Por Jorge Milia El siguiente artículo fue publicado
días atrás por L’Osservattore Romano perteneciente a la serie "Il gergo di
Francesco", del periodista, poeta y director de Diario CASTELLANOS.
Evangelii gaudium resulta ser una caja de sorpresas.
Yo sabía que viniendo de Francisco esas sorpresas eran previsibles y
encontraría varias. Pero no soy de lectura rápida, suelo tomarme mis tiempos y
no sólo leer sino también releer. Por eso, cuando un amigo me llamó por
teléfono y preguntó:
- ¿leíste Evangelii Gaudium?
- Estoy en eso – le contesté un poco con la verdad y
otro poco sin ella
- Bueno en el punto 96 ha incluido algo para ti –
- ¡Cómo va a incluir algo para mí! ¿qué es lo que ha
puesto?- dije quejándome y cayendo en la trampa de quien me telefoneaba.
- ¡Un bergoglismo! – exclamó y yo suspiré aliviado
obviando cualquier responsabilidad.
- ¿Cuál?
- El “habraqueísmo”
- ¡Oh! ¡Toda una doctrina! Este hombre está decidido a
alterar la historia –
- ¿Del mundo?
- Del mundo seguramente, pero a mí lo que me preocupa es
la de las palabras cruzadas.
Mi corresponsal dijo que yo estaba definitivamente perdido y cortó.
No sé por qué varios coinciden en eso. Por mi parte fui directamente al texto.
Lejos de la chanza telefónica volví a la práctica de siempre. Sucede que cuando
leo un texto suyo me parece estar escuchándolo. Se me estrujó el corazón al
leer sobre “quienes se conforman con tener algún poder y prefieren ser
generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón
que sigue luchando”. Esa frase, pensé, sólo puede venir de un jesuita. Un
Ignacio de Loyola que abandona la gloria de unas armas por la de otras distintas.
Simples soldados de un escuadrón que siguen luchando sin importar el resultado
de la batalla, porque la gloria se da por descontada cuando se lucha en el
bando de Dios. Y recordé a un Jorge
Bergoglio S.J. muy joven, dirigiendo una ignota obra de teatro de otro jesuita,
Juan Marzal S.J. sobre la vida de San Ignacio. Más jóvenes aún, Rogelio Pfirter
y quien suscribe, dos de sus alumnos, jugando, el primero, el rol de Ignacio de
Loyola y el segundo de un oficial pendenciero, amigote de juergas del Capitán
de Artillería ahora convertido. Según dijeron los papeles estaban dados según
el physique du rol de cada uno.
Gracias Padre Bergoglio por lo que a mí me tocaba. Mi parlamento no era muy
extenso. Le decía a un Ignacio ya repuesto de sus heridas:
- Vuelve a la guerra/ a fuer de caballero! – exclama
Arregui que no quería perder a su amigo. Y él me explicaba con aire de
reconciliación:
- No abandono las armas, / fuera indigno! / Yo las
cambio, / en vez de espada /una cruz que no mata al enemigo,/ antes bien, le da
vida…
Siempre recordé ese “No abandono las armas”, asociado
a que la Fe era milicia y la batalla, permanente.
Me he detenido en esa imagen porque el bergoglismo de
hoy apunta a la otra cara de la moneda. Así, frente a la acción, frente a la lucha,
frente a esa “vida deshilachada en el servicio” aparecen los otros, los
estrategas de la derrota, los cerradores de iglesias, los ahuyentadores de
fieles. Los vanidosos teóricos de “lo que habría que hacer.
Francisco inaugura para ellos un nuevo pecado: el
“habriaqueísmo”. Vistos en perspectiva hace mucho tiempo que se aprovechan de
esa actitud, teñida de Fe como la de las viejas balconeras. Desde la comodidad
de sus despachos estos generales derrotados teorizan sobre lo que habría que hacer,
lo que habría que decir, lo que habría que pensar… Lo mismo que nunca se
animaron a llevar a cabo. Porque era difícil, porque estaban cansados, por
estar ahítos de comodidad, empachados de vanidad. No sé por qué me asaltan
estos bergoglismos, pero entiendo, desde adentro, lo que marca al hablar de los
generales de la derrota. Aquellos
responsables que perdieron contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo. Es
que el general que olvida que es soldado y que lo que importa es librar un buen
combate, está derrotado. Quizá porque ya no entiende que si nos acompaña la Fe
la victoria está más allá del resultado de la batalla, no en la vanidad del
reconocimiento mundano sino en el encuentro con Dios.
Jorge Milia
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