Editorial Sábado, 11
De Febrero Del 2017
La Argentina es un
país espasmódico, agitado por reacciones violentas. Todo el mundo sabe que
sobrenada en un mar de inexactitudes, de falacias, de mentiras, pero lejos de
enfrentar los problemas con tranquilidad, con respeto, con auto crítica y –lo
que es fundamental– una firme decisión de solucionarlos, prefiere una nueva
capa de barniz de hipocresía para poder mal dormir una noche más.
Cuando el actual
administrador de Aduanas habla de 8.000 desgracias y 22.000 mentiras, la paz
parece resquebrajarse, el suelo tiembla y la gente supone estar en los
Abruzzos, Le Marche o la Umbria, en lugar de aquí. Pero no se necesita que esas
palabras salgan de la boca de Gómez Centurión, del cual algunos estarán en
contra sin importar lo que diga. Cuando quien habló –o lo escribi – fue
Graciela Fernández Meijide, destinataria de una de esas 8.000 desgracias, y
ella misma dijo que no eran 30.000, la reacción no fue menor. Se la acusó de
traición y, aquellas que inscribieron los Derechos Humanos como parte de su
patrimonio personal, declararon su muerte civil.
Es que aceptar la
verdad es difícil. Debería venir con digestivo incluido. Tanto para unos como
para otros.
Los argentinos nos
debemos, como morosos crónicos, un sinceramiento. Algo que en el retorno a la
democracia hubiera sido más fácil, igual de doloroso pero menos traumático para
la sociedad. Se prefirió en su lugar la teoría de los dos demonios, que en
especial molestaba a uno de ellos y dejaba disconforme al otro. El resto de los
demonios –porque eran muchos– se
disfrazó de ángeles y se lo creyeron. Eran los mismos que habían aplaudido el
golpe de estado sabiendo que si éste estado caía en manos del terrorismo ellos
también podían morir. Al menos eso era lo que propiciaban ciertos teóricos del
terrorismo, un millón y medio de muertos como para apaciguar los belicosos
ánimos de estas pampas. Algo que hoy prefieren obviar ya que esclavos de los
archivos, no pueden borrar la letra escrita, el sonido ni la imagen.
Dado que el pasado
era tan tortuoso cada uno intentó reescribirlo en lugar de reconocerlo en una
autocrítica madura que nos permitiera crecer. El advenimiento de Kirchner montó
un negocio más a su cadena de corrupción, el de los derechos humanos, creando
lo que el actual presidente llamó en su momento "el curro de los derechos humanos", que a más de un año
de asumir no se anima a desbaratar.
Los argentinos
convivimos con la prisión de militares condenados en juicios amañados, con la
de otros que tienen causas probadas, y la de quienes son procesados y detenidos
durante años hasta que se sustancien las causas.
Pero también
convivimos con quienes ejercieron el terrorismo, quienes también mataron y
tuvieron millonarias indemnizaciones, mientras las familias de los soldados –que
eran conscriptos y cumplían con una ley de la Nación– y fueron asesinados por
estos, algunos que hoy ocupan bancas legislativas, jamás recibieron otro reconocimiento
que las banderas que cubrían su féretros.
Convivimos con
políticos, sindicalistas y una fauna variopinta que aplaudía entonces y hoy
habla de los tiempos oscuros de la dictadura.
Nadie entiende por
qué haber matado a un guerrillero en el monte tucumano por orden presidencial
en un gobierno democrático ha sido un crimen de lesa humanidad, y matar a un
soldado de guardia en una unidad militar era sólo una expresión rebelde de
muchachos idealistas y soñadores.
Pongamos un punto
final. Que cada uno acepte sus culpas y comencemos de nuevo, pero pegados a la
ley.
Un país en que no se
permite siquiera discutir el número de muertos no es un país maduro. Mientras
sigamos siendo el país de Nunca Jamás, los argentinos no seremos otra cosa que
émulos de Peter Pan, viviendo la fantasía que produce nuestro manejo hipócrita
de la historia. Pero ¿quién puede hacer entender a los argentinos que un país
sin una historia escrita con la verdad, es un país sin futuro?
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