Aun cuando hubieran
abusado del poder del Estado para someter a la guerrilla sin reparar en los
métodos, los presuntos represores juzgados en estos años merecen ser respetados
en sus derechos
Por Horacio M. Lynch[1]
En la Argentina hay
un grupo de detenidos en cárceles comunes, o en sus casas convertidas en
prisión, que no tienen visibilidad. No están lejos, como en la Siberia de la
Rusia soviética, pero, aun así, es como si no existieran. Salvando las
distancias, este gulag se diferencia del soviético en que aquí quienes lo han
creado no son los comisarios políticos de la Rusia comunista, sino los propios
jueces de la Nación. Cuando se menciona en forma oficial a estos detenidos, se
los llama genocidas. Son los detenidos por lesa humanidad o, simplemente, "lesa". Se trata de personas mayores, y muchos de ellos ya han muerto en estas
condiciones. Fueron apresados en procesos cuestionables, pero quien reclame
garantías para ellos será acusado de protegerlos. De modo que son pocos los que
se animan a hablar.
Ciertas
organizaciones de derechos humanos impulsan estos procesos sin reparar en las
irregularidades que se cometen. Del total de los detenidos, algunos han sido
condenados, pero muchos se encuentran en proceso y representan un porcentaje
muy superior al normal. La mayoría de ellos coexiste en cárceles con
delincuentes comunes. Otros están enfermos y han convertido sus hogares en
prisiones; aun sin el infierno de la cárcel, el otoño de sus vidas los
encuentra sin libertad. La pregunta es inevitable: ¿quién les devolverá esos días de vida en caso de que sean
desprocesados?
Resulta fácil apelar
a los derechos humanos para proteger a una disidente de un país asiático. Pero
muy difícil sostenerlos cuando se trata de criminales abyectos, violadores
pederastas, torturadores, secuestradores de niños, enemigos o terroristas, o
aun de espías como los que vemos en la película Puente de espías[2].
Se olvida un principio angular de los derechos humanos: dar igualdad de trato y
las mismas garantías aun a acusados de los más graves crímenes.
Lo preocupante es que
en nuestro país, supuestamente para defender los derechos humanos, resulta
lícito castigar a este grupo a riesgo de violar sus garantías. Como axioma, el
ejemplo que damos al mundo desde la Argentina es que estas personas deben ser,
efectivamente, escarmentadas, sojuzgadas y llevadas al límite del castigo.
Así como en los años
de plomo se llegó a la conclusión -hoy vista como demencial- de combatir a la
guerrilla terrorista con otra forma superior de terrorismo, ahora se acepta
otra peculiar visión: para afirmar los
derechos humanos en la Argentina pueden aceptarse ciertas violaciones de los
derechos de los presuntos represores aun cuando, al hacerlo, se desconozcan las
convenciones internacionales sobre la edad y la prisión preventiva, entre
otras.
En la Argentina, el
promedio de condenas a prisión efectiva es del 0,5%, mientras que el de los
juicios de lesa humanidad es del 91%. ¿Qué es, entonces, lo que justifica esta
inusual desigualdad en un mismo sistema judicial? ¿Cómo explicar que se llegó al resultado de
incriminar a un bando y salvar al otro anulando leyes y una sentencia firme de
la Corte Suprema? Cuando actúa la Justicia, el deber del Estado es
ser neutral. Pero en los mal llamados casos de lesa humanidad, durante la
administración kirchnerista el Estado hizo lo opuesto: se comprometió a no ser neutral y se empeñó en
buscar condenas a cualquier costo.
Para "perseguir" a posibles
represores, de manera deliberada o no, se desniveló brutalmente la balanza de
la Justicia. Se destinaron todos los recursos del Estado a perseguirlos
-infraestructura, oficinas, personal, abogados- mientras que los detenidos carecen
de recursos para su defensa y no tienen libertad. ¿Cómo podrían equipararse, cómo reconstruir los
hechos, cómo revisar causas diseminadas por todo el país, cómo convocar a
testigos?
Tan graves como la
doctrina que permitió estos juzgamientos sesgados son las pruebas, que en
muchos casos no existen, que son parciales en otros y que en numerosas
ocasiones fueron irregularmente obtenidas. El germen fue un "organismo
pseudojudicial", los llamados Juicios
por la Verdad, que, con la valiosa misión de encontrar las tumbas de los
desaparecidos, se reorientó a producir innumerables pruebas sin los mínimos
recaudos legales. Estas piezas viciadas constituyeron luego la base de los
procesos. Por
ejemplo, la irregularidad de testigos que no pueden ser repreguntados.
Lo que se prioriza, en verdad, es evitarle un hipotético riesgo a la libertad
de los acusados. Hubo audiencias con
banderas, insultos, bombos y pancartas. Recordemos que un abogado defensor
salió sangrando de la sala de audiencias y en una ocasión hasta se hostigó a
Alfonsín cuando declaraba como testigo.
Se
ha desviado el poder del Estado en su expresión más prístina, como es la
Justicia, para castigar a los del gulag. Éstos abusaron del
poder del Estado para someter a la guerrilla sin reparar en los métodos,
alentados por los "cantos de
sirena" de una sociedad que reclamaba la paz a cualquier precio al
tiempo que decía "por algo
será".
La aceptación social
de este gulag tiene cierta semejanza y parecida irresponsabilidad si se
considera el hecho de que hoy no se verifica aquella conmoción social que
entonces sacudía el país. Atribuyo esta aceptación también a la experiencia de
una "ingeniería social" que
hizo posible que las actuales
generaciones tuvieran una versión deformada de lo ocurrido en los años 70,
tanto de la guerrilla como de su represión aplicando el terrorismo de
Estado. Eso hace posible que quienes no vivieron aquellos hechos ni siquiera se
planteen la posibilidad de que lo ocurrido no fue exactamente como se lo
contaron. Muchos de los que lo vivieron prefieren aceptar la tesis oficial de
la administración kirchnerista. En consecuencia, todo intento de que se
respeten los derechos resulta políticamente incorrecto.
Descuento la buena fe
en la mayoría de los casos. Pero en algunos hay mala fe y no vacilan en desviar
al Poder Judicial para una venganza que tiene cierto grado de perverso
virtuosismo. Con el argumento de recurrir al poder punitivo legal del Estado,
se lo desvía para perseguir a unos y salvar a otros. Es una manera de cubrir a los "combatientes"
de entonces con la aureola de martirio que certifican estas decisiones
judiciales.
Afortunadamente, ya se escuchan algunas prestigiosas voces que
reaccionan. En definitiva, lo que se pide es que la ley se cumpla para todos.
El derecho de gentes,
las normas internacionales y los principios inmutables del derecho de las
naciones civilizadas coinciden en que la justicia tiene que ser igual para
todos. Que los derechos elementales
deben ser respetados y que nadie es culpable hasta que una sentencia lo
declare.
La igualdad de las
partes en el proceso es otro principio rector, y debe procurar que el derecho
de defensa esté nivelado. Las garantías en la producción de las pruebas, que
tanto ha avanzado en el derecho penal con la teoría de la prueba venenosa, que
descalifica aquellas obtenidas sin garantías, fueron brutalmente ignoradas en
nuestro caso.
En la antigüedad se
segregaba a los leprosos por asco y por pecadores, y escandalizaba que
Francisco de Asís los besara. Los del gulag son los leprosos del siglo XXI. Esperemos que
el Año de la Misericordia que proclamó nuestro Francisco lleve a imitar
aquellas actitudes, en consonancia con su reciente mensaje en la cumbre contra
la trata: "Y esta delicada
conjunción entre la justicia y la misericordia, que en el fondo es preparar
para una reinserción, vale para los responsables de los crímenes de lesa
humanidad".
NOTA:
Los destacados no corresponden a la nota original.
[1] Abogado, fue presidente del
Foro de Estudios sobre la Administración de Justicia
[2] Década de los años 60. Estados
Unidos y la Unión Soviética se encuentran en plena Guerra Fría. El 1 de mayo de
1960 un avión espía estadounidense es derribado por el ejército enemigo cuando
sobrevolaba territorio soviético. Sorprendentemente, el piloto Francis Gary
Powers (Austin Stowell) logra escapar gracias a su paracaídas. Cuando ya se
creía a salvo, el piloto del avión U-2 es capturado por los soviéticos. Tras
este suceso, el abogado especializado en seguros James B. Donovan (Tom Hanks)
es reclutado por la CIA como encargado de negociar la liberación del soldado.
Ante este encargo casi imposible de negociar, el
abogado de Brooklyn se ve súbitamente inmerso en las entrañas de la Guerra
Fría, ya que su misión supone llevar a cabo intensas negociaciones, para
canjear al piloto estadounidense capturado y poder así liberarlo. La pieza
clave del acuerdo con los soviéticos será Rudolf Abel (Mark Rylance), espía del
Kremlin atrapado por el FBI en la Brooklyn de 1957.
Con el único objetivo de hacer lo que es justo y
correcto, este hombre ordinario y padre de familia tendrá que enfrentarse a
situaciones extraordinarias, y arriesgarlo todo en defensa de valores como la
integridad, el idealismo y la honradez.
Basado en hechos reales, este thriller de espionaje
ambientado en los años 60 lo dirige el oscarizado Steven Spielberg (Lincoln,
Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio, Indiana Jones y el Reino de
la Calavera de Cristal). En esta ocasión, el director cuenta con la
colaboración de los hermanos Ethan y Joel Coen (A propósito de Llewyn Davis) al
frente del guión, junto a Matt Charman (Suite francesa). El reparto lo componen
Tom Hanks (Capitán Phillips, Ángeles y demonios, La guerra de Charlie Wilson),
el actor teatral británico Mark Rylance (Caza al asesino, Wolf Hall), Amy Ryan
(Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia), Plan de escape), Alan Alda
(The Blacklist, Sácame del paraíso), Domenick Lombardozzi (Lazos de sangre,
Boardwalk Empire) y el alemán Sebastian Koch (El libro negro, Amén).
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