Por Luis Alberto
Romero. Historiador
La
manera en que se desarrollaron los juicios en curso por crímenes de lesa
humanidad, reabiertos en 2005, y el trato que se dio a los condenados y a los
procesados sin condena, afectan dos principios básicos de nuestra democracia:
el Estado de Derecho y los Derechos Humanos.
Me centraré
estrictamente en dos puntos: la forma de hacer justicia y la vigencia de los
derechos humanos, subrayando que uno y otro principio se sostienen sólo si son
universales e iguales para todos. La
Justicia busca la verdad judicial, que a diferencia de la verdad subjetiva, se
basa en hechos probados, más allá de toda duda razonable. En este principio
se asienta el estado de Derecho, que es la piedra fundamental de la
institucionalidad democrática.
Los juicios de 1985 a
las Juntas Militares fueron reconocidamente impecables: cumplieron su función
punitoria, afirmaron la soberanía de la ley, cimentaron el Estado de Derecho y
fundamentaron los Derechos Humanos. Cuando
se reabrieron los juicios, en 2005, la idea de justicia había sido desplazada
por la de retaliación o revancha. En un nuevo contexto político, se cambió
la defensa inicial de la Justicia, la Verdad y la Memoria por el reclamo de la
justicia del Talión: quienes habían cometido delitos de lesa humanidad no
merecían ni un juicio justo ni el amparo de los derechos humanos.
Desde 2005 han sido
imputadas unas 2.500 personas, pertenecientes a las Fuerzas Armadas y de
Seguridad de todo rango, así como miembros del poder judicial. Luego de diez
años, 76 fueron absueltos y 723 condenados, la gran mayoría con cadena
perpetua. Unos mil imputados y acusados
están en cárceles, y a la mitad de ellos se les deniega sistemáticamente la
prisión domiciliaria, pese a reunir todas las condiciones que marca la ley.
No hay perspectivas de que el trámite se acelere, y la lista de imputados sigue
abierta.
He reunido muchos
testimonios sobre los juicios sustanciados, particularmente de funcionarios
judiciales que actuaron en varios de ellos, y pude corroborar buena parte de
sus datos en las crónicas periodísticas.
El entorno de los
juicios fue muy diferente al de 1985. El
Gobierno, con una idea preconcebida sobre la necesidad de una punición extrema,
designó jueces y fiscales “militantes”,
la mayoría de estos ad hoc, y presionó en ese sentido al resto de los jueces.
En el proceso “inclinaron la cancha”
de muchas maneras. Al modo de los tribunales populares de la Revolución
Francesa, el público hostigó a los acusados y sus defensores, y alentó a los
fiscales y abogados querellantes, quienes por su parte orientaron sin
restricciones el testimonio de sus testigos, sugiriendo las respuestas.
El justo castigo es
un principio fundamental, pero una condena sólo es legítima cuando hay pruebas
fehacientes, más allá de toda duda razonable. No es el caso en estos juicios. Muchas veces bastó el lejano
recuerdo de un único testigo para que la culpa del acusado se diera por
probada. Lo peor es que a priori, se decidió que todo el que estuvo en un lugar
en donde se torturaba había sido un “partícipe
necesario”, a menos que pudiera demostrar su inocencia.
En las sentencias hay
casos bien probados, con penas justificadas, pero otros -probablemente muchos-
están débilmente fundamentados o viciados por el inadmisible criterio de
inversión de la prueba, especialmente en el caso de oficiales jóvenes o
personal subalterno. Se condenó de la
misma manera a un general y a un conscripto que participó ocasionalmente en una
detención clandestina. Todos reciben cadena perpetua.
Por otro lado, está
la situación de las personas. A la mayoría de los detenidos de edad avanzada,
ya sean condenados o sólo imputados, se les niega la posibilidad de la prisión
domiciliaria, que por ejemplo le fue concedida a Arquímedes Puccio o a Barrera,
el dentista femicida de La Plata. Así, ancianos enfermos y mal atendidos ven
agravarse sus dolencias como consecuencia de una atención médica inapropiada e
insuficiente. A la fecha han muerto en
prisión cerca de 400 detenidos, y seguirán muriendo.
El espíritu
vindicativo, que como todas las malas pasiones de la historia tiene sus
militantes, sus consentidores y sus indiferentes, está erosionando dos pilares
de la democracia institucional, ya bastante maltrecha. Lo peor es que se trata
de un tema casi prohibido, del que nadie quiere hacerse cargo. Nadie termina de
aceptar plenamente que hasta el peor criminal es una persona con derecho a un
juicio justo y a un trato humanitario. Parecería que el terrorismo criminal, en
lugar de desaparecer, consigue pervivir a través de quienes dicen combatirlo,
especulando, como en aquellos años, con el conformismo o el pasivo asentimiento
de los otros.
¿Qué hacer? No se
trata de amnistías ni mucho menos de indultos, que agregarían más daño al
principio del Estado de Derecho. Pero hay algo urgente en términos
estrictamente humanitarios: ocuparse de los ancianos y enfermos, que tienen
derecho a un buen morir. Y algo necesario: considerar
la revisión neutral y experta de las sentencias, para corregir las defectuosas
y salvar el principio del juicio justo.
NOTA:
Las imágenes y destacados no corresponden a la nota original.
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