Los tres evangelios
sinópticos recogieron un episodio impresionante de la vida de Jesús: la
liberación de un endemoniado. Ocurrió en Gerasa o Gádara, un pueblo de la
Transjordania. Mateo, en una variante más breve del mismo relato menciona a dos
endemoniados. Marcos habla de un hombre poseído por un espíritu impuro; Lucas,
por su parte, anota que se trata de un varón que tenía demonios. Estos últimos
textos lo describen como un loco furioso, incapaz de vivir en sociedad.
Mientras Jesús silenciosamente está expulsando al mal espíritu, éste reacciona,
suplicante, porque sufre al abandonar su presa. El Señor le preguntó su nombre.
La respuesta fue: mi nombre es Legión,
porque somos muchos (Mc. 5, 9). El nombre "Legión"
designaba una unidad militar de más de 6000 hombres; es un término técnico
propio del latín, que pasó al uso del griego y del arameo. En el caso, da a
entender que era un entero ejército diabólico, como un poder organizado, el que
se había apoderado de aquella criatura y la había deshumanizado.
Demonio es el diablo,
Satanás, en el pasaje evangélico, pero en nuestra lengua el sustantivo se
aplica en sentido figurado a una persona perversa y maligna. Valga la
divagación para introducir un asunto delicado y discutido. ¿Cuántos demonios poseyeron a la Argentina en la sangrienta década del
70 del siglo pasado? Aquellos fantasmas nos siguen obsesionando y
dividiendo. Como el lector ya habrá advertido, estoy aludiendo a la "teoría
de los dos demonios". Se ha inculpado al escritor Ernesto Sabato
de ser su autor; la izquierda se ensañó con él criticando un pasaje del prólogo
de "Nunca
más", el informe de la Conadep: "Durante la década del 70 la
Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema
derecha como desde la extrema izquierda. A los delitos de los terroristas, las
Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el
combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el poderío y la
impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y asesinando a miles de
seres humanos". Recordemos la accidentada secuencia de la cantidad
de víctimas de la dictadura; mejor dicho, del atroz invento de esa gente, los
desaparecidos: 7380 según el recuento de la Conadep; luego 8961; según otros
informes, 13.000; después 22.000, hasta llegar a la cifra mítica de los 30.000,
obligatoria de sostener según es ley en la provincia de Buenos Aires. Aunque
una sola persona hubiera corrido esa suerte, se trataría siempre de una
atrocidad.
En 2006 los
impugnadores de Sabato y de los demás investigadores de aquel primer intento
lograron reformular las expresiones del insigne escritor. Se impuso entonces
este párrafo: "Es preciso dejar
claramente establecido, porque lo requiere la construcción del futuro sobre
bases firmes, que es inaceptable pretender justificar al terrorismo de Estado
como una suerte de juego de violencias contrapuestas como si fuera posible
buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares frente al
apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado, que son
irrenunciables". Según tales revisionistas, hubo un solo demonio: el
Estado. Ellos no parecen ser historiadores científicos, objetivos, ya que olvidan los miles de crímenes de los "jóvenes idealistas",
escalonados con frecuencia y furia crecientes desde el asesinato del general
Aramburu: secuestros extorsivos con ganancias de millones de dólares para
invertir en armas, ataques a unidades militares cuyas mayores víctimas fueron
los jóvenes "colimbas";
cientos de atentados, ubicuos, con el fin de ostentar un poder cada vez mayor;
intento de "liberar" un
territorio con el propósito de hacerse reconocer internacionalmente; y un largo
etcétera, en el que pueden incluirse las delaciones internas en los grupos y
los tratos subrepticios con sectores de las Fuerzas Armadas.
Fueron peligrosos
delincuentes esos "angelitos".
Sin justificar lo injustificable, es posible afirmar, según las declaraciones
de ambas partes, que existió una cierta simetría, aunque variable a través de
las peripecias de los enfrentamientos. ¿Con
qué derecho los diversos agrupamientos subversivos se arrogaban la
representación del pueblo, aun en el período en que regía una precaria
democracia? Conviene recordar que los Montoneros surgieron del seno de la
Iglesia: nacionalismo católico, Acción Católica, Pastoral Universitaria, con el
aliento de los Sacerdotes para el Tercer Mundo y el horizonte ideológico de la
teología de la liberación, el presunto mensaje de Medellín y un supuesto "espíritu del Concilio". En el
otro frente, la policía y las Fuerzas Armadas contaban con los respectivos
capellanes, que podían haber alertado a sus autores, con riesgo, por cierto,
acerca de las atrocidades que estaban cometiendo.
No hubo un solo
demonio suelto en aquellos años. Tampoco, en mi opinión, fueron solamente dos. Fueron Legión. Durante su tercera
presidencia el general Perón dio órdenes de "aniquilar a la
subversión" y determinó los instrumentos policiales que debían
ejecutarla; continuaron obrando mientras gobernaba su esposa; guiado por artes
brujeriles se destacó aquel escuadrón de nombre que se hizo célebre: Triple A. La Legión poseyó a mucha gente, de un lado, del otro y del medio; como
explicó San Lucas en el caso de Gádara (8, 27): muchos demonios entraron en él, en el cuerpo y el alma de la Argentina
de entonces.
Sin juzgar las
intenciones, estimo que quienes militan
contra la teoría de los dos demonios no quieren la reconciliación nacional;
están abroquelados en el resentimiento y el rencor. Se alborozan porque 40
años después de aquellos sucesos la Justicia envía a la cárcel a antiguos
oficiales jóvenes apelando al discutible concepto de "lesa humanidad". Laesus-a-um significa ofendido, herido,
dañado. ¿No serán de lesa humanidad los
delitos cometidos desde el Estado y contra todo el pueblo por personajes
recientes que se han beneficiado de una distracción judicial de más de diez
años? No hay futuro para la sociedad argentina sin perdón recíproco, sin
olvido, que es lo contrario de la venganza camuflada como memoria. La historia
bíblica de José concluye con este mandato que le dirige su padre Jacob: "Perdona el crimen y el pecado de tus
hermanos, que te hicieron tanto mal" (Gén. 50, 17). El relator anota: "Al oír estas palabras, José se puso a
llorar". El perdón, como realidad superior a la justicia, es el
exorcismo que puede liberarnos de la sombra de la Legión. Aquel endemoniado de
Gerasa que "vagaba entre los
sepulcros, dando alaridos e hiriéndose con piedras", una vez sanado
quedó sentado a los pies de Jesús, "vestido
y en su sano juicio". Ése podría ser nuestro futuro.
NOTA:
Las imágenes y destacados no corresponden a la nota original.
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