Por Jorge Fernández
Díaz
"Desde octubre
de 1975, bajo el gobierno de Isabel Perón, nosotros sabíamos que se gestaba un
golpe militar para marzo del año siguiente. No tratamos de impedirlo porque al
fin y al cabo formaba parte de la lucha interna del movimiento peronista."
La frase pertenece a Firmenich, es una admisión pública de que la conducción de
"la juventud maravillosa" prefería los militares de la dictadura a la
represión ilegal de su propio partido y también de que hasta entonces los 70
eran leídos principalmente como una monstruosa interna armada entre
"compañeros". Se trata de una confesión periodística, y por lo tanto
algunos kirchneristas folklóricos podrían aducir que es otra mentira de la
prensa hegemónica. Hay un problema: el periodista que entrevistó entonces a
Firmenich era Gabriel García Márquez, y consta en la página 106 de su libro Por
la libre.
La flagrante
falsificación de la historia de aquellos años fue anterior al kirchnerismo, y
en esa operación cultural de la negación estuvimos casi todos involucrados. Mi
generación anhelaba el enjuiciamiento de los terroristas de Estado que a partir
de 1976 habían organizado una cacería repugnante, y fue entonces porosa a la
idea de no revolver la prehistoria para no justificar a los represores, cuyo
plan sistemático ya está en los anales de la aberración universal. Raúl
Alfonsín, con su mira en la gobernabilidad, tampoco quiso ir a fondo con las
responsabilidades que le tocaron al peronismo. Cualquier crítica a la guerrilla
era galvanizada bajo el insulto de "la teoría de los dos demonios", y
así fue como con el correr de los años se instaló una serie de mentiras
inconmovibles: Perón nada tuvo que ver con la Triple A ni con la criminal escalada
contra la izquierda peronista, y murió perdonando a los que mataron a Rucci;
las acciones de su secretario privado, su esposa y sus amanuenses sindicales y
políticos fueron independientes, fruto de sus propias iniciativas. Y los
setentistas eran pibes tiernos que dieron su vida para cambiar el mundo y
además lumbreras de la política nacional.
Durante doce años,
los Kirchner no hicieron más que montar una siniestra glorificación de aquella
"gesta", mientras impulsaban algo necesario: el castigo judicial a
los responsables del Proceso. Hoy la inmensa mayoría de esos jerarcas están
condenados y asoma por primera vez la posibilidad de un revisionismo sin miedos
ni prohibiciones.
Marcelo Larraquy, un
historiador incontaminado de cualquier narrativa de encubrimiento, prepara un
libro monumental sobre la violencia política y ya anticipó en Los 70, una
historia violenta algunos datos que habían sido cuidadosamente sustraídos de la
memoria. No sólo demuestra las demenciales y homicidas faenas de la JP montonera
y las ideas calamitosas de una camada que siempre se ha autoproclamado como la
más brillante del siglo XX, sino que pone el dedo en la llaga al recordarnos
qué hizo Perón cuando se le rebelaron.
La primera reacción
ocurrió el 1º de octubre de 1973. Dictado por su propio líder, el Consejo
Nacional del PJ elaboró un documento que decía: "El Movimiento
Justicialista entra en estado de movilización de todos sus elementos humanos y
materiales para enfrentar esta guerra. Debe excluirse de los locales partidarios
a todos aquellos que se manifiesten en cualquier modo vinculados al marxismo.
En todos los distritos se organizará un sistema de inteligencia al servicio de
esta lucha". Quien firmaba el texto era a un mismo tiempo presidente
electo y máxima autoridad del órgano partidario.
A partir de su
directiva comenzó un impiadoso operativo de "depuración", que
consistió en una feroz persecución de los "infiltrados". Perón obligó
al justicialismo a entrar en combate y delación, dio luz verde para que el
sindicalismo ortodoxo hiciera "tronar el escarmiento" y batallara a
sangre y fuego al gremialismo clasista en las fábricas, instruyó a López Rega
para que armara un grupo parapolicial dentro del Estado; le dio amplios poderes
al comisario Alberto Villar, que llevaría a cabo la represión ilegal, y
ascendió a los hombres fundamentales de lo que sería la Triple A. Enseguida
sobrevendrían la primera lista de "condenados" a muerte y los
atentados con metralleta y explosivos, y una serie de golpes destituyentes a
gobernadores legalmente elegidos en las urnas, pero con simpatías por la
Tendencia Revolucionaria: Buenos Aires, Córdoba, Mendoza, Salta y Santa Cruz.
Perón tampoco se
guardaba nada. Les dijo a sus militantes que no debían permitir que se
introdujeran ideologías y doctrinas "totalmente extrañas a nuestra manera
de sentir": "¿Qué hacen en el justicialismo? Porque si yo fuera
comunista me voy al Partido Comunista y no me quedo ni en el Partido ni el
Movimiento". A esa altura, el General no hacía distingos entre el ERP y
Montoneros. Envió al Congreso una reforma del Código Penal para endurecer las
penas contra la "subversión", superando incluso la severidad de la
dictadura de Lanusse. "A la lucha, y yo soy técnico en eso, no hay nada
que hacer más que imponerle y enfrentarla con la lucha -dijo Perón-. Nosotros,
desgraciadamente, tenemos que actuar dentro de la ley, porque si en este
momento no tuviéramos que actuar dentro de la ley ya lo habríamos terminado en
una semana... Pero si no contamos con la ley, entonces tendremos que salirnos
de la ley y sancionar en forma directa, como hacen ellos... Porque formo una
fuerza suficiente, lo voy a buscar a usted y lo mato. Si no tenemos la ley, el
camino será otro. Y les aseguro que puestos a enfrentar la violencia con la
violencia, nosotros tenemos más medios para aplastarla, y lo haremos a
cualquier precio."
Por televisión, Perón
pronuncia en esos días la palabra "aniquilación". Luego dice:
"La decisión soberana de las grandes mayorías nacionales de protagonizar
una revolución en paz y el repudio unánime de la ciudadanía harán que el
reducido número de psicópatas que va quedando sea exterminado uno a uno para el
bien de la República".
El mensaje hacia
adentro y hacia afuera no podía ser más contundente. Bandas compuestas por
policías y delincuentes comunes, pesados de la GGT y las 62 Organizaciones, y
dirigentes justicialistas de grueso calibre actuaban bajo las consignas del
momento: macartismo, espionaje, purga, guerra, exterminio y aniquilamiento. La
crónica de esos sucesos se entrelaza con la carnicería montonera, que vengaba
cada muerto con fusilamientos y bombas. Los setentistas, a posteriori,
intentaron dos camelos: separar a Perón de la persecución ilegal presentándolo
como un hombre enfermo y manipulable, y luego relativizar la inquina que les
había tomado. Es que pretendían seguir usufructuando el mito, y verdaderamente
lo lograron, a pesar de toda evidencia. Perón tuvo lucidez plena hasta tres
días antes de su muerte, expiró odiando con toda su alma a los "estúpidos
e imberbes" y dejó como misión borrarlos del mapa. No otra cosa hicieron
su viuda y su secretario, que continuaron su política.
Los conceptos públicos
de Perón serían luego utilizados y perfeccionados por las Fuerzas Armadas.
Montoneros no hizo nada para frenar el golpe; por lo tanto, también fue
cómplice de la noche más larga y oscura. El justicialismo cometió crímenes de
lesa humanidad, que nadie se atrevió a juzgar: hubo en ese período cerca de mil
desaparecidos y más de mil quinientos muertos, y el financiamiento de esa
masacre surgió del erario. Casi todos son culpables en esta historia de clisés
e infames falacias que nadie quiere volver a escuchar.
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