¿Deberíamos llorar?,
En verdad ya no queda leche por derramar ni, menos aún, lágrimas. Seguimos
solos en nuestra confusión y desencanto. La mentira con la que a buena parte de
nuestra hipócrita sociedad le dieron la oportunidad -siempre que la aceptaran a
rajatablas- de sentirse perdonada por haber pedido en los años de guerra un
cadalso en cada plaza de la república, se cae. Se desgrana en el viento como un
castillo de arena abandonado en la playa y si alguna música acompaña este
derrumbe no es “La caída de los dioses” sino
una mísera cumbia villera entonada por un coro de hijos chorros. Lo que era
emblemático -las madres, las abuelas, los 30.000 desaparecidos- está volviendo
a su exacta dimensión de cartón pintado al servicio de intereses espurios.
Podríamos hacer un
recuento de los capítulos de la mentira con la que durante todos estos años nos
agobiaron -el plan sistemático, el robo de bebes, el módico “genocidio”
argentino, los 30.000 desaparecidos- pero, ¿para qué?, ¿serviría para algo? Quizás
como dato histórico para que las generaciones que vengan después de nosotros,
si aún existen en ese brumoso futuro las Provincias Unidas del Río de la Plata,
no se empantanen en un barrial de lodo y mierda, pero ¿hoy?, no, un pueblo no
se convierte en grande de la noche a la mañana, son demasiados años manoseados
por los proxenetas del pensamiento único y políticamente correcto como para que
en algunas horas cambiemos.
Esto, ese cambio de
mentalidad tantas veces declamado y jamás realizado, supondría un milagro tan
grande que dudo que Dios Nuestro Señor esté dispuesto a concederlo luego de
todo lo que nos dio y desperdiciamos, ya que enfrentarse a la mentira que se
repitió hasta la náusea en Argentina hubiera sido un ejercicio que implicaría
una valentía a tiempo perdida por muchos, porque lo primero que estos deberían
hacer es un recuento de cuantas agachadas tuvieron como grupo humano, cuantas
veces pusieron la rodilla en tierra, no para rezar, sino como ejercicio de la
genuflexión timorata, esa cobardía de infinitos nombres que alegremente
practicaron, desde el “deme dos”, el
repetitivo “por algo será” o el mirar
hacia otro lado cuando de presos políticos se trata.
Estos políticos que
allá por 1976 en el desbarajuste ácrata que campeaba en la República ni siquiera
tenían idea de lo que sucedía y solo eran cultores del “animémonos y vayan” mientras coqueteaban con todos -guerrilla,
soldados o curas- en función de su pellejo fueron los mismos que en el 83
volvieron con sus fueros intactos pisoteando la sangre, el dolor y la angustia
de los combatientes que eran –es cierto que no se necesitaba mucho para eso-
infinitamente mejores que ellos
De allí en más el
pueblo argentino ha asistido, pero también ha colaborado con su silencio
pusilánime a la ruina de las Instituciones que hacen a la esencia de una
República. No hay uno solo de los políticos que entraron al saqueo de la Nación
luego de la baraúnda post Malvinas que no haya centrado su esfuerzo en la
destrucción de todo lo que hace a la identidad de un País, de todo aquello que
un estado en serio no puede resignar y que, si abjura de estas obligaciones,
deja de ser un estado para convertirse en una murga desafinada. De esta manera
todos los gobiernos que se sucedieron -y no hay uno que se salve de esto-hicieron
lo posible para destrozar a las Fuerzas Armadas, prostituir a la justicia
convirtiéndola en coto de caza de revanchistas, prevaricadores y falsarios y a
secas. Eliminaron, por demagogia, la capacidad de las Fuerzas de Seguridad para
reprimir el delito y las algaradas pretendidamente revolucionarias, para
terminar finalmente destrozando la educación y la salud pública, y digámoslo
con todas las letras con el aplauso vil de periodistas y medios de difusión.
Porque si hay una
verdad, hoy, en la República, esta es que a ninguno de los que se han apropiado
del País desde 1983 -conchabándose en cualquiera de los “cuatro poderes” que son la columna vertebral que mantiene
tambaleante a una republiqueta bananera- le importa un carajo que este sea un
País de brutos y enfermos y de chicos que mueren de hambre o reventados por la
droga.
Las esperanzas son
pocas y lo peor es que no se encuentra respuesta a la pregunta de si terminará
alguna vez esta ordalía. No hay buenos, los malos son bastantes y los idiotas
mayoría. Si Discépolo hubiera escrito cambalache hoy, y no en 1934, al ver el
desfile obsceno de políticos, gremialistas, jueces, periodistas y, porque no,
generales y almirantes, todos ellos mangantes y genuflexos, hubiera escrito: “Y en
la misma mierda todos manoseaos...”
José
Luis Milia
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