El art. 268 (1, 2 y
3) del Código Penal, define y sanciona el delito de Enriquecimiento ilícito de
funcionarios públicos. Es la forma en que el Estado demuestra y ejerce su
interés en la lucha contra la corrupción. Se trata de un delito de difícil
comprobación, ardua instrucción y casi imposible condena. Porque una cosa es el
Estado y otra el Gobierno, pese a que haya mandatarios y mandatarias que
supongan que se trata de la misma cosa. De ahí que si bien el Estado, a través
de sus normativas aspire a impedir la corrupción, un gobierno corrupto por
lógica consecuencia tratará de evitar cualquier investigación que lleve a sus
funcionarios a la cárcel. No otra cosa es atacar a la prensa que investigue y
publique casos de corrupción o el intento de suspender fiscales y jueces que
pretendan cumplir con su obligación o la radicación de querellas penales contra
quienes se atrevan a denunciar tales delitos. A un gobierno corrupto no le
faltarán mandaderos entusiastas que se encarguen de cumplir con tales diligencias
y amedrentamientos. Es por eso que a los argentinos nos extraña tanto ver en
países hermanos a funcionarios que son separados de sus cargos ante la mínima
sospecha de corrupción, nos sorprende la independencia de sus tribunales para
instruir la causa y nos ocasiona envidia la libertad de la prensa para divulgar
la noticia.
Y, finalmente, nos
esperanzamos ante el ejemplo de la cárcel como destino inexorable de los
corruptos.
Es lo que nunca
veremos en nuestro país. La reforma del Código Procesal Penal en manos de la
Procuradora General de la Nación, debidamente monitoreada desde la Casa Rosada,
impedirá cualquier intento de combate a la corrupción.
Sólo podrá cambiar
esta penosa realidad si los líderes de las fuerzas opositoras bajasen de sus
pedestales y antepusieran la Patria a sus personales y mesiánicas pretensiones.
Juan
Manuel Otero
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