Por Nicolás Márquez
31 marzo, 2018
Nicolás Márquez Alfonsín, comunista, homenaje, radicalismo
Con sorpresa, estamos
asistiendo a un sinfín de adulaciones y publicaciones (hoy tendencia en
twitter) en honor a la memoria y trayectoria del ex presidente Raúl Alfonsín,
quien se consagrara como tal en diciembre de 1983. Lo curioso del caso, es que
de manera hegemónica, todos quienes comentan en torno al personaje en cuestión,
lo hacen de manera elogiosa o panegírica, como si el fallecido Presidente en
vez de haber sido lo que verdaderamente fue (un canalla al servicio del
eurocomunismo), hubiese sido en cambio una suerte de estadista o pro-hombre
ejemplar a quien los “poderosos” le pusieron zancadillas, impidiéndole así
llevar a buen puerto sus nobles intenciones durante su desafortunado gobierno
(1983/1989).
Vayamos a cuentas.
Poseedor de una
oratoria tan enérgica como insustancial, su discurso demagógico no exento de notable
habilidad para arrancar encendidos aplausos de la muchedumbre, durante su
campaña recolectora de votos en 1983, supo embaucar a una multitud que,
horrorizada por la lista que por entonces ofrecía el peronismo, volcó sus
preferencias por el presunto mal menor.
Tras ganar las
elecciones, Alfonsín, lo primero que hizo al asumir, fue llevar adelante un
revanchismo contra el gobierno cívico-militar saliente (cuyo golpe de Estado,
en marzo de 1976, fuera apoyado y aprobado por la UCR, la cual comandó 310 intendencias,
durante el gobierno del presidente Jorge Rafael Videla), impulsando un juicio a
las cúpulas castrenses a través del decreto 158/83 (atropellando la
independencia del Poder Judicial), cuya letra, además, contenía la condena en
el decreto mismo. Maliciosamente, toda su revisión sobre el pasado (a la sazón
bien reciente) fue impuesta a partir del 24 de marzo de 1976 y no se revisó una
coma de todas las responsabilidades y felonías cometidas tanto por el
terrorismo subversivo como por la partidocracia, antes de dicha fecha.
Salvo excepciones,
los medios televisivos se mantuvieron en manos del Estado, a efectos de
controlar la prensa, llevando adelante una profusa campaña psicológica de
inequívoca tendencia marxista, dentro de la cual se atentó contra la libertad
de prensa, encarcelando a periodistas opositores como Daniel Lupa, y se
descubrió una lista negra de 30 periodistas (entre ellos, Rosendo Fraga y
Carlos Manuel Acuña), con la orden de encarcelarlos por no compartir la
filosofía del régimen, y cuyas detenciones finalmente se frenaron con motivo
del escándalo acaecido. Hasta un personaje de la frivolidad, como Mirtha
Legrand, tuvo problemas profesionales, teniendo que mudar de canal, por cometer
el delito virtual de no adular al mandón favorito de la socialdemocracia
latinoamericana.
En los años 70, fue
simpatizante y abogado de los terroristas del ERP y mantuvo aceitados contactos
con el terrorismo montonero, a varios de cuyos miembros agasajó con afectuosos
almuerzos (entre ellos, al indultado Miguel Bonasso), en agradecimiento por
haber colocado en sus órganos de prensa a su discípulo Leopoldo Moreau.
Incluso, fue acusado de participar en la negociación a favor de la guerrilla,
en el caso del secuestro y crimen de lesa humanidad del empresario Oberdán
Sallustro, a la sazón víctima del ERP.
Con estos
antecedentes setentistas, durante su mandato, las deliberadas simpatías para
con la guerrilla marxista no cesaron y salvo el caso semiparódico del líder
montonero Mario Firmenich (quien apenas estuvo en cárcel unas semanas), jamás
se promovió un solo juicio a un terrorista, dedicando toda su gestión a
humillar a los militares, quienes, paradójicamente, en enero de 1989, lo
salvaron del intento de golpe de Estado perpetrado por el ataque terrorista de
la organización MTP (Movimientos Todos por la Patria), por entonces comandado
por el asesino serial y ex guerrillero Enrique Gorriarán Merlo.
En política
internacional, de la mano del canciller socialista Dante Caputo, la Argentina
tuvo relaciones carnales con las tiranías marxistas de la época, votando,
incluso, ante la ONU, en la Comisión de Derechos Humanos, en marzo de 1987, de
manera negativa en la acusación que pesaba sobre Cuba por sus consabidas
violaciones a los de derechos humanos. Es más, la empobrecida Argentina
alfonsinista otorgó créditos incobrables a Nicaragua y Cuba por 400 y 600
millones de dólares, respectivamente. Asimismo, en su afán por consolidar lazos
con los despotismos de la época, en avieso desprecio por la democracia y el
sistema republicano, firmó “convenios culturales” con países de la talla de la
República Argelina (3/12/84), Nicaragua (16/2/84), Cuba (9/8 y 13/11/84), Rusia
(26/1 y 26/86) y Bulgaria (29/7/86).
Para júbilo de los
delincuentes, Alfonsín fue también el padre del garantismo penal, promoviendo
la sanción de las leyes 23.050 y 23.077, las cuales ampliaban la eximición de
prisión y disminuían las penas para el infanticidio, ocupación de inmuebles y
muchos otros delitos.
En cuanto a la
administración de la cosa pública, la burocracia y el despilfarro socialista se
expandieron desmesuradamente, y de ocho secretarías de Estado se pasó a 42; de
20 subsecretarías, a 96 y se nombró a 280.000 agentes públicos. Ferviente
admirador del eurocomunismo, Alfonsín logró que, en 1985, el 50% de los medios
de producción estuvieran en manos estatales y la Argentina se constituyó, poco
después, en el país no comunista de mayor estatismo del mundo, secundando a
Méjico.
En dicho lapso, se
inauguró, además, la execrable práctica clientelista consistente en traficar
miseria con “planes sociales”, los cuales, por entonces, estuvieron
materializados en las famosas “cajas de PAN”, las que fueron quintuplicadas con
motivo del desparramo de miseria que generó su “administración”, cuya cartera
de economía fue mayormente capitaneada por Juan Vital Sourrouille.
Tan amante de la
oratoria como de la pereza laboral, en 1986, por ejemplo, pronunció 130
discursos (uno cada dos días) y concurrió a su despacho 2,3 días por semana.
En materia económica,
tras pulverizar el signo peso, en 1985, lanzó el tristemente célebre plan
Austral, un programa estatista basado en la emisión de moneda sin respaldo y
controles de precios, el cual, por su perversión intrínseca, obviamente
implosionó de manera dramática, y, para paliar los destrozos económicos y
financieros, el “equipo de lujo” que lo asesoraba (así calificó públicamente a
sus ministros, que no dejaron institución por destrozar) lanzó otra
“genialidad”: el “Plan Primavera”, inaugurado el 3 de agosto de 1988. El cual
no era otra cosa que una renovada aventura socialista que derivó en la
hiperinflación más alta de la historia argentina. Desde el 10 de diciembre de
1983 hasta su abandono del poder, el 8 de julio de 1989, la inflación acumulada
fue del 664.801 por ciento, la más alta en la historia mundial, después de la
Segunda Guerra Mundial. La depreciación monetaria fue del 1.627.429 por ciento,
y, entre el 6 de febrero y el 8 de julio de 1989, el Austral (signo monetario
de entonces) se devaluó un 3.050 por ciento.
Durante los cinco
años y medio de gestión progresista, el poder adquisitivo se desplomó entre un
107 y un 121 por ciento. La deuda externa recibida al comenzar su gestión
arañaba los 40 mil millones de dólares, mientras que, cuando huyó de su cargo,
dejó al país con 67 mil millones de dólares de deuda externa, treinta mil
millones de dólares de deuda interna (ambos guarismos fueron unificados en los
años 90), y sólo 38 millones de dólares de reserva en el Banco Central, con el
país en default y la gente peregrinando despavorida por los desabastecidos
mercados, para poder arrancar un paquete de azúcar o de yerba de las góndolas
semivacías de la década del 80.
Durante los últimos
tramos de su gobierno, en el país no había luz (la televisión empezaba a las
17, para que la gente no consumiera corriente eléctrica), no había agua, no
funcionaban los teléfonos, peligraba la reserva de gas y, en tanto, Alfonsín
seguía soñando en quedar en el Olimpo de los próceres divagando con “el
traspaso de la Capital a Viedma” y otros emprendimientos faraónicos. La
sociedad empobrecida y angustiada escuchaba atónita el cúmulo de tonterías
verbalizadas por el presidente-desertor, quien se escapó de su cargo seis meses
antes de lo que ordenaba la Constitución Nacional, cuyo preámbulo se cansó de
recitar en su campaña electoral, a efectos de hacerse pasar por un “gran
demócrata”, que, además, no lo fue.
Tras su fuga, se
dedicó a perturbar la política nacional desde fuera del poder institucional,
destruyendo la Constitución Nacional en el ominoso “Pacto de Olivos” que él
acordó con el entonces presidente Carlos Menem, y que fuera la antesala de la
pésima reforma constitucional de 1994.
Ya en el año 2001,
asociado implícitamente con Eduardo Duhalde, formó parte de la conspiración
desestabilizadora que acabó en el derrocamiento de su par y correligionario, el
presidente Fernando de la Rúa.
Hoy 31 de marzo, a
nueve años de su deceso, a través del grueso de los medios de comunicación y
redes sociales, periodistas, políticos, funcionarios y opinólogos de las más
diversas tendencias y orígenes se encargan de homenajear y cantar loas a su
persona. Por ende, dese estas líneas no podemos dejar de manifestar nuestra
indignación ante tan irresponsable y desmemoriado ensalzamiento a una
trayectoria plagada de horrores y características negativas, puesto que esto
último no sólo constituye un premio inmerecido, sino que, además, se falsea la
historia otra vez, pretendiendo hacer pasar por estadista a quien fuera uno de
los peores gobernantes de la triste historia argentina.
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