Por Aleardo F. Laría
La abdicación del rey
Juan Carlos I ha tenido comprensibles repercusiones en Argentina. Una reciente
encuesta de la consultora D’Alessio y Asociados, en la que se formulaba la
pregunta “Qué piensa sobre que aún sigan
existiendo monarquías”, arrojaba el siguiente resultado: un 23% opinaba que
le parecía bien conservar las tradiciones y un 77% sostenía que era algo
anticuado. Es probable que ese 77% que considera anticuada la monarquía
española ignorara que nuestra monarquía presidencial es mucho más vigorosa que
la española. En Argentina el presidente ejercita un poder sin límites muy
alejado de las reducidas facultades de un monarca constitucional europeo.
Según la
Constitución, en España el rey es el jefe del Estado, “símbolo de su unidad y permanencia”. Asume la representación del
Estado en las relaciones internacionales y modera el funcionamiento regular de
las instituciones. Además, promulga las leyes, convoca y disuelve las Cortes
Generales, eleva la propuesta a las cortes del nombramiento del presidente,
nombra y separa a los miembros del gobierno a propuesta de su presidente y
ostenta el mando supremo de las Fuerzas Armadas.
En la realidad estas
funciones son meramente simbólicas y protocolares, puesto que todos los actos
del rey deben ser refrendados por el presidente del Gobierno. Como corresponde
a todo sistema parlamentario, el titular del poder efectivo es el jefe del
gobierno que en España se denomina presidente del Gobierno y en otros países
primer ministro. El gobierno es quien dirige la política interior y exterior,
la defensa del Estado y en general ejerce la función ejecutiva, de acuerdo con
la Constitución y las leyes.
El gobierno en un
sistema parlamentario responde solidariamente en su gestión política ante el
Congreso de los Diputados y está sometido a las interpelaciones y preguntas que
se le formulan en las cámaras. El Congreso de los Diputados puede exigir la
responsabilidad política del gobierno mediante la adopción, por mayoría
absoluta, de la moción de censura, que puede ser propuesta por sólo la décima
parte de los diputados. Esta regulación constitucional es la clave de bóveda
del sistema parlamentario, puesto que convierte al primer ministro o presidente
del Gobierno en un mero delegado, que puede ser destituido en cualquier momento
si se reúne la mayoría de diputados requerida. Esta suerte de espada de
Damocles permanente sobre la cabeza del gobierno modera sensiblemente su estilo
de conducción.
Observemos en cambio
las facultades que tiene el presidente de la República Argentina, tanto las
formales como las que operan en la realidad. Es el jefe supremo del Estado y
jefe del gobierno, de modo que tiene un doble poder reforzado. Según la
Constitución, el Poder Ejecutivo “no
puede en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir
disposiciones de carácter legislativo”. Sin embargo todos los días aparecen
decretos en el Boletín Oficial –algunos de “necesidad
y urgencia”– que modifican leyes dictadas por el Congreso o que avanzan
sobre sus facultades.
La última invención
de nuestra peculiar monarquía se llama Secretaría de Coordinación Estratégica
del Pensamiento Nacional. Según el decreto que la puso en pie, el rol de esta
novedosa secretaría consiste en coordinar los institutos históricos para “lograr una transversalidad que haga de
aquellos diferentes espacios una homogeneidad que aborde, incluso, los mismos
tópicos desde diferentes análisis”. Es decir que una labor que se podría
haber resuelto otorgándole una beca de estudio al profesor Ricardo Forster en
nuestro país da lugar a la creación de una pomposa secretaría de Estado.
Nuestro
presidencialismo monárquico le permite al presidente reasignar partidas
presupuestarias mediante simples decretos; dirigir cuantiosos recursos
–mediante el uso arbitrario de la pauta publicitaria– a los medios adictos al
gobierno; redireccionar fondos presupuestarios al Fútbol para Todos, de modo
que el nuestro es el único país en el mundo en donde el gobierno abona los
salarios de los futbolistas profesionales; conseguir que las estadísticas se
acomoden al deseo gubernamental; cambiar de sitios las estatuas y designar con
el nombre del fallecido esposo de la presidenta calles, museos y otros espacios
públicos.
El presidente puede
también –aunque la ley lo prohíba– obligar a los contratistas del Estado a
poner el rostro de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner en los carteles
que anuncian las obras públicas; a través de la CNV, sin participación de un
juez, puede desplazar al directorio de una empresa con la sola invocación de que
está en riesgo el derecho de los accionistas minoritarios; puede intervenir
empresas por decreto –caso Repsol– o dar instrucciones al Congreso para que
expropie empresas para encubrir delitos –caso Ciccone–.
Sería muy largo
enumerar las otras tantas atribuciones que se arroga el Poder Ejecutivo frente
a la ausencia de mecanismos institucionales que impidan el exceso de poder. Ni
por asomo el rey Juan Carlos I podría haber tomado algunas de estas iniciativas
que son el pan nuestro de cada día. Es cierto también que el monarca español ha
cometido el imperdonable error de cazar un elefante y que su yerno, Iñaki
Urdangarin, esposo de la hija del rey, está acusado de haber desviado fondos
desde una fundación que no puede tener fines de lucro. Pero quienes utilizan
estos argumentos debieran recordar que toda la investigación de esos presuntos
delitos ha partido y ha sido conducida, con impecable eficacia y absoluta
autonomía, por la Fiscalía Anticorrupción. La monarquía española, a diferencia
de nuestro presidencialismo, carece de atributos y poder para encubrir la
corrupción.
Publicado en Río
Negro, 10/06/2014
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