lunes, 20 de febrero de 2017

PARADOS SOBRE LA HIPOCRESÍA


Editorial Sábado, 11 De Febrero Del 2017

La Argentina es un país espasmódico, agitado por reacciones violentas. Todo el mundo sabe que sobrenada en un mar de inexactitudes, de falacias, de mentiras, pero lejos de enfrentar los problemas con tranquilidad, con respeto, con auto crítica y –lo que es fundamental– una firme decisión de solucionarlos, prefiere una nueva capa de barniz de hipocresía para poder mal dormir una noche más.

Cuando el actual administrador de Aduanas habla de 8.000 desgracias y 22.000 mentiras, la paz parece resquebrajarse, el suelo tiembla y la gente supone estar en los Abruzzos, Le Marche o la Umbria, en lugar de aquí. Pero no se necesita que esas palabras salgan de la boca de Gómez Centurión, del cual algunos estarán en contra sin importar lo que diga. Cuando quien habló –o lo escribi – fue Graciela Fernández Meijide, destinataria de una de esas 8.000 desgracias, y ella misma dijo que no eran 30.000, la reacción no fue menor. Se la acusó de traición y, aquellas que inscribieron los Derechos Humanos como parte de su patrimonio personal, declararon su muerte civil.

Es que aceptar la verdad es difícil. Debería venir con digestivo incluido. Tanto para unos como para otros.

Los argentinos nos debemos, como morosos crónicos, un sinceramiento. Algo que en el retorno a la democracia hubiera sido más fácil, igual de doloroso pero menos traumático para la sociedad. Se prefirió en su lugar la teoría de los dos demonios, que en especial molestaba a uno de ellos y dejaba disconforme al otro. El resto de los demonios  –porque eran muchos– se disfrazó de ángeles y se lo creyeron. Eran los mismos que habían aplaudido el golpe de estado sabiendo que si éste estado caía en manos del terrorismo ellos también podían morir. Al menos eso era lo que propiciaban ciertos teóricos del terrorismo, un millón y medio de muertos como para apaciguar los belicosos ánimos de estas pampas. Algo que hoy prefieren obviar ya que esclavos de los archivos, no pueden borrar la letra escrita, el sonido ni la imagen.

Dado que el pasado era tan tortuoso cada uno intentó reescribirlo en lugar de reconocerlo en una autocrítica madura que nos permitiera crecer. El advenimiento de Kirchner montó un negocio más a su cadena de corrupción, el de los derechos humanos, creando lo que el actual presidente llamó en su momento "el curro de los derechos humanos", que a más de un año de asumir no se anima a desbaratar.

Los argentinos convivimos con la prisión de militares condenados en juicios amañados, con la de otros que tienen causas probadas, y la de quienes son procesados y detenidos durante años hasta que se sustancien las causas.

Pero también convivimos con quienes ejercieron el terrorismo, quienes también mataron y tuvieron millonarias indemnizaciones, mientras las familias de los soldados –que eran conscriptos y cumplían con una ley de la Nación– y fueron asesinados por estos, algunos que hoy ocupan bancas legislativas, jamás recibieron otro reconocimiento que las banderas que cubrían su féretros.

Convivimos con políticos, sindicalistas y una fauna variopinta que aplaudía entonces y hoy habla de los tiempos oscuros de la dictadura.

Nadie entiende por qué haber matado a un guerrillero en el monte tucumano por orden presidencial en un gobierno democrático ha sido un crimen de lesa humanidad, y matar a un soldado de guardia en una unidad militar era sólo una expresión rebelde de muchachos idealistas y soñadores.

Pongamos un punto final. Que cada uno acepte sus culpas y comencemos de nuevo, pero pegados a la ley.

Un país en que no se permite siquiera discutir el número de muertos no es un país maduro. Mientras sigamos siendo el país de Nunca Jamás, los argentinos no seremos otra cosa que émulos de Peter Pan, viviendo la fantasía que produce nuestro manejo hipócrita de la historia. Pero ¿quién puede hacer entender a los argentinos que un país sin una historia escrita con la verdad, es un país sin futuro?



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