Por Diana Cohen
Agrest | Para LA NACION
Esta vez se hizo
escuchar una voz del Gobierno. Pero, de acuerdo con una ya arraigada modalidad
escapista de enfrentar tragedias, y a diferencia de otros mandatarios del orden
mundial, no fue la Presidenta la que se pronunció: el comunicado de la Cancillería
en respuesta a la masacre de Charlie Hebdo apeló apenas a una fórmula de rigor
cuando expresó “el compromiso con la paz
y la lucha contra el terrorismo en todas sus formas, fortaleciendo los
mecanismos de cooperación, observando las leyes y respetando los derechos
humanos, como único camino de las sociedades democráticas para afrontar este
flagelo”.
Sin embargo, y habida
cuenta de que ese lacónico mensaje sintetiza y representa la posición argentina
en uno de los eventos más significativos de la escalada terrorista, y dada su
equivocidad expresiva, es lógico interrogarnos: ¿los derechos humanos de quiénes deben ser respetados por las
sociedades democráticas? Esa distinción incluye a nuestro país en la
constelación de regímenes democráticos, pero a la vez lo excluye con esa
expresión tan equívoca.
La respuesta a ese
interrogante fue revelado por las palabras de otra vocera del Gobierno, la
concejala y decana de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Plata,
quien laureó a Hugo Chávez con un premio a la libertad de expresión y le
concedió la participación en un evento académico al asesino de Cabezas. En un
controvertido tuit sobre uno de los ataques más aberrantes a la libertad de
prensa de la cual, desde su jerarquía académica misma, no debería claudicar, Florencia Saintout concluyó una obviedad:
“El terrorismo sólo se combate con paz”,
coronado este pacifismo por un sospechoso cinismo, cuando afirmó: “Los crímenes jamás tienen justificaciones,
pero sí tienen contextos”.
Indiferentes a los
lazos culturales que nos unen y nos separan históricamente en el concierto de
las naciones, las palabras de Saintout
condensaron una extensión de una deteriorada matriz: si se considera
(elípticamente, ya no como un principio de justificación, pero sí de explicación)
que un crimen es tal según el contexto, entonces podemos “explicar” desde el ataque a la embajada de Israel, a la AMIA y, a
fuerza de ser reiterativa, a la liberación de asesinos amparados en su
condición de presunta vulnerabilidad o en los intereses del poder por proteger.
Esta inexplicable
pseudoexplicación y la mención del contexto que enmascara una justificación no
nos es ni ajena ni lejana: no es ajena porque ya entregamos nuestras víctimas
sacrificiales en atentados terroristas, cuyos perpetradores permanecen impunes.
Ni es lejana porque, recogiendo un debate que nos debemos, en la lucha armada
setentista no participaron sólo armas contra armas, sino que se empuñaron armas
de civiles y de militares contra civiles. Ataques que ni siquiera comenzaron
con la dictadura (invocación con la cual se pretende ocultar con un barniz de
legitimidad una violencia que, por su esencia misma, sólo muy excepcionalmente
puede ser legitimada), sino mucho antes: nacieron ya en el onganiato,
arreciando en el gobierno democrático de Perón y prosiguiendo en esa crisis de
gobernanza que fue el gobierno de Isabelita.
La que sobrevivió no sólo entregó a sus
compañeros en la Contraofensiva (conmovedoramente retratado en el film Infancia
clandestina, que pasó sin pena ni gloria al mostrar una realidad pasada que se
insiste en negar). Con la capacidad de reciclarse que caracteriza a la
dirigencia local que no acepta morir políticamente a tiempo, sumada a la
pérdida de la vergüenza asociada a la garantía de impunidad, hoy son
funcionarios del establishment o se desempeñan como think tank en empresas
internacionales o hasta se hicieron nombrar en la Corte Suprema de Justicia
cuando jamás se jugaron ante una solicitud de hábeas corpus.
Hoy como ayer, se nos
pretende convencer de que hay crímenes de segunda y crímenes de primera,
víctimas de segunda y víctimas de primera. Así, silenciamos a las víctimas de
la delincuencia de hoy mientras premiamos con la impunidad a las presuntas
víctimas de ayer, los militantes de esa
glorificada juventud idealista que secuestraron y mataron desde mucho antes de
que irrumpiera la dictadura.
Esa escisión culminó
en la victoria en una batalla ideológica en la que nuestros jóvenes de hoy,
adoctrinados por esta doctrina perversa e impulsados por un ingenuo y negador
buenismo, exaltan el pasado más negro de la historia argentina. Un pasado que consagró la violencia como la
metodología para alcanzar el poder, indiferente a las vías democráticas. En
el mejor de los casos, creían ser los héroes de una revolución que, aunque no
fue tal, fue mensajera de muerte y dolor. En el peor de los casos, dos
violencias enfrentadas, la del terrorismo de la lucha armada y la del
terrorismo de Estado.
No debería
sorprendernos la reacción oficial por los ataques terroristas en París. Nace de la misma ideología que esculpió una
perversa inversión entre la víctima y el victimario, promovida por una
dirigencia política que se recicla desde la vuelta de los tiempos democráticos
y que marca todo el discurso sobre la seguridad y el sistema penal.
Las palabras de
Saintout, el inocuo comunicado de la Cancillería, la desautorización a que
Timerman asistiera al acto en París, al que había sido oficialmente invitado, y
las omisiones del gobierno argentino replican a nivel internacional esa
inversión local entre la víctima y el victimario: la misma matriz ideológica construida con una gigantesca máquina de
propaganda que instrumentó un nuevo imaginario colectivo y mecanismos legales
recientemente consagrados: el Código Civil y Comercial, el Código Procesal
Penal y un sinnúmero de leyes con impronta clientelar o que, lisa y llanamente,
garantizan la autoimpunidad.
Por último, la misma
Cancillería que firmó el ominoso pacto con Irán urgió a condenar el aberrante atentado
en Nigeria “con el mismo vigor”, pues
“la Argentina honra sin diferencia alguna
la condición humana de todas las víctimas”. No lo parece si, siguiendo el
consejo de Saintout, se atiende al contexto. Es el diablo que se muerde la
cola.
En su inclaudicable
afán autorreferencial, la Presidenta ordenó hace unos meses que, si le pasaba
algo, “miren al Norte”. Pero cuando
miramos al Norte, apenas si vemos a víctimas invisibilizadas como Néstor Femenía y tantos otros que mueren en
el día tras día por la inanición o la violencia. Inanición o violencia de
Estado.
Nos
llevará varias generaciones desarmar esta maquinaria perversa y recuperar la
dimensión de los valores en el marco de una Justicia que proteja a quienes
vivimos a la intemperie, sojuzgados por un gobierno autoritario con la
complicidad de una oposición inerme. Mientras tanto, los
bárbaros vienen marchando.
La autora es doctora en Filosofía y ensayista. Miembro de Usina
de Justicia.
NOTA:
Los destacados no corresponden a la nota original.
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