicó el
principio de la ley más benigna, en la interpretación de que aquella norma no
había excluido de su alcance los llamados delitos de lesa humanidad.
Ello ocurrió con
anterioridad a que la ley del "dos
por uno" fuese, después del referido fallo, objeto de una rápida norma
aclaratoria respecto de su alcance, que ahora excluye del mencionado beneficio
los delitos de lesa humanidad. Por ello, el fallo citado había aplicado
correctamente el derecho que estaba vigente al tiempo del delito, más allá de
las repudiables características del crimen mismo y de la personalidad de su
autor.
Las normas se aplican
a todos por igual, porque la Justicia debe tener una sola vara, con
prescindencia de consideraciones políticas o ideológicas. Esa vara es la misma
para todos. Y como la decisión, reiteramos, se tomó conforme al derecho vigente
al tiempo de ser emitida, obviamente no había otra alternativa que aplicar y
hacer cumplir la ley.
Ahora se ha puesto
nuevamente en marcha otro aberrante pedido de juicio político contra los tres
altos magistrados que conformaron la mayoría en el fallo antes aludido, fundado
en los parámetros que conformaron la decisión y pese a que ella se ajustó, como
hemos dicho, al derecho vigente al tiempo de ser pronunciada. Además, el letrado
Marcelo Parrilli presentó una disparatada denuncia por prevaricato, que fue
recogida por el fiscal Guillermo Marijuan, contra esos tres miembros de nuestro
más alto tribunal: Elena Highton de Nolasco, Horacio Rosatti y Carlos
Rosenkrantz.
En las democracias,
cada juez es un universo en sí mismo. Debe ser independiente. Por ende, no
puede ser tenido por agente de ninguno los demás poderes ni estar sujeto a
presiones políticas de ningún tipo.
Ello exige el respeto
por las opiniones de los magistrados, de las que sólo ellos son dueños. No es
posible pensar en una justicia independiente si, desde ciertos organismos de
derechos humanos, se procura que los jueces tengan una suerte de uniformidad
ideológica, una única visión sobre algunos temas. O, peor aún, que sean
instrumentos de terceros.
Los jueces son los
encargados no sólo de hacer justicia en los casos individuales, sino también de
proteger y salvaguardar la Constitución, así como de defender las instituciones
y los valores centrales de la democracia, entre ellos los de la separación de
poderes, el respeto por el Estado de Derecho, la vigencia efectiva de los
derechos humanos y, naturalmente, también de su propia y crucial independencia
en el actuar.
La democracia exige
una actitud de tolerancia hacia las opiniones y creencias de los demás. Lo
contrario es pretender uniformar puntos de vista o unificar actitudes. La
tolerancia es una fuerza esencial desde que nos permite vivir juntos y, sin
embargo, poder mantener nuestras diferencias sin imponernos unos a otros una
sola conducta ni un discurso único.
La independencia de
los jueces exige que cada uno de ellos sea realmente libre para decidir con
auténtica objetividad e imparcialidad las causas que se le someten, con su
propia valoración de los hechos e interpretación del derecho. Sin sufrir
presiones directas o indirectas, y sin reconocer otra autoridad que aquella que
emana de la propia ley para que, de ese modo, la sociedad toda pueda confiar en
sus magistrados, defenderlos y respetarlos, sabiendo que no son parte
interesada en los diferendos en los que intervienen. No pueden serlo, como
tampoco deben ser actores a los que se pueda llegar a intimidar, conscientes de
que dictar justicia no es apenas un trabajo por realizar, sino la defensa de
una forma de vida que no busca ni la riqueza ni el protagonismo, sino la
verdad.
Los magistrados no
pueden estar expuestos a ser arrinconados por presiones ni a transformarse
ellos mismos en instrumentos de coacción o intimidación. En los últimos años,
durante las recientes gestiones kirchneristas, se procuró transformar a muchos
de ellos en "militantes",
en personas sin independencia de criterio o agentes al servicio de ideologías
particulares, cuando no en una suerte de brazo dócil de la política partidaria,
como es el caso de la agrupación Justicia Legítima.
Es indispensable
denunciar y desterrar esas prácticas. Y defender con claridad la independencia
de nuestros jueces asignándoles el papel que las democracias les tienen
reservado: ser un instrumento esencial contra la arbitrariedad tanto del sector
público como del privado, poniéndolos a salvo de quienes procuran manipularlos.
Entre ellos, algunos notorios organismos de derechos humanos que pretenden
arrogarse una suerte de monopolio de la verdad, especialmente cuando de la
defensa de esos derechos se trata. Con el mismo afán populista e ideológico,
esos mismos organismos podrían absurdamente haber iniciado alguna acción contra
los legisladores que durante tantos años avalaron la ley del "dos por uno" también para
represores.
Es el mismo caso de
quienes ahora presionan en forma intimidatoria sobre tres de los integrantes de
nuestro más alto tribunal con un ridículo pedido de juicio político.
Como hemos sostenido
desde estas columnas, procurar sentar en el banquillo de los acusados a tres
ministros de la Corte que actuaron aplicando la ley con valentía y total
independencia del poder político importa una actitud reprobable, temeraria y
propia del populismo judicial.
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