miércoles, 14 de enero de 2015

CONFUNDIR VÍCTIMAS CON VICTIMARIOS

Por Diana Cohen Agrest |  Para LA NACION

Esta vez se hizo escuchar una voz del Gobierno. Pero, de acuerdo con una ya arraigada modalidad escapista de enfrentar tragedias, y a diferencia de otros mandatarios del orden mundial, no fue la Presidenta la que se pronunció: el comunicado de la Cancillería en respuesta a la masacre de Charlie Hebdo apeló apenas a una fórmula de rigor cuando expresó “el compromiso con la paz y la lucha contra el terrorismo en todas sus formas, fortaleciendo los mecanismos de cooperación, observando las leyes y respetando los derechos humanos, como único camino de las sociedades democráticas para afrontar este flagelo”.


Sin embargo, y habida cuenta de que ese lacónico mensaje sintetiza y representa la posición argentina en uno de los eventos más significativos de la escalada terrorista, y dada su equivocidad expresiva, es lógico interrogarnos: ¿los derechos humanos de quiénes deben ser respetados por las sociedades democráticas? Esa distinción incluye a nuestro país en la constelación de regímenes democráticos, pero a la vez lo excluye con esa expresión tan equívoca.

La respuesta a ese interrogante fue revelado por las palabras de otra vocera del Gobierno, la concejala y decana de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Plata, quien laureó a Hugo Chávez con un premio a la libertad de expresión y le concedió la participación en un evento académico al asesino de Cabezas. En un controvertido tuit sobre uno de los ataques más aberrantes a la libertad de prensa de la cual, desde su jerarquía académica misma, no debería claudicar, Florencia Saintout concluyó una obviedad: “El terrorismo sólo se combate con paz”, coronado este pacifismo por un sospechoso cinismo, cuando afirmó: “Los crímenes jamás tienen justificaciones, pero sí tienen contextos”.

Indiferentes a los lazos culturales que nos unen y nos separan históricamente en el concierto de las naciones, las palabras de Saintout condensaron una extensión de una deteriorada matriz: si se considera (elípticamente, ya no como un principio de justificación, pero sí de explicación) que un crimen es tal según el contexto, entonces podemos “explicar” desde el ataque a la embajada de Israel, a la AMIA y, a fuerza de ser reiterativa, a la liberación de asesinos amparados en su condición de presunta vulnerabilidad o en los intereses del poder por proteger.

Esta inexplicable pseudoexplicación y la mención del contexto que enmascara una justificación no nos es ni ajena ni lejana: no es ajena porque ya entregamos nuestras víctimas sacrificiales en atentados terroristas, cuyos perpetradores permanecen impunes. Ni es lejana porque, recogiendo un debate que nos debemos, en la lucha armada setentista no participaron sólo armas contra armas, sino que se empuñaron armas de civiles y de militares contra civiles. Ataques que ni siquiera comenzaron con la dictadura (invocación con la cual se pretende ocultar con un barniz de legitimidad una violencia que, por su esencia misma, sólo muy excepcionalmente puede ser legitimada), sino mucho antes: nacieron ya en el onganiato, arreciando en el gobierno democrático de Perón y prosiguiendo en esa crisis de gobernanza que fue el gobierno de Isabelita.

La  que sobrevivió no sólo entregó a sus compañeros en la Contraofensiva (conmovedoramente retratado en el film Infancia clandestina, que pasó sin pena ni gloria al mostrar una realidad pasada que se insiste en negar). Con la capacidad de reciclarse que caracteriza a la dirigencia local que no acepta morir políticamente a tiempo, sumada a la pérdida de la vergüenza asociada a la garantía de impunidad, hoy son funcionarios del establishment o se desempeñan como think tank en empresas internacionales o hasta se hicieron nombrar en la Corte Suprema de Justicia cuando jamás se jugaron ante una solicitud de hábeas corpus.

Hoy como ayer, se nos pretende convencer de que hay crímenes de segunda y crímenes de primera, víctimas de segunda y víctimas de primera. Así, silenciamos a las víctimas de la delincuencia de hoy mientras premiamos con la impunidad a las presuntas víctimas de ayer, los militantes de esa glorificada juventud idealista que secuestraron y mataron desde mucho antes de que irrumpiera la dictadura.

Esa escisión culminó en la victoria en una batalla ideológica en la que nuestros jóvenes de hoy, adoctrinados por esta doctrina perversa e impulsados por un ingenuo y negador buenismo, exaltan el pasado más negro de la historia argentina. Un pasado que consagró la violencia como la metodología para alcanzar el poder, indiferente a las vías democráticas. En el mejor de los casos, creían ser los héroes de una revolución que, aunque no fue tal, fue mensajera de muerte y dolor. En el peor de los casos, dos violencias enfrentadas, la del terrorismo de la lucha armada y la del terrorismo de Estado.

No debería sorprendernos la reacción oficial por los ataques terroristas en París. Nace de la misma ideología que esculpió una perversa inversión entre la víctima y el victimario, promovida por una dirigencia política que se recicla desde la vuelta de los tiempos democráticos y que marca todo el discurso sobre la seguridad y el sistema penal.

Las palabras de Saintout, el inocuo comunicado de la Cancillería, la desautorización a que Timerman asistiera al acto en París, al que había sido oficialmente invitado, y las omisiones del gobierno argentino replican a nivel internacional esa inversión local entre la víctima y el victimario: la misma matriz ideológica construida con una gigantesca máquina de propaganda que instrumentó un nuevo imaginario colectivo y mecanismos legales recientemente consagrados: el Código Civil y Comercial, el Código Procesal Penal y un sinnúmero de leyes con impronta clientelar o que, lisa y llanamente, garantizan la autoimpunidad.

Por último, la misma Cancillería que firmó el ominoso pacto con Irán urgió a condenar el aberrante atentado en Nigeria “con el mismo vigor”, pues “la Argentina honra sin diferencia alguna la condición humana de todas las víctimas”. No lo parece si, siguiendo el consejo de Saintout, se atiende al contexto. Es el diablo que se muerde la cola.

En su inclaudicable afán autorreferencial, la Presidenta ordenó hace unos meses que, si le pasaba algo, “miren al Norte”. Pero cuando miramos al Norte, apenas si vemos a víctimas invisibilizadas como Néstor Femenía y tantos otros que mueren en el día tras día por la inanición o la violencia. Inanición o violencia de Estado.

Nos llevará varias generaciones desarmar esta maquinaria perversa y recuperar la dimensión de los valores en el marco de una Justicia que proteja a quienes vivimos a la intemperie, sojuzgados por un gobierno autoritario con la complicidad de una oposición inerme. Mientras tanto, los bárbaros vienen marchando.

La autora es doctora en Filosofía y ensayista. Miembro de Usina de Justicia.


NOTA: Los destacados no corresponden a la nota original.

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