Por James Neilson [1]
Año tras año, los
izquierdistas, kirchneristas y otros paladines del bien en su lucha eterna
contra el mal festejan con orgullo desafiante el aniversario del golpe de
Estado de 1976. Parecen entender que, en cierto modo, fue obra suya. No les
molesta saber que, de haber logrado los militares remodelar el país como se
habían propuesto, ellos también hubieran sacralizado el 24 de marzo. Tampoco
les impresiona el que lo lógico sería que los comprometidos con los valores
democráticos y el respecto por los derechos humanos celebraran con el fervor
correspondiente el 10 de diciembre porque, en aquel día de 1983, se restauró el
orden constitucional, mientras que pasarían por alto una efeméride que, en su
opinión, sólo merecería la aprobación de un puñado de derechistas nostálgicos.
Si bien son cada vez
más los que piensan así, hasta ahora no les ha sido dado hacer retroceder a los
resueltos a mantener el 24 de marzo como el día clave de la historia moderna
del país. Para estos personajes, todo cuanto ha ocurrido desde entonces está
relacionado con el golpe militar y sus secuelas. Como las tragedias de Sófocles
o Shakespeare que han conservado toda su vigencia, los actores pueden cambiar
pero los roles, y la trama, siguen siendo los mismos.
Lo último que quieren
es que la Argentina deje atrás los setenta años o, lo que a su entender sería
peor todavía, que se hiciera un análisis serio de las razones por las que
tantas personas, incluyendo a muchos políticos moderados, creían que el
golpismo era un fenómeno natural. Tampoco les parece extraño que en la Europa
de la década de los ochenta del siglo pasado virtualmente nadie supusiera que
la política debería continuar girando en torno a los acontecimientos de la
Segunda Guerra Mundial, una catástrofe que fue mil veces mayor que nuestra “guerra sucia”, mientras que aquí, a más
de cuarenta años del golpe, aún abunden quienes se niegan a reconocer que en el
mundo mucho ha cambiado a partir de aquella jornada deprimente y que acaso
valdría la pena no perder más tiempo fantaseando acerca de lo que pudo haber
sido.
No será fácil
convencer a los “militantes” que se
proclaman dueños absolutos de la Memoria, Verdad y Justicia, así con
mayúsculas, que en su caso se trata de conceptos resbaladizos manipulados por
demagogos. Tanto los protagonistas ya ancianos de los conflictos que
ensangrentaron a la Argentina de hace dos generaciones como los más jóvenes que
han hecho suyas las obsesiones de sus mayores, han procurado –con bastante
éxito, hay que decirlo-, reemplazar la memoria auténtica de aquellos tiempos
por otra ideologizada, personalizada, en la que les tocaba a los montoneros y
erpistas desempeñar un papel heroico en defensa de la democracia.
Por el mismo motivo,
prefieren ficciones, con tal que les sean convenientes, a la verdad
comprobable, de ahí la sacralización del número talismánico “30.000”; como fundamentalistas
religiosos, estallan de furia toda vez que alguien se anima a señalar que fue
elegido por motivos propagandísticos, o sea, publicitarios, y se oponen a todo
intento de averiguar cuántos desaparecidos hubo en base a la evidencia
comprobable.
Lo mismo puede
decirse del empleo de la palabra “genocidio”,
como si todos los asesinados por los militares pertenecieran a una etnia
determinada que el régimen quería eliminar. Fue una matanza horrenda, de
acuerdo, pero el genocidio es un crimen de dimensiones apenas concebibles en
estas latitudes. El holocausto perpetrado por los nazis y el asesinato de entre
500.000 y un millón de tutsis en Ruanda, fueron genocidios; lo hecho por la
dictadura castrense no fue comparable con tales atrocidades colectivas en que
participaron muchísimos civiles.
En cuanto a la
Justicia, la actitud de la mayoría de los militantes que llenaron la Plaza de
Mayo se asemeja a la reivindicada por su general favorito, Juan Domingo Perón. “Al amigo todo; al enemigo, ni justicia”.
Lo que piden es venganza. Con la complicidad de buena parte de una clase
política intimidada, se las han arreglado para asegurar que cualquier militar
acusado de violación de los derechos humanos se pudra hasta morir en una
cárcel, sin disfrutar de ningún beneficio previsto por la ley, mientras que los
terroristas culpables de crímenes parecidos se vean tratados como próceres
democráticos. En principio, los “luchadores
por los derechos humanos” deberían ser los primeros en exigir que sean
tratados conforme a las normas que ellos reivindican, pero pocos, muy pocos,
están dispuestos a arriesgarse así.
La postura adoptada
por los izquierdistas es paradójica; insisten en que delinquir en nombre del
Estado es infinitamente peor que hacerlo en el de una agrupación rebelde que
pertenece a lo que sería legítimo calificar del sector privado. Huelga decir
que la distinción que hacen entre la violencia estatal por un lado y, por el
otro, la de quienes la usan para apoderarse del Estado, está hecha a la medida
de “compañeros” que hicieron un
aporte fundamental al golpe al brindarles a los militares un pretexto para
derrocar, con el apoyo tácito de muchos dirigentes políticos y ciudadanos
comunes, al gobierno de Isabelita, además de popularizar la maligna idea
maoísta de que “el poder nace de la boca
de un fusil”.
Tanto en la Argentina
como en casi todos los demás países, los izquierdistas y los populistas que le
son coyunturalmente afines están tratando de apropiarse del pasado por entender
que, debidamente movilizado, los ayudará a incidir más en el presente y, desde
luego, en el futuro. Para los organizadores de las manifestaciones más
recientes, muy poco ha cambiado en los cuarenta y dos años que han transcurrido
a partir del golpe. Cuando miran a Mauricio Macri, ven a Jorge Rafael Videla,
Nicolás Dujovne será José Alfredo Martínez de Hoz –total, son derechistas-, los
detenidos por actos de corrupción son presos políticos y Santiago Maldonado
sigue siendo un desaparecido a pesar de que toda la evidencia hace pensar que
murió ahogado sin la intervención de ningún gendarme.
En las circunstancias
imperantes, la voluntad de tanta gente de aferrarse a una mezcla de
exageraciones malévolas, interpretaciones arbitrarias y mentiras no puede sino
ocasionar preocupación; sociedades enteras –entre ellas la venezolana-, han
sido arruinadas por la irracionalidad de minorías fanatizadas que anteponían
sus propias ambiciones al bienestar común. El que, a pesar de todo lo sucedido,
el kirchnerismo aliado con la izquierda dura que fantasea con dinamitar el
orden existente siga representado la alternativa más probable al macrismo, y
que iría a cualquier extremo para impedir que el país levante cabeza, es
inquietante.
Lo mismo que en el
resto del mundo, a los supuestos herederos locales de los rebeldes y
revolucionarios de otros tiempos les gusta creerse víctimas de la maldad
capitalista, imperialista, racista y, últimamente, sexista del establishment
planetario. Entre otras cosas, suponen que la condición así supuesta les ahorra
la necesidad de decirnos lo que harían para remediar las injusticias que
denuncian si regresaran al poder. Treinta o más años atrás, era posible confiar
en que, bien aplicadas, las recetas revolucionarias podrían crear sociedades
superiores a las “burguesas”, pero la
experiencia nos ha enseñado que se trataba de una ilusión trágica.
En todas partes, las
distintas variantes de la izquierda están batiéndose en retirada porque han
sido incapaces de elaborar programas de gobierno que no sean meramente
negativos. Sin darse cuenta de ello, los progresistas se han vuelto
reaccionarios, aunque pocos lo son tanto como en la Argentina; a juicio de
muchos, 1976 sigue siendo el año cero y cualquier intento de separarse de él
les produce indignación.
En cierto modo, el
apego a expectativas frustradas o, como ellos afirman, al “idealismo” juvenil que se atribuyen, de quienes sigan conmemorando
el 24 de marzo es comprensible; es cuestión de casi todo su capital político y,
en muchos casos, de una fuente de ingresos nada despreciables. Puesto que desde
los años setenta los partidarios de la fantasiosa “revolución nacional y popular” no han logrado anotarse éxitos,
genuinos o virtuales, no les ha quedado otra opción que la de continuar
aprovechando lo que consiguieron al ganar, de manera aplastante, la batalla
cultural que, con el respaldo de oportunistas como Néstor Kirchner y su esposa,
libraron contra quienes los habían derrotado en la lucha armada que habían
emprendido.
¿Qué buscaban quienes
colmaban la Plaza de Mayo para protestar contra los militares ya muertos que
encabezaron el golpe de 1976? Muchos se limitaban a aprovechar una oportunidad
para gritar consignas contra Macri. Otros temían perder el poder de veto sobre
todo lo vinculado con el golpe de aquél año fatídico por suponer que es un
asunto exclusivamente suyo y, por lo tanto, debería permanecer vedado a quienes
no comparten sus preferencias, prejuicios y trayectorias. Así y todo, sin que
el gobierno de Cambiemos lo haya alentado, algunos investigadores y periodistas
están llegando a la conclusión de que al país le convendría que el pasado
oficial, por decirlo de algún modo, dejara de ser un espejo distorsionador no
para reflejar la verdad auténtica sino una versión engañosa inventada por una
facción política rencorosa.
FUENTE: Enrique
Guillermo Avogadro, Abogado
E.mail: ega1@avogadro.com.ar
E.mail: ega1avogadro@gmail.com
y https://www.pressreader.com/argentina/noticias/20180329/281792809580937
y https://www.pressreader.com/argentina/noticias/20180329/281792809580937
[1] Periodista y analista
político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
Publicado en Revista Noticias el 29 Mar 18.
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