En su reciente fallo Tommasi, la Corte Suprema de Justicia, por cuatro votos a cero, decidió revocar una condena de dos civiles por delitos de lesa humanidad. La sentencia había sido dictada por el Tribunal Oral en lo Criminal Federal de Mar del Plata y confirmada por la Cámara Federal de Casación. La revocación se debe a que esta condena viola un derecho humano fundamental: la presunción de inocencia.
Los hechos en cuestión son los siguientes:
en la noche del 29 de abril de 1977, el abogado laboralista Carlos Alberto
Moreno fue secuestrado por fuerzas militares en las cercanías de su domicilio
en Olavarría y trasladado a Tandil. Allí, en una chacra, personal militar lo
mantuvo privado ilegítimamente de su libertad y lo sometió a sesiones de
tortura. En la mañana del 3 de mayo, Moreno huyó de la chacra, pero fue
recapturado por las fuerzas militares y asesinado poco después. Dos civiles,
propietarios de la chacra, fueron condenados como partícipes necesarios de los
mencionados delitos de lesa humanidad.
Lo único que está probado fehacientemente
en el expediente es que los dos civiles eran propietarios de la chacra en la
que se cometieron los delitos de lesa humanidad. Sin embargo, no es delito ser
propietario del lugar en el que se comete un delito. Asimismo, los crímenes
fueron cometidos en un lapso de cuatro días, lo cual no es incompatible con que
los dueños no se hubieran enterado de lo que sucedía en una chacra que además
estaba abandonada hacía tiempo.
Uno de los condenados tenía relaciones protocolares
con las autoridades militares en razón del cargo que ocupaba como gerente de
banco, pero eso tampoco es un delito. Tampoco se puede inferir de la ausencia
de denuncia de usurpación por parte de los dueños responsabilidad penal alguna,
mucho menos en el contexto de una dictadura.
El argumento condenatorio, en el fondo, es
que los acusados no podían desconocer los delitos cometidos en su propiedad.
Pero este argumento no es probatorio, sino circular: supone lo que en realidad
el juicio debe demostrar para arrojar una sentencia condenatoria, al menos en
un Estado de Derecho, o en todo caso en un Estado que no comparta el eslogan "sin dudas pero sin pruebas".
Como explica el juez Rosenkrantz en su voto
concurrente, la participación criminal exige una doble intención. El partícipe
de un delito no solo debe tener la intención de colaborar, sino que además esa
intención "debe abarcar el hecho
principal". Por lo tanto, "quien
es imputado por su participación en un hecho criminal tiene que haberse
representado que con su proceder realizaba un aporte favorecedor" del
delito cometido por los autores principales. Pero en este caso no está probado
que los condenados se hayan siquiera representado los hechos que se les
imputan, y mucho menos que los hayan consentido.
Por supuesto, no es imposible que los
acusados hayan cometido el delito. Sin embargo, debido a la presunción de
inocencia, nadie puede ser condenado por el solo hecho de que no es imposible
que haya cometido el delito. Para que la condena sea conforme a derecho tiene
que haber evidencias que prueben que los acusados cometieron el hecho en
cuestión. La sola duda razonable al respecto juega a favor de los acusados.
Proceder de otro modo implicaría que somos culpables a menos que se demuestre
lo contrario. A comienzos de la última restauración democrática, este tipo de
consideraciones solían ser redundantes en un Estado de Derecho, pero
evidentemente ya no lo son.
Los "casos
de lesa humanidad deben regirse por las mismas reglas de prueba que las
aplicables respecto de todos los demás delitos, pues la violación del derecho
no justifica la violación del derecho", tal como consta en el voto
concurrente del presidente de la Corte. La gravedad de los delitos de lesa
humanidad no puede justificar que las condenas no tengan pruebas.
A Cesare Beccaria, uno de los pilares del
derecho penal humanista, le parecía absurdo el principio medieval según el cual
"en los delitos más atroces son
suficientes las más leves conjeturas y es lícito que el juez transgreda los derechos",
ya que si valoramos el derecho humano a la presunción de inocencia -una de las
conquistas más sustantivas de la modernidad-, cuanto más grave sea el delito,
más estricto debe ser el estándar de la prueba.
Apoyado en el vívido y desgarrador testimonio
de los sobrevivientes, el tribunal de distrito israelí había condenado a
Demjanjuk a la pena de muerte. Sin embargo, durante la apelación ante la Corte
Suprema israelí la defensa consiguió información decisiva proveniente de la
URSS.
El reciente fallo de la Corte se halla en
muy buena compañía, tal como lo muestra la serie documental de Netflix El
diablo de al lado, acerca del proceso judicial instruido en Israel contra John
Demjanjuk, acusado de ser Iván el Terrible, un despiadado guardia de Treblinka,
el tristemente célebre campo de exterminio nazi.
Apoyado en el vívido y desgarrador
testimonio de los sobrevivientes, el tribunal de distrito israelí había
condenado a Demjanjuk a la pena de muerte. Sin embargo, durante la apelación
ante la Corte Suprema israelí la defensa consiguió información decisiva
proveniente de la URSS.
En los archivos de la ex-KGB se encontraron
decenas de testimonios de otros guardias que sostenían que hubo dos guardias
llamados Iván, uno en Treblinka y otro en Sobibòr. Además, los testimonios en
cuestión describían a Iván el Terrible de todas las formas posibles: alto,
gordo, delgado, bajo, con cabello de diferente color, lo mismo respecto a sus
ojos, etc. El propio jefe de la Oficina de Investigaciones Especiales de EE.UU.
reconoció que existían dudas acerca de si Demjanjuk era Iván el Terrible.
Como en el caso Tommasi, entonces, lo que
estaba básicamente en cuestión en Israel no era la comisión de hechos atroces,
sino quiénes habían sido los autores.
Ahora bien, la tarea de un tribunal
conforme al Estado de Derecho no es dar rienda suelta a las emociones (sin que
importe a quiénes pertenezcan esas emociones), satisfacer la opinión pública,
enviar un mensaje a la sociedad o estar a tono con los tiempos. Como sostiene
Ian Buruma, "cuando un tribunal es
usado para dar lecciones de historia, entonces no está lejos el riesgo de que
el juicio sea una farsa". Durante el juicio a Eichmann, Hannah Arendt
ya había advertido que "la Justicia
exige que el acusado sea penalmente perseguido, defendido y juzgado, y que
todas las otras cuestiones aparentemente de mayor importancia sean dejadas en
suspenso".
Dado que existía una duda razonable acerca
de si Demjanjuk era Iván el Terrible, un tribunal que deseaba seguir el derecho
penal liberal -por no decir civilizado- no tenía otra alternativa que revocar
la condena de Demjanjuk, y eso es lo que hizo finalmente la Corte Suprema de
Israel en 1993. Las palabras de cierre de la decisión son bastante reveladoras:
"El caso está cerrado, pero no está
completo. La verdad completa no es prerrogativa del juez humano".
Los jueces humanos, precisamente, no son
dioses ni superhéroes, sino agentes institucionales que deben actuar conforme a
las reglas jurídicas vigentes, que no pocas veces los obligan a tomar
decisiones con cuyo resultado no están de acuerdo. Este es precisamente el
sentido de contar con sistemas institucionales que reclaman tener autoridad.
Con el diario del lunes podemos darnos
cuenta de que la acusación israelí estuvo mal planteada. Demjanjuk debió haber
sido acusado por crímenes cometidos en Sobibòr, no por lo sucedido en
Treblinka. De otro modo, una eventual condena hubiera violado el principio de
congruencia, como se suele decir en la jerga penal.
Pero los jueces no pueden guiarse por el
diario del lunes, ya que, nuevamente, los juicios no son medios para hacer
justicia a cualquier precio como en una película de Quentin Tarantino, sino que
en un Estado de Derecho democrático los magistrados deben guiarse exclusivamente
por las reglas jurídicas previstas de antemano a tal efecto, sobre todo por el
derecho humano a la presunción de inocencia, sin el cual no tiene sentido
siquiera hablar de juicio.
FUENTE: https://www.lanacion.com.ar/opinion/cuando-se-condena-sin-dudas-pero-sin-nid2563517
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