Editorial I
El testimonio de un ex
funcionario de Isabel Perón por la
muerte del coronel Larrabure es demostrativo del proceso de violencia vivido
antes de 1976
Carlos Ruckauf |
El ex vicepresidente de la Nación y ex gobernador de Buenos Aires Carlos
Ruckauf prestó declaración testimonial recientemente, en su condición de
ministro de Trabajo durante la
presidencia de María Estela Martínez de Perón. Lo hizo en un juicio por la
verdad, abierto ante la justicia federal por la familia del coronel Argentino del Valle Larrabure. La información
periodística resultante de esa declaración fue por demás ilustrativa sobre la violencia en que se hundió el país en los años
setenta, antes de que los militares tomaran el
poder, y en tiempos de gobiernos constitucionales.
La muerte del oficial que fue
ascendido post mórtem al grado de coronel fue el término atroz de un calvario
de más de un año. Larrabure había
sido enclaustrado en condiciones infrahumanas en lo que sus captores del
Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) denominaban, con pretensiones de
absurda legitimidad, "cárcel del
pueblo", aunque no era más que una
infecta y húmeda excavación en la tierra hecha en la vivienda que ocupaba
el matrimonio encargado de su vigilancia.
Larrabure había sido secuestrado el 11 de agosto de 1974, un mes
después de que asumiera, por el deceso
del presidente Juan Domingo Perón, su esposa. El cuerpo de Larrabure
apareció el 19 de agosto de 1975 con
signos notorios del padecimiento sufrido. Los peritos médicos de la Corte
Suprema de Justicia de la Nación dictaminaron que había sufrido torturas, pero en los mentideros vinculados con las
bandas subversivas de los años setenta se sostuvo siempre, en cambio, la tesis
de que se había suicidado.
Discutir ahora si es peor la
horca que la guillotina es una tautología que permite, sin embargo, una
aproximación seria al caso de Larrabure
y demuestra que las cuestiones de fondo
de esos años de horror en la Argentina hay que examinarlas de otro modo.
Aun cuando se aceptara la hipótesis del suicidio, nadie en su razonable juicio,
y menos todavía si hubiera estado frente a la visión de la extrema delgadez que presentaba el cuerpo de Larrabure, podría
negar que este militar fue sometido, por su larga prisión en una cueva
miserable, sin higiene y con aire precario, a una situación de horror. Su caso patentiza cuánto hay de infecto en
la novela kirchnerista de que sólo hubo asesinatos y torturas por parte de los
militares.
Unas mil muertes y veinte mil atentados de todo tipo cometidos en esa
década por parte de los grupos terroristas que invocaban, con más o menos
énfasis, a Perón, Guevara, Castro o
Khadafy, ilustran sobre lo que eclipsa de la historia real la memoria
hemipléjica de los gobernantes de turno. Desde luego que el de Larrabure es el ejemplo paradigmático de un proceso de violencia fanática y
provocativa llevado adelante contra militares en momentos en que había
gobiernos civiles en la Argentina: el del general Perón, primero; el de María
Estela Martínez, después. Fueron ellos
los que ordenaron, como respuesta a un fenómeno que no podían controlar, el "exterminio" y la "aniquilación" de los
grupos que se levantaban contra el Estado de Derecho. Precario "estado de derecho", claro,
porque ambos gobernantes permitieron la
constitución y desenvolvimiento de la Triple A, siniestra organización
parapolicial próxima al ministro José
López Rega, factótum en quien se recreaban las condiciones más asombrosas y
excéntricas de Rasputín.
En su testimonio, Ruckauf recordó que el gobierno del que fue parte
debió establecer, frente a la violencia enseñoreada, el estado de sitio. "Había
secuestros -dijo-, atentados y ataques a cuarteles, estructuras policiales, a
personal judicial, personal policial y civiles." Todo eso es por demás sabido, pero se encuentra
sistemáticamente ausente de un relato que sólo toma en cuenta la represión
habida por vías del terrorismo de Estado y no las modalidades feroces de acción
de la juventud que Perón comenzó por calificar de "maravillosa" y terminó sacándose de encima con la
recomendación de que se utilizaran para ello los peores instrumentos, los del "exterminio".
Italo Argentino Luder |
La autoamnistía que los militares
habían dictado para sí antes de abandonar el poder en 1983 y cuya derogación el
presidente Raúl Alfonsín impulsó tan pronto llegó a la Casa Rosada fue
acompañada en las elecciones de ese año por los candidatos del Partido
Justicialista, y como es obvio, por quienes los acompañaron con su voto en las
urnas. Es éste, así, parte de un capítulo de la misma historia cuyos rasgos más
trágicos se están ventilando en el mencionado juicio por la verdad, sucedáneo de otro en que no prosperó que se declarara de lesa
humanidad el caso del coronel Larrabure. ¿No lo fue, acaso?
NOTA: Las imágenes y destacados no corresponden a la nota
original.
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