Desde hace demasiado
tiempo, un conjunto de perversas ideas económicas se han encargado de
transmitir la ilusión de que el mercado puede ser adulterado arbitrariamente
sin que ello implique efecto alguno.
En el marco de esa
ridícula fantasía, los iluminados de siempre, esos que creen que saben todo y
que pueden reemplazar a la sociedad en sus decisiones, tienen una particular
obsesión por controlar el tipo de cambio.
Apelan para ello,
invariablemente, a su intrincado arsenal técnico, bajo la hipótesis de que el
empleo de políticas monetarias y fiscales, sirven para sustituir las
preferencias de los individuos, sin comprender que las mismas son parte de un
complejo e inimitable proceso inestable que busca su equilibrio eternamente
transitorio e impredecible.
El tipo de cambio es
solo un precio más de la economía. Es el valor al que se produce el intercambio
de mercancías, en este caso de dos monedas diferentes y por lo tanto solo
responde a los estímulos lógicos y racionales.
Ciertos
autodenominados economistas, de esos que pululan por doquier en casi todo el
planeta, se entusiasman ingenuamente y con facilidad cuando al aplicar
determinadas estrategias consiguen fugazmente que el rumbo sea el seleccionado.
Pero no interpretan que se trata de un fenómeno que involucra costos, muchos de
ellos imperceptibles en el corto plazo, pero que van operando lentamente hasta
encontrar el nuevo equilibrio.
Han escrito
artículos, libros y tesis intentando explicar cómo sus brillantes políticas
logran lo que ellos describen como extraordinarios resultados, sin percibir que
solo han postergado lo que ineludiblemente ocurrirá si persisten en la
implementación de sus pérfidas herramientas.
En Argentina se ha
intentado manipular el mercado cambiario en infinidad de ocasiones. Lo han
hecho gobiernos constitucionales y también de los otros. Todos han fracasado
sistemáticamente. Más tarde o más temprano, estos esquemas fallan y vuelven al
estado natural. Lo cierto es que en el recorrido, en el mientras tanto, el
impacto nunca anunciado, hace estragos.
En esta nación, el
control de cambios arranca en 1931, pero los intentos de cada gobierno de
"tutelar" el valor de las divisas, fueron abundantes. Los más
memoriosos recordarán los sistemas de paridad fija como el de la
convertibilidad de los 90, esquemas recurrentes como los que con eufemismo
denominan flotación administrada para justificar sus desatinos, hasta
excéntricos ensayos como los de la "tablita" de Martínez de Hoz. Se
ha probado de todo en este país y absolutamente todo ha sido un fiasco.
Todos esos
experimentos parten de una base teórica completamente equivocada. Lo concreto
es que en su totalidad fracasan sin atenuantes. Inclusive decepcionan cuando
parecen haber triunfado durante la transición.
Muchos se confunden
al culpar a los mercados de los efectos que sobrevienen con la normalización,
sin registrar que son los eternos autoritarios los que provocan la crisis
cuando pretenden artificialmente manejar a su antojo el régimen cambiario.
Este gobierno, solo
repite la historia utilizando, como los anteriores, los mismos instrumentos de
siempre. Sus funcionarios han caído en la trampa de creerse dioses y suponer
que pueden mantener una situación falsificada en forma indefinida. Como sucede
en estos casos, cuanto más tiempo transcurre, mas difícil es sostener esa
circunstancia irreal.
Lo que está
desarrollándose hoy es lo tenía que pasar, lo inexorable, lo inevitable. No se
puede jugar con fuego sin quemarse. No es razonable tomar decisiones y esperar
que nada acontezca. Es imperioso asumir la responsabilidad de las derivaciones
y no es honesto hacerse los distraídos.
Son muchos los que no
alcanzan a asimilar que la economía se rige por leyes naturales, como ocurre
con la física. Ignorarlas es un fracaso asegurado. Es como intentar desconocer
la ley de la gravedad. No se trata de acordar con ellas sino de entenderlas y
actuar aceptando su existencia.
Los gobiernos se han
empecinado en manosear la economía y lo hacen con especial énfasis en la
cuestión cambiaria. Algunos funcionarios suponen genuinamente que pueden
hacerlo sin pagar costos. Otros, lo saben, pero son corruptos y usan esa
difundida e incorrecta visión ciudadana, para concretar negocios y favorecer a
los amigos enriqueciéndolos al operar con información clasificada con
discrecionalidad y absoluta inmoralidad.
Estos personajes no
quieren lo mejor para la gente, sino que sueñan con controlarlo todo. Creen en
la ficción de que pueden hacer lo que sea sin asumir las consecuencias, lo que
es un espejismo, alejado de toda realidad.
El mercado siempre
busca su propio equilibrio. Lo hace con la anuencia de la norma positiva o sin
su aprobación. Solo sabe de leyes naturales y no de los caprichos de los
visionarios de turno. No es culpable de eso. Es el esperable resultado de la
sumatoria de decisiones individuales y no esa caricatura que la describe como
el antojo de una cruel minoría.
Los gobiernos y las
sociedades del mundo que lo entendieron ya abandonaron esas prácticas, aunque a
veces intentan hacer algo al respecto. Otros, como los que conducen los
destinos de estos países, siguen sin comprender que el que juega con fuego… se
quema.
Alberto
Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
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