El doctor Ricardo Saint Jean nos escribió
un mail desmintiendo una “famosa frase” que había sido atribuida a su padre, ya
fallecido, por el aparato de propaganda de la organización terrorista Montoneros.
Esa frase fue desmentida oportunamente
por su padre el señor general de brigada
(R) Ibérico Manuel Saint-Jean y también lo desmintió el periódico New York Times en 1977, nos informó su hijo.
Nosotros habíamos
levantado una nota de Infojus Noticias,
la Agencia Nacional de Noticias Jurídicas, quienes pretenden ser un medio
de comunicación que busca tender un puente entre la justicia y la sociedad. Su
principal objetivo es convertirse en una herramienta de construcción de
ciudadanía y de concientización de los ciudadanos frente a un proceso de democratización
de la Justicia.
La información es un
bien público. Infojus quiere ser un
lugar de referencia para cualquiera que necesite conocer las noticias de la
justicia, y servir como proveedor gratuito y universal para los medios
interesados en la temática.
Es evidente que nos
confundimos de “fuente”, a modo de reparación y otorgándole al doctor Ricardo
Saint Jean su debido derecho a réplica, nos pusimos a la búsqueda de sus
palabras durante su participación en el FORO
DE BUENOS AIRES POR LA JUSTICIA, LA CONCORDIA Y LA LIBERTAD, las que
publicamos a continuación y textualmente a los efectos de no provocar equívoco
alguno. Además presentamos sinceras disculpas al Dr. Saint Jean y su familia.
Reparamos nuestro
error “bajando” la anterior nota y dejamos la nueva, a consideración de los
lectores.
Sinceramente,
Pacificación
Nacional Definitiva
Por
una Nueva Década en Paz y para Siempre
DISCURSO
DEL DR. RICARDO SAINT JEAN EN EL FORO DE BUENOS AIRES POR LA JUSTICIA, LA
CONCORDIA Y LA LIBERTAD
Soy hijo de un
hombre, militar y abogado, que ocupó un cargo político durante el gobierno del
Gral. Videla. Lo nombro no para destacarlo en particular por encima de
cualquier otro, sino porque es uno de los tantos casos que ilustran el grado de
crueldad y ensañamiento con el que se nos trata en nombre de los derechos
humanos.
Sin haber tenido
jamás una causa penal, a los 85 años, fue detenido en esta clase de procesos
llamados de lesa humanidad (que yo llamo de lesa comodidad). Por su edad y
estado de salud le dieron detención domiciliaria. A los 89, con Alzhaimer,
cardíaco y en silla de ruedas, con siete informes médicos forenses oficiales
declarándolo incapaz para asistir a juicio, fue llevado, esposado, al escenario
de un teatro donde se desarrollan los juicios orales de estos casos, mientas
parte del público nos insultaba. Y a los 90 años, ya con diez informes médicos
oficiales declarándolo incapaz, los Jueces le revocaron la detención
domiciliaria enviándolo a la cárcel de Ezeiza. Los médicos del hospital
penitenciario se negaron a recibirlo por su estado, pero los Jueces insistieron
en mantenerlo allí. A los cinco días sufrió una descompensación cardíaca.
Terminó de madrugada en el Hospital Militar, donde días después concurrieron
los jueces a tomarle una ampliación de la declaración indagatoria. Mi padre
murió allí, preso, tan solo diez días más tarde.
Vamos ahora a lo
teórico:
Luego de la segunda
guerra mundial, el enfrentamiento entre la Unión Soviética y el denominado
“mundo libre”, llevó a ambos bloques a una carrera armamentista nuclear que
actuaba como mecanismo de persuasión. Una vez que comprendieron que un eventual
combate con semejante arsenal destruiría irremediablemente sus territorios,
decidieron trasladar la disputa hacia regiones desnuclearizadas. El sudeste
asiático, principalmente Corea y Vietnam, el África septentrional y la América
Latina, fueron entonces, en las décadas del 60 y el 70, los campos de batalla
donde se desataron los combates.
Así lo explican
personas de tan disímil pensamiento como el General Heriberto Auel, el ex
Canciller Dante Caputo o la ex diputada Graciela Fernández Meijide.
Es precisamente el
General Auel quien nos enseña que la guerra no es un fenómeno jurídico, ni
ético, ni económico, ni siquiera enteramente militar. Los militares
protagonizan el combate, que es la cara visible, el síntoma de la guerra, la
cual consiste es un conflicto siempre anterior. El combate es como la erupción
en la piel, producto de un mal escondido, siempre precedente. La guerra se
trata de un fenómeno socio-político, que nace en ese ámbito y sólo desde él y
en él, puede y debe llegar a su fin.
La dirigencia
política de los 2000, descalificando los instrumentos de pacificación dictados
por sus antecesores en los 80, ha implementado una política de “derechos
humanos” consistente en trasladarle exclusivamente el drama del combate
sostenido en la República en los 70, al Poder Judicial.
Esto ha sido un acto
de irresponsabilidad, de renuncia a los instrumentos de la Política y a los
fines de la misma. Porque el Poder Judicial es incapaz, sin traicionar su
función y naturaleza, de abordar idóneamente un conflicto como el que vivió el
continente en los 70.
Como ustedes saben
los ciudadanos de un país renunciamos a la fuerza que tenemos y a la violencia
que podemos ejercer, y se la entregamos en el marco de un gran acuerdo social,
al Estado, para que sea éste quien la monopolice. En tiempos de guerra, esa
violencia es administrada por las FFAA bajo la dirección de los poderes
Ejecutivo y Legislativo. Pero en tiempos de tranquilidad, es el Poder Judicial
quien principalmente la ejerce. Dentro de él, quienes se encargan de
administrar el costado más brutal de esa violencia, son los Jueces Penales. Se
trata de aquellos que pueden encerrarnos en una cárcel de por vida y, en
nuestros países, en instituciones que ponen en muchos casos en peligro la salud
de los propios internos.
Uno de los dramas
modernos que sufrimos es que llamamos “Justicia” al Poder Judicial. Al Poder
Legislativo no se le llama “La ley” o al Ejecutivo “La prudencia”.
“Justicia” es una
virtud y un valor muy caros a la humanidad, mientras que la organización
judicial y las leyes, el Poder Judicial, se trata del instrumento creado por el
hombre por solucionar situaciones de conflicto, intentando acercarse a aquella
virtud, pero sólo a través del cumplimiento de procedimientos y normas
predeterminadas.
Es más, el
cumplimiento de esas normas y procedimientos, puede inclusive no conducirnos a
la “Justicia” en un caso particular. Frecuentemente nos enteramos que un
narcotraficante quedó en libertad por un error de las autoridades en un
allanamiento o una escucha telefónica realizada sin los recaudos que exigen las
normas. La generación de impunidad a un culpable no pareciera siquiera
acercarse al valor “Justicia”. Pero los hombres hemos acordado llegar a ella
sólo a través de la ley, y la ley ha preferido pagar el costo de la impunidad
para un culpable, que poner en riesgo a todos los ciudadanos inocentes de una
Nación, permitiendo que los administradores de la violencia las desobedezcan,
haciendo lo que se les ocurra con el poder que les hemos dado.
La evolución moderna
del Derecho, coloca a los Jueces Penales como la última ratio, el último
recurso a ser utilizado, cuando ya se han agotado todos los otros mecanismos
que la política y las leyes nos ofrecen para solucionar un conflicto
Se dice que la
Justicia que llega tarde no es Justicia. Entendámoslo bien: el Poder Judicial,
por su propia naturaleza, siempre llega tarde. La tarea de un Juez es una reconstrucción
histórica, el pegado de un jarrón que ya se ha roto. Está tan distorsionada la
función y responsabilidades del Poder Judicial (y tan devaluada la Política)
que cuando ocurre un crimen nuestra gente clama insistentemente por “Justicia”.
Nosotros no necesitamos Justicia, necesitamos “Seguridad”, la prevención, que
es la función de la Política que evita que se produzcan los hechos que hacen
intervenir, siempre tardíamente, a la Justicia.
El Poder Judicial es
incapaz de dar adecuada solución a fenómenos masivos que tienen su génesis en
conflictos sociopolíticos, como lo es una guerra, salvo que se quiera juzgar
exclusivamente a las cúpulas que las protagonizaron. Resulta incapaz en casos
de ruptura del contrato social como hemos visto cuando se produce un estallido
social, se generalizan en todo un territorio los saqueos multitudinarios a
comercios, o estalla un conflicto armado como el que vivimos.
La judicialización de
todos los problemas es una tendencia internacional. Y la de la política desemboca
irremediablemente en la politización de la Justicia.
Veamos sino sus
resultados en Argentina, a diez años de la reapertura de estos juicios: se ha
sometido a proceso a más de 1.700 personas, militares de las tres FFAA, de
Prefectura, Gendarmería Nacional, Policías Federales y de cada una de las
Provincias, lo que significa el juzgamiento de menos del 3 % de los elementos
empleados por las autoridades constitucionales y de facto de la Nación, para
combatir el fenómeno guerrillero de los años 70. ¿Dónde está la equidad? El
promedio de edad de los detenidos es de 72,4 años, pero hay muchos de más de 80
y hasta 90 años. El 95% lo constituyen quienes, hace más de treinta años, eran
jóvenes oficiales de las fuerzas armadas. El 98% de los presos no registra antecedentes
penales en toda su vida. El 20% de los detenidos son suboficiales, civiles y ex
conscriptos, tanto de las fuerzas armadas como de seguridad. El 64% no tiene
aún condena. El 60% del presupuesto de la Justicia Federal -la misma que debe
combatir el narcotráfico y la corrupción gubernamental- está destinado a la
investigación y el castigo de estos delitos cometidos hace 40 años. Las agendas
de los Tribunales Orales Federales del país están saturadas hace años y lo
estarán por muchos más, con estos juicios. Todo ello mientras se devengan
millonarias sumas en honorarios de abogados y futuras indemnizaciones que se
sumarán a las cuantiosas ya abonadas por el Estado.
La consecuencia de la
derogación de esa colosal barrera contra la tiranía que significa el principio
de legalidad, ha permitido ahora la extensión de la persecución a los dueños de
medios de prensa, civiles que participaron del gobierno en los ’70,
empresarios, sindicalistas y hasta sacerdotes considerados enemigos del
gobierno, acusados por conductas inciertas o inventadas ocurridas hace 40 años.
Han detenido a ancianos presuntamente miembros de organizaciones que
combatieron a la guerrilla antes del golpe militar, en gobiernos
constitucionales, y a Fiscales y Jueces que los encarcelaron.
Hoy puede verse con
toda nitidez que sólo están presos aquellos que combatieron a las
organizaciones guerrilleras o que son considerados por algunos miembros del
gobierno, sus enemigos.
Semejante
direccionamiento indica que no se los juzga por la forma en que combatieron el
terrorismo. Se los juzga por haberlo combatido.
Paralelamente se
derrumbó, al comienzo sólo para ellos, la prescripción, la cosa juzgada, los
derechos adquiridos por las amnistías y los indultos, y más tarde se les
negaron las excarcelaciones, el principio de la ley más benigna, la educación
en las prisiones, las salidas transitorias, la libertad condicional, la
detención domiciliaria a mayores de 70 años. Doscientos sesenta son los que han
muerto en prisión, sin condena.
Ahora todos se escandalizan,
y con razón, por lo que le ocurrió al Fiscal Campagnoli. Pero los primeros
perseguidos fueron los jueces que quisieron aplicar la ley concediendo
beneficios previstos en ella a estos acusados. Becerra Ferrer en Córdoba, la
Cámara Federal de Rosario, Alfredo Bisordi, Berraz de Vidal, Durañona y Vedia,
Gustavo Hornos, García, Yacobuzzi y tantos otros, recibieron de parte de
miembros del gobierno amenazas, descalificaciones, discriminación y pedidos de
juicio político. Y los que no encarcelaban, recibieron “escraches” en sus
domicilios.
La Corte Suprema,
enrolada expresamente según su Presidente en esta “política de Estado”, ha
cerrado la posibilidad del juzgamiento de los guerrilleros.
Nacimos como Nación
suprimiendo toda prerrogativa de sangre o de nacimiento, no reconociendo fueros
personales ni títulos de nobleza. Por obra de estos juicios, ya no somos todos
iguales. La discriminación legal de un solo habitante de nuestro suelo, es una
vergüenza tan grande para nosotros como sociedad, como la tolerancia a la
persecución racial o religiosa.
Somos los judíos de
la Alemania nazi, los actuales cristianos de Irak, los esclavos del socialismo
del siglo XXI, los parias de la democracia.
Lo que sigue a
continuación es una opinión personal, y no responde a ninguna de las
organizaciones a las cuales pertenezco.
El que crea que
existe la victoria en un enfrentamiento interno, se equivoca. Se lo digo a
quienes creyeron haberla logrado luego del triunfo en el combate allá por el
año 79, y se lo digo a los enemigos de hoy que creen que están ganando la
guerra.
Quedan sólo víctimas.
Somos todos -en mayor o menor grado- perdedores.
La Unión Soviética,
manteniendo detenido en Siberia a Solyenitzin, no tenía idea que estaba
gestando a uno de sus más formidables oponentes.
Y yo les digo por mi
experiencia personal, que estoy viendo, dentro y fuera de las cárceles, el
concreto ejercicio de virtudes heroicas por parte de cada vez más presos
políticos, familiares y allegados.
En las cárceles
argentinas se están formando los futuros Solyenitzin, los Nguyen Van Thuan, los
Mindszenty que habrán de volver a salvar a la Patria de caer en los abismos.
Habiéndonos colocado
entre la espada y la pared, no han hecho más que obligarnos a vivir de acuerdo
a nuestros ideales.
Muchos murieron por
sus ideales. A nosotros nos toca la empresa, quizás más difícil, de atrevernos
a vivir con ellos.
Permaneciendo en la
Fe entramos en las Bienaventuranzas.
Permaneciendo en la
Fe somos como el acero de Toledo: más veces nos pasan por la fragua, más
resistentes nos hacen.
Es muy diferente
tener un padre o un esposo preso, que tener un padre o un esposo desaparecido.
La virtud, el valor Justicia, exige una dosis de equidad, que no existe entre
nosotros.
Por eso no pido
Justicia, sino legalidad. Porque los hombres nos hemos comprometido llegar a
aquella sólo a través de la ley.
Si la Junta Militar
abandonó la legalidad para alcanzar una victoria más rápida sobre la guerrilla,
con la menor cantidad de bajas propias o víctimas, abandonar la legalidad en
democracia, para alcanzar lo que algunos creen que es “Justicia”, es el
trastorno, el suicidio mismo del sistema.
Para alcanzar la paz
no hay que desentenderse de la guerra. Hay que adentrarse, ocuparse de ella,
para que nunca llegue!
Las soluciones
legales están al alcance de la mano. Necesitamos dos Jueces que apliquen el
Derecho. Un bloque de Diputados. O una Presidente convencida de que hay que
lograr la Pacificación.
Pero es en el ámbito
socio-político, inevitablemente, donde deberemos buscar el fin de esta guerra.
Hemos vivido un
cataclismo. Se han caído nuestras torres gemelas, y mientras estamos buscando
cadáveres y atendiendo heridos, con los bomberos sobrevivientes todavía
aturdidos, lo último que necesitamos es un Juez que venga a averiguar si una
brigada llegó tarde o porqué estaba allí tal otra.
El tiempo nos ha
mostrado que no hay vencedores, sólo víctimas.
La mirada más idónea
y adecuada para abordar el fenómeno de la guerra interna es la de la compasión.
Necesitamos
estructuras compasivas. Confesores laicos y despolitizados, capaces de escuchar
atrocidades, en secreto, sin tener que denunciarlas conforme los rígidos
deberes que se les imponen a los
funcionarios públicos. Una Comisión que actúe en silencio, acercando
posiciones, cicatrizando heridas.
En estas estructuras,
en estos puentes que deben ser construidos, es indispensable la presencia de la
Iglesia. El silencio de nuestra Madre Iglesia aturde.
Los obispos hablan de
alcanzar la Reconciliación, “pero con Justicia”. Si se están refiriendo por
“Justicia” a lo que está haciendo el Poder Judicial en estos casos, entonces
nunca habremos de alcanzar la Reconciliación.
Nosotros nos dormimos
como sociedad, cuando creímos que la Paz había sido alcanzada porque se
sancionaron dos leyes de amnistía.
No trabajamos cuando
debíamos por la Paz.
¿Cómo es que dejamos
solos a los padres que criaron a chicos de personas muertas o desaparecidas? En
un momento llegaron a estar amnistiados todos los combatientes, indultados los
Comandantes, y sólo perseguidos y encarceladas estas personas! Nunca nos
ocupamos de legislar con sabiduría, sin rencores ni fines políticos. ¿Cómo es
que no se otorgó nunca amnistía para quienes presentaran durante determinado
lapso?
El Poder Judicial no
es capaz de darnos soluciones en estos temas, no lo es sin traicionar su
naturaleza, procedimientos y funciones.
Es hora de estrechar
filas, pero no sólo entre nosotros, sino con quienes quieren todavía ser
nuestros enemigos.
Compadecer significa
“padecer con”. Y esto es a lo que debemos empezar a hacer. Lo que estamos
empezando a hacer.
Recuerdo las palabras
del Obispo Desmond Tutu en Sudáfrica: “Por mucho que le pese al señor De Klerk,
y por mucho que me pese a mí, somos hermanos!”
Parafraseando a
Joaquín Sabina, “para odiarnos, nos sobran los motivos”. Veamos aquellas cosas
que tenemos en común, aquello que nos pueda hacer trabajar por un futuro mejor
para todos nosotros y nuestra descendencia.
Y es que estamos
peleando una guerra vieja. Desactualizada.
Los combates
terminaron hace 34 años. Las potencias mundiales que los impulsaron le dieron
fin hace 24 y hace 12 que emprendieron otra, contra el terrorismo global.
Cuando América Latina
tiene ante sí una guerra que debemos librar en forma urgente, que es la guerra
contra la marginalidad. Millones de niños y adolescentes nacen y viven en
riesgo, hacinados en medio de la promiscuidad en las grandes urbes de nuestros
países, abusados, expuestos a toda clase de peligros, sin ejemplos, en zonas
donde la sociedad no llega. Agua estancada donde sólo se reproducen los
gérmenes de la ignorancia, la miseria, la droga y la violencia. A la vista de
todos se extienden los barrios de emergencia a los que nos hemos acostumbrado
como si fueran un paisaje natural, puesto allí desde siempre por el Creador.
Están allí por nuestra falta de solidaridad, por nuestra falta de inteligencia,
por nuestra falta de unidad, por nuestra falta de políticas que ataquen
directamente los males concretos que sufrimos. Recuerdo al Padre Mujica en los
años 60 en las puertas de La Rural en la “Expo Confort”, con un cartel que
decía “Confort para pocos, hambre para muchos”. Si nos viera, y creo que lo
está haciendo, si viera cómo se ha multiplicado por diez mil su villa 31 y
caídos los pobres a los abismos de la miseria… No hablo de la parodia que están
haciendo ahora, porque ellos saben dónde está el camino, pero lo hacen como
parodia. Hablo de toda una Nación al rescate de los más desposeídos.
¡Cómo me gustaría que
nos diéramos la mano trabajando por los marginados! “por encima de la tumba de
los muertos”, como lo proponía Víctor Frankl. Luchando esa guerra juntos, y no
esta otra vieja, desactualizada y que nos tiene enfrentados.
Traicioné a mi padre
que escribía cartas para que las enviara a la prensa. Tenía miedo que le
revocaran la detención domiciliaria de modo que le decía que las había mandado
cuando en realidad nunca lo había hecho. A él le adjudicaron una frase que
nunca pronunció y que se cansó de desmentirla desde que se publicó por primera
vez. Quisiera compartir con ustedes una que sí escribió, y que me dejó a modo
de despedida: “El odio -dijo- es un elemento demasiado frágil para
sostener los cimientos de una Nación”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
No dejar comentarios anónimos. Gracias!