12/01/15
Por Mauricio Ortín
La mayoría de los
analistas políticos y jefes de Estado occidentales ha coincidido en calificar
como “acto
de guerra” al atentado en París que costó la vida a doce personas. ¿Guerra?
¿Y contra quién? Pues no se advierte el despliegue de regimientos de
infantería, de escuadrones de blindados o portaaviones y flota enemiga
dirigiéndose a Francia que justifiquen semejante afirmación. Si fuéramos rigurosos, debiera decirse que los atacantes no sumaron más de cuatro y que dos de ellos (los
hermanos Kouachi) fueron literalmente cazados por las fuerzas de seguridad
francesas que, en número de 88.000, se abocaron a ello. Chérif y Said Kouachi
estaban atrincherados en una imprenta y perfectamente controlados por la
policía. Ésta –disponía de todo el
tiempo del mundo- podría haberlos reducido respetándoles la vida de varias
maneras. Por ejemplo, con gases paralizantes o con proyectiles no letales. Pero no fue así porque, es evidente, el
Estado había dado carta blanca para matar. Debe agregarse, además, que los
terroristas eran franceses y no se trataba de delincuentes comunes porque
luchaban por un ideal (a través de un método –la matanza- obviamente
repudiable) que formaban parte de una organización internacional y que habían
recibido entrenamiento militar en el extranjero. Nadie, sin embargo, ha declarado formalmente la guerra pero todo indica
que el Estado francés está dispuesto a perseguir y aniquilar a los ofensores
como si se trataran de enemigos y no de civiles. Dicho en otros términos,
Francia, en lugar de enviarles formales citaciones judiciales ¡les va a meter
bala! Pero, como en todo, hay guerras y guerras. Las hay convencionales, donde
los bandos se rigen (muy elásticamente) por reglas internacionales y las hay,
donde uno o ambos bandos imponen el vale todo. Al respecto, si existe un país
especialista en este último tipo de operaciones bélicas, ese es Francia. Su larga experiencia en Indochina y Argelia
la hace una experta maestra. Ahora bien, la guerra sucia, aunque
evidentemente más eficiente que la primera para alcanzar los fines ¿representa
una opción moral aceptable? Acaso, ¿No estaríamos representando un caso propio de aquel dicho universal que
censura: combatir al canibalismo
comiéndose a los caníbales? Hasta ahí, la teoría. Ahora bien, la opinión al
respecto suele cambiar según uno se encuentre en el ring o en el ring-side.
Sobre todo si, luego de recibir las indicaciones de rigor del árbitro acerca de
pelear limpio (no golpear con la cabeza, no aplicar golpes bajos, etcetéra), se
escucha que, a su vez, el árbitro le informa al boxeador rival que él sí
tendrá permitido apuñalar, apalear e
incluso balacear al contrincante, al jurado o al público porque así lo
establece la ley. En esas condiciones, no es difícil predecir cuál será el
resultado. De allí que, cuando les toca
en suerte, los Estados afectados se apartan del legalismo para darse un baño de
crudo realismo. Los bombardeos de Hiroshima, Nagasaki, Dresde, Coventry,
Rotterdam y, más cerca, en América Latina, la represión llevada adelante por
gobiernos constitucionales y/ o de facto contra el terrorismo de izquierda son
claro ejemplo de ello. Así pues, cuando las papas queman, rápidamente, como de
la nada surge el cálculo matemático con la fría ecuación que encuentra que el
número de inocentes muertos es inversamente proporcional al de terroristas
vivos.
La guerra que los
terroristas islamitas han declarado, de hecho, a Francia no es algo que pudiera
sorprender a los argentinos. Atentados como la matanza a los periodistas de la
revista Charlie Hebdo y el remate del policía herido eran cosa de todos los
días en nuestro país durante el gobierno
peronista de la década del ’70. Aquí también los Montoneros, el ERP y las FAR
instalaron la “guerra sucia”. El
peronismo respondió con el realismo de la Triple A. Luego vinieron los
militares y el golpe de Estado.
Los más destacados
medios de comunicación del mundo aseguran que el asesinato de las doce personas
en París fue motivo de algarabía y festejo en países donde existen sectas de
fanáticos musulmanes. Es que, desde su particular punto de vista, no se trató
de lo que efectivamente fue, una brutal masacre de inocentes, sino de un “ajusticiamiento”. “Ajusticiamiento” fue también el término que usó (reportaje de la
La Nación el 03/01/15) el ex ministro de Interior kirchnerista, Juan
Manuel Abal Medina (hijo), para referirse al cobarde, alevoso asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu. No
hubo, sin embargo, una sola voz de protesta de juez, político o sacerdote ¿Será
esto la decadencia? ¿O será que la vida
de los periodistas franceses vale más que la de los militares, sindicalistas,
niños y empresarios argentinos asesinados por el terrorismo criollo?
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