“Miserables aquellos que vacilan cuando la tiranía se ceba en las entrañas de la Patria”.Esteban Echeverría
La Nación, si es que alguna vez existió
como tal y superó la etapa de mero consorcio, ha muerto. Y los autores de ese
asesinato histórico somos todos, en alguna medida, porque hemos votado, y
seguimos haciéndolo, a incapaces o a ladrones. Hace 75 años que la Argentina
despoja a sus habitantes, cuyos ingresos no han parado de caer en ese
prolongado lapso, cualquiera fuera el signo político en cada década. Hemos
defraudado a propios y extraños, esos que, en 1919, nos imaginaban rivales de
los Estados Unidos como país líder y lo hacían constar en las enciclopedias. En
2020, nos hemos quedado sin moneda y sin Estado, si recordamos que éste no sólo
ha abdicado de sus más esenciales obligaciones -monopolio de la violencia,
justicia, seguridad, educación, salud, relaciones exteriores, defensa nacional-
sino que ha sido poblado por sátrapas que medran en sus canonjías.
Tal vez tengan razón quienes sostienen que
es harto difícil que nos encaminemos a un régimen tiránico y genocida como el
que padece Venezuela de la mano de Nicolás Maduro; las razones son varias:
distinta composición social, una economía en la cual el Estado puede controlar
su única riqueza (el petróleo), el respaldo de los militares narcotraficantes y
contrabandistas al poder, el control de la oposición, etc. Pero el siglo XX
dejó en nuestra memoria, grabadas a fuego, otros hechos que, quizás, resulten
más aplicables a nuestra actualidad.
En 1973, por ejemplo, las organizaciones
terroristas que acompañaron a Héctor Cámpora a la Casa Rosada ocuparon centenares
de oficinas públicas y empresas privadas; ¿se parecen a las ocupaciones de las
municipalidades de Junín y Olavarría de esta semana? Las violentas tomas de
terrenos en La Plata, Guernica, Santa Elena y Villa Mascardi (Río Negro),
toleradas por jueces cobardes, con el claro patrocinio de funcionarios
nacionales y que nos están poniendo al borde de un enfrentamiento armado,
¿tampoco nos recuerdan a aquella época? Y sabemos bien cómo terminó. Ceferino
Reato, cerró su más reciente libro, “Los
70”, con una frase: “Ese pasado no
debiera ser nuestro futuro”; sin embargo, así es.
Las cifras oficiales de contagios y
fallecidos por millón de habitantes, que nos han colocado en el podio mundial,
prueban el rotundo fracaso de la política adoptada por el Gobierno para
combatir la pandemia; y esos números, de por sí trágicos, han sido puestos en
duda en los círculos académicos internacionales, que han excluido a nuestro
país de las estadísticas serias. Lo grave es la verdadera demolición que la
interminable cuarentena ha producido -y lo seguirá haciendo- en la economía
nacional, que ha llevado a la sociedad a soportar un 50% de pobreza, al cierre
y fuga de empresas y a la masiva desocupación; a ello se suman otros
padecimientos generalizados, como la inseguridad cotidiana, la pérdida de
contacto de los chicos con la escuela, la emigración de sus hijos, etc.
La PresidenteVice permanece muda, pero
impone su propia agenda política a través de sus secuaces. A ella se debe la
vergonzosa conducta diplomática que, mientras se abstiene ante la condena
internacional por la catástrofe de los derechos humanos en Venezuela con la
burda excusa de la no intervención en los asuntos internos de ese país,
favorece descaradamente a Evo Morales y a su MAS y ataca a quienes ocupan legalmente
el poder en Bolivia. Con ello pretende recrear una América del Sur en la cual,
como confesó abiertamente quien dice ser el Presidente, extraña a Rafael
Correa, a Luiz Lula da Silva, a Dilma Rousseff, a “Pepe” Mujica y a Hugo Chávez, o sea, a los integrantes del Foro de
San Pablo.
A la vez, continúa su inmunda ofensiva
contra la Justicia y la Procuración General, a los que pretende colonizar con
sus sicarios, como Alejo Ramos Padilla,
para obtener tanto la impunidad para sus cuantiosos delitos cuanto la venganza
contra quienes osaron procesarla y juzgarla, como Carlos Stornelli. Ya
consiguió anular la Oficina Anticorrupción, ocupada por Félix Crous, que dejó
el rol de querellante en los procesos en que ella y sus cómplices están
justamente acusados, y pretende desplazar al jefe de los fiscales, Eduardo
Casal, tal como ya logró -con el timorato silencio de la Corte Suprema- con los
jueces Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli.
Pero, claro, nada es gratuito y el Poder
Ejecutivo está pagando el precio. A esas conductas obedece la profunda y
terminal crisis en que está sumido el país, que carece de moneda propia y de
reservas líquidas, y que no recibirá un solo dólar en inversión directa hasta
que todo salte por el aire. Hoy las apuestas en los mercados internacionales se
refieren hasta cuándo soportará la economía antes de producir una fortísima
devaluación del peso y caer en la hiperinflación; y en los mentideros políticos
se discuten las distintas alternativas ante la acefalía presidencial.
Si Alberto Fernández, incapaz de gobernar y
carente de reemplazo para sus torpes ministros, decidiera renunciar, ¿asumiría
Cristina Fernández el cargo efectivo? Si esa hipótesis se diera, no aparecerían
soluciones mágicas para los innumerables problemas y, por el contrario, éstos
se agudizarían enormemente debido al visceral rechazo que su figura concita en
la sociedad -su apreciación no supera el 30%- y en el mundo entero, con las
obvias excepciones de Venezuela, Cuba, Nicaragua, Rusia e Irán. Además, ¿estarán
dispuestos los gobernadores, intendentes y hasta el aceitoso Sergio Massa a
tolerar que La Cámpora se haga con todo el poder?
Es difícil que renuncie a su proyecto
dinástico, que necesita que su hijo Máximo Kirchner sea elegido Presidente en
2023; pero, más allá de lo difícil que resulta imaginar un tiempo tan lejano en
un país tan destruido, hoy aparece como altamente improbable que se concrete,
no sólo por la escasísima valoración general que acredita su heredero, sino
porque el vendaval salvaje que se avecina también se lo llevará puesto.
Bs.As.,
24 Oct 20
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